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– Ustedes dos se parecen en el carácter, pues Scaramouche es bastante mordaz -le dijo Pantalone a André-Louis, y continuó presentando a su compañía-: Ese bribón de la gran nariz que hace muecas con la cara, lógicamente es Pierrot. ¿Acaso podía ser otro?

– Yo podría interpretar galanes perfectamente -dijo el rústico querubín.

– Una ilusión típica de Pierrot -comentó desdeñosamente Pantalone-. Ese rufián grandullón que está allí, el de las cejas tupidas, que parece que nació viejo y cuyos apetitos aumentan con los años, es Polichinela. La naturaleza le designó para ese papel. Ése tan ágil y pecoso es Arlequín; no el Arlequín con lentejuelas que últimamente ha degenerado tanto, sino el auténtico y original primogénito de Momo, el estrafalario de la Comedia del Arte, harapiento, imprudente, cobarde y payaso sinvergüenza.

– Como verá, cada uno de nosotros -dijo Arlequín imitando al director de la compañía- ha sido designado por la naturaleza para el papel que representa.

– Físicamente, amigo mío… sólo físicamente, o de otro modo no nos costaría tanto enseñar a Léandre su papel de galán enamorado. Aquí está Pasquariel, que a veces es boticario, a veces notario, otras lacayo y en ocasiones amable amigo servicial. También como hijo de Italia, tierra de glotones, es excelente cocinero. Y por último, estoy yo que, como padre de toda la compañía, represento dignamente el papel de Pantalone, padre de la damisela, aunque a veces haga de cornudo, o de ignorante doctor. Pero por regla general siempre soy Pantalone. Además, soy el único que tiene un apellido. Un verdadero apellido. Me llamo Binet, señor mío.

Entonces señaló a una rubia rolliza de unos cuarenta y cinco años que sonreía sentada en el primer peldaño de la casa ambulante.

– Y ahora vienen las señoras: la primera por orden de antigüedad es Madame.

Es dueña, madre y nodriza, según las circunstancias.

Simple y regiamente, la conocen por el nombre de Madame.

Si alguna vez tuvo otro nombre, hace tiempo que lo ha olvidado. En cuanto a esa picaronaza de la nariz respingona y la boca grande, es nuestra graciosa Colombina.

Y así llegamos a mi hija, Climéne, una jovencita cuyo talento no tiene rival fuera de la Comedia Francesa, a la que tiene el mal gusto de aspirar.

La encantadora Climéne sacudió sus bucles castaños y rió, sosteniéndole la mirada a André-Louis.

Sus ojos, que ahora sí podía ver, no eran azules como antes había creído, sino castaños.

– No le crea, caballero. Aquí soy una reina, y prefiero ser reina aquí que esclava en París.

– Señorita -dijo André-Louis poniéndose solemne-, siempre será una reina donde quiera que se digne reinar.

Por toda respuesta, la joven le dedicó una tímida y seductora mirada entornando los párpados. Mientras tanto, su padre le gritaba a Léandre:

– ¿Oíste? Frases como ésa son las que tienes que ensayar. Léandre enarcó las cejas y se encogió de hombros:

– ¿Esa frase? ¡No es más que un lugar común! André-Louis soltó una carcajada de aprobación:

– Léandre -le dijo a Pantalone- tiene más talento del que usted le concede. No deja de ser sutil considerar una trivialidad una frase en la que se llama reina a la señorita Climéne.

Algunos de los presentes se echaron a reír, incluido el señor Binet:

– ¿Ha creído que tiene el talento de decirlo deliberadamente? ¡Bah! Sus sutilezas son todas inconscientes.

La conversación se desvió por otros cauces, y pronto André-Louis supo lo que aún ignoraba sobre la compañía de la legua.

Iban hacia Guichen, donde pensaban actuar en la feria, que había de inaugurarse el martes siguiente. Al mediodía harían su entrada triunfal en la ciudad en cuyo mercado montarían el escenario.

El espectáculo tendría lugar el sábado por la noche y consistía en el estreno de un argumento 1 del señor Binet, que estaban seguros dejaría atónitos a los pueblerinos.

Al llegar a este punto de la conversación, Pantalone suspiró y se dirigió a Polichinela, sentado a su izquierda:

– Vamos a echar de menos a Félicien -dijo-. No sé cómo nos las vamos a arreglar sin él.

– Ya inventaremos algo -dijo Polichinela sin dejar de masticar.

– Siempre dices lo mismo, a pesar de que eres el menos indicado para pensar.

– No me parece tan difícil sustituir a Félicien -intervino Arlequín.

– Sería fácil si estuviéramos en un lugar civilizado. Pero ¿cómo vamos a encontrar entre los aldeanos de Bretaña a alguien que tenga ni siquiera su escaso talento? -dijo el señor Binet volviéndose a André-Louis para explicarle-: Félicien era nuestro administrador, tramoyista, carpintero y gerente, y a veces, incluso actuaba.

– Supongo que haría el papel de Fígaro -replicó André-Louis riéndose.

– ¡Ah! Veo que conoce a Beaumarchais -dijo Binet, contemplando al joven con renovado interés.

– Es bastante conocido.

– Tal vez en París, pero no sabía que su fama hubiera llegado hasta los páramos de Bretaña.

– Sucede que yo viví algunos años en París. Estudié en el Liceo de Louis Le Grand. Allí me familiaricé con sus obras.

– Es un hombre peligroso -sentenció Polichinela.

– Tienes razón -dijo Pantalone-. Un hombre ingenioso, aunque yo sea poco amigo de usar los textos de los autores. Pero su ingenio es responsable de la difusión de muchas de las nuevas ideas subversivas. Creo que esa clase de escritores deberían prohibirse.

– Seguramente el señor de La Tour d'Azyr piensa lo mismo -dijo André-Louis apurando su vaso, lleno del vino peleón de los cómicos.

De no haber recordado Binet gracias a quién estaban allí acampados, y que ya había transcurrido media hora desde la visita de los soldados, ese comentario hubiera dado lugar a una discusión. Con una agilidad sorprendente en alguien tan corpulento, Pantalone se puso en pie de un salto y empezó a dar órdenes, como un mariscal en el campo de batalla.

– ¡Hala, muchachos! No podemos estar aquí todo el santo día tragando y tragando. El tiempo vuela y aún queda mucho por hacer si queremos entrar en Guichen al mediodía. ¡A vestirse! Hay que desmontar el campamento en menos de veinte minutos. ¡Vamos, señoras! A ver si os ponéis lo más guapas posible. Todos los ojos de Guichen estarán sobre vosotras, y de la primera impresión que causéis dependerán los aplausos.

¡Vamos, vamos!

Todos le obedecieron sin rechistar. Al instante, toda la vajilla y lo que sobró de la comida fue a parar a cestas y cajas. Enseguida el terreno quedó despejado, y las tres damas, instaladas en el carruaje. Los hombres ya subían a la casa con ruedas cuando Binet se dirigió a André-Louis:

– Ahora tenemos que irnos -dijo con cierto dramatismo-. Quedamos para siempre vuestros amigos y deudores.

Y le estrechó la mano a André-Louis cuyas ideas, en el último momento, se habían reorganizado rápidamente. Recordando la seguridad que contra sus perseguidores había encontrado entre los miembros de la compañía de la legua, pensó que en ningún otro sitio podría estar mejor oculto, hasta que dejaran de buscarlo.

– Caballero -dijo-, vuestro deudor soy yo. No todos los días se tiene la dicha de comer en tan ilustre compañía.

Sospechando alguna ironía, los ojillos de Binet escudriñaron al joven. Pero en su cara sólo encontró candor y buena fe.

– Me quedo aquí a regañadientes -siguió diciendo André-Louis-. Sobre todo porque no veo motivos para que nos separemos.

– ¿Cómo? -dijo Binet frunciendo el ceño y retirando la mano que André-Louis retenía entre las suyas más tiempo del debido.

– Puede que haya reparado en el hecho de que soy una persona en busca de aventuras -explicó André-Louis-. Y en este momento no tengo rumbo fijo. Por eso no es extraño que lo que he podido observar, tanto en usted como en su distinguida compañía, me haya inspirado el deseo de seguirlos tratando. Usted ha dicho que necesitaban a alguien para sustituir a vuestro Fígaro, creo que se llamaba Félicien. No tome a mal mi sugerencia, pero creo que podría desempeñar esas tareas tan diversas como ingratas…