– Usted siempre con su peculiar ironía, amigo mío. Si no fuera por eso, podríamos discutir su proposición -dijo Binet entornando sus pequeños ojos.
– Podemos discutirla, desde luego. Si me acepta, tendrá que aceptarme tal como soy. En cuanto a mi sentido del humor, que según parece le causa recelo, podría convertirse en una cualidad muy rentable.
– ¿Cómo?
– De varias formas. Por ejemplo, podría enseñar a Léandre a cortejar a una dama.
Pantalone prorrumpió en una ruidosa e interminable carcajada.
– Por lo que se ve, tiene usted mucha confianza en su capacidad de enseñar. La modestia no es su fuerte. -La modestia no es la cualidad principal en un actor. -¿Se siente capaz de actuar?
– Creo que sí, en ocasiones -dijo André-Louis evocando su actuación en Rennes y en Nantes, donde gracias a su capacidad histriónica había llegado al corazón de las masas. El señor Binet se quedó pensando un rato.
– ¿Qué sabe de teatro? -preguntó.
– Todo lo que hay que saber- dijo André-Louis.
– ¿No os dije que la modestia no es vuestro fuerte?
– Juzgue usted mismo. Conozco las obras de Beaumarchais, Eglantine, Mercier, Chenier y otros muchos de nuestros contemporáneos. Y por supuesto, he leído a Moliere, a Racine, a Corneille, amén de otros grandes escritores franceses. Entre los autores extranjeros, estoy familiarizado con las obras de Gozzi, Goldoni, Guarini, Bibbiena, Maquiavelo, Secchi, Tasso, Ariosto y Fedini. De los clásicos de la antigüedad, conozco toda la obra de Eurípides, Aristófanes, Terencio, Plauto… -¡Basta! -rugió Pantalone.
– Pero si esto es sólo el principio de mi lista -dijo André-Louis.
– Puede guardar el resto para otro día. Por todos los santos del cielo, ¿qué le ha llevado a leer a tantos autores dramáticos?
– Aunque soy una persona humilde, estudio a la Humani dad, y hace algunos años descubrí que el hombre está íntimamente retratado en las obras de teatro.
– Es un descubrimiento original y profundo -dijo Pantalone muy serio-. A mí nunca se me hubiera ocurrido. Sin embargo, es cierto. Es una verdad que dignifica nuestro arte. Para mí está claro que usted es un hombre de talento. Lo supe desde el primer momento. Puedo leer en el alma de un hombre, y lo supe desde que dijo: «Buenos días». Y ahora, dígame una cosa: ¿cree que podría ayudarme a redactar un argumento? Mi cabeza, atareada con los mil detalles de la organización, no siempre está despejada para ese tipo de trabajo. ¿Cree que podría ayudarme en eso?
– Estoy seguro.
– Claro que sí. Yo también estaba seguro. Los otros trabajos de Félicien los aprenderá en un periquete. Bien, bien, si así lo desea, puede venir con nosotros. Supongo que querrá que fije un salario…
– Es lo habitual -dijo André-Louis.
– ¿Qué le parece diez libras al mes?
– Me parece que no es precisamente un Potosí.
– Puedo llegar hasta quince -dijo Binet de mala gana-. Los tiempos que corren son malos.
– Yo haré que sean mejores para usted.
– No lo pongo en duda. Entonces, ¿estamos de acuerdo?
– De acuerdo -dijo André-Louis. Y así entró al servicio de Tespis.
CAPÍTULO III La musa cómica
La entrada de los cómicos de la legua en el pueblo de Guichen no fue tan triunfal como deseaba Binet, pero sí lo bastante solemne como para dejar boquiabiertos a aquellos aldeanos que veían en aquellas fantásticas criaturas a seres venidos de otro mundo. En primer lugar iba la silla de posta, traqueteando y rechinando, tirada por dos caballos flamencos. La guiaba el obeso y macizo Pantalone con un traje escarlata y una enorme nariz de cartón. Detrás, en la caja del coche, iba sentado Pierrot, con un camisón blanco cuyas mangas eran tan largas que le colgaban, unos anchos calzones del mismo color y tocado con una especie de solideo negro. Tenía la cara enharinada y soplaba una estridente trompeta.
Sobre el techo del coche, iban juntos Polichinela, Scaramouche, Arlequín y Pasquariel. Polichinela vestía de blanco y negro; con su jubón a la moda del siglo anterior, tenía sendas jorobas, una por delante y otra por detrás; además de una blanca gorguera y un antifaz negro. Iba de pie, haciendo equilibrios para sostenerse en medio del vaivén del carruaje, y tocando un tambor. Los otros tres estaban sentados en el techo, con las piernas colgando hacia fuera. Scaramouche, todo vestido de negro a la usanza española del siglo XVII, lucía grandes mostachos y rasgueaba una guitarra desafinada. Arlequín, con un remendado traje de cuadros con los colores del arco iris, llevaba una espada de madera, una mascarilla negra, y entrechocaba unos platillos. Pasquariel, disfrazado de boticario, con gorro puntiagudo y delantal blanco, hacía reír a los curiosos accionando una enorme jeringa de hojalata que emitía un doloroso chirrido.
Asomadas a las ventanillas de la silla de posta, e intercambiando frases con la gente, iban las tres mujeres de la compañía. Climéne, la dama enamorada, bellamente ataviada de satén floreado, ocultaba sus rizos naturales bajo una peluca en forma de calabaza que le daba aspecto de dama a los ojos de la chusma. Madame, en su papel de madre de la joven enamorada, vestía con un esplendor tan exagerado que era ridículo. Su peinado era una monstruosa estructura adornada con flores y plumas de avestruz. Colombina estaba sentada frente a ellas, de espalda a los caballos, en actitud de falsa modestia, con su gorro de blanca muselina y su vestido a rayas verdes y azules.
Lo increíble era que aquella vieja silla de posta, que en sus buenos tiempos había servido de coche a alguna dignidad eclesiástica, no se desfondara y se limitara a chirriar bajo aquella carga excesiva e irreverente.
Detrás venía la casa con ruedas conducida por el delgado Rhodomont, con la cara embadurnada de rojo y un enorme bigote que le daba un aire aún más terrible. Llevaba botas altas y ceñidas, tahalí de cuero, un sombrero de fieltro de ala ancha con pluma, y a medida que avanzaba, alzaba la voz amenazando y maldiciendo. En el techo del carro, estaba sentado el galán solitario. Léandre vestía traje de satén azul, con gorguera de encaje, espada pequeña, el cabello empolvado, lunares postizos, impertinentes y zapatos de tacón rojo. Encarnaba al perfecto cortesano, y las mujeres de Guichen se lo comían con los ojos. Él consideraba natural todo aquello, y devolvía sus miradas con coquetería. Al igual que Climéne, parecía estar aparte del resto de los miembros de la compañía.
Al final venía André-Louis, conduciendo los dos asnos que arrastraban el carro cargado con la utilería. Había insistido en ponerse una máscara con larga nariz postiza para hacerse el gracioso, pero en realidad era para disfrazar su verdadera identidad. Como no llevaba ningún disfraz, nadie le prestaba atención a aquel hombre que caminaba junto a los asnos, pues lo consideraban un ser del todo insignificante, de lo cual él se alegraba en el alma.
Así le dieron la vuelta a la ciudad, cuya animación ya empezaba a notarse, viéndose aquí y allí los preparativos para la feria de la semana siguiente. De vez en cuando la cabalgata se detenía, cesaban los trompetazos y el redoble del tambor, y Polichinela pregonaba a voz en cuello que a las cinco en punto de aquella tarde, en la plaza del viejo mercado, la famosa compañía de improvisadores del señor Binet estrenaría una comedia en cuatro actos titulada El padre cruel.
Así llegaron frente al ayuntamiento, que dominaba el mercado abierto a los cuatro vientos a través de sus soportales abovedados donde se habían colocado gradas para el público. Desde la plaza, los picaros y los rácanos reacios a pagar la entrada podrían ver fugazmente algunos momentos de la obra.