Poco acostumbrado al trabajo manual, para André-Louis aquella fue la tarde más activa de su vida. Levantaron el tablado en un extremo del mercado, y él comenzó a comprender cuan duro era ganarse quince libras mensuales. Al principio fueron cuatro dedicados a esa tarea, más bien tres, pues Pantalone sólo impartía órdenes. Despojados de sus galas, Rhodomont y Pierrot ayudaban a André-Louis en la carpintería. Mientras tanto, los otros cuatro comían en compañía de las señoras. Media hora después, cuando llegaron los que estaban comiendo para relevarlos, André-Louis y sus compañeros fueron a comer, dejando a Polichinela al frente del trabajo.
Cruzaron la plaza en dirección a la pequeña posada donde se habían alojado. En el estrecho pasillo, André-Louis coincidió con Climéne, que ya se había quitado su aristocrático vestido, mostrándose ahora en apariencia normal.
– ¿Le gusta este trabajo? -le preguntó ella.
– Tiene sus compensaciones -dijo él medio en broma y medio en serio, sin que pudiera saberse qué pensaba a ciencia cierta.
– ¿Nada más empezar ya necesita compensaciones?
– De hecho las necesité desde el principio -replicó él-. Y como las intuí, me sentí atraído.
Estaban absolutamente solos, pues los demás ya estaban en otra habitación comiendo.
André-Louis, que conocía mejor a los hombres que a las mujeres, no comprendió que la femineidad de la joven, sutil e imperceptiblemente, se le ofrecía.
– ¿Cuáles son esas compensaciones? -preguntó ella con afectado candor. Casi al borde del precipicio, André-Louis dijo abruptamente:
– Quince libras al mes.
Por un momento ella le miró intrigada. Aquel hombre era desconcertante. Pero enseguida recobró su presencia de ánimo.
– Y además -dijo ella-, también hay cama y comida. No olvide esto último, pues ya su comida debe de estarse enfriando.
¿No viene?
– ¿No ha comido aún? -preguntó él.
– No -replicó ella con un movimiento de su cabeza-. Estaba esperando…
– ¿A quién? -preguntó él inocentemente esperanzado.
– A cambiarme de vestido, tonto -respondió ella bruscamente.
Habiéndole arrastrado hasta el tajo, como ella creía, ahora podría degollarle. Pero André-Louis no tenía pelos en la lengua.
– Y, por lo visto, dejó los modales colgados en la percha junto con su vestido de gran dama, señorita.
El rostro de la joven enrojeció.
– Es usted un insolente -se quejó.
– Eso me han dicho varias veces. Pero no lo creo. Primero las damas -dijo abriendo la puerta para cederle el paso, y se inclinó, con una gracia que la confundió, aunque no era más que una copia del garbo de Fleury, de la Comedia Francesa, tan admirado por André-Louis cuando estudiaba en el Liceo Louis Le Grand.
– Muchas gracias, señor -contestó ella en tono de desdén.
Mientras comían, Climéne no volvió a dirigirle la palabra. En cambio, se dedicó con inusual amabilidad al anhelante Léandre, aquel pobre diablo que en la escena no lograba actuar como su enamorado porque en la vida real sí lo estaba.
André-Louis devoró sus arenques y su pan moreno. Era una comida humilde, pero en aquel invierno de escasez, era lo único a que podían aspirar los pobres, y como los negocios de la compañía no iban nada bien, André-Louis estaba obligado a aceptar filosóficamente los sinsabores de la situación.
– Supongo que tiene usted un nombre -le dijo Binet en el transcurso de la comida y durante una pausa de la conversación.
– Claro que sí, creo que me llamo Parvissimus.
– ¿Parvissimus? ¿Acaso es un apellido? -preguntó Binet.
– En una compañía donde sólo el jefe goza del privilegio de tener un apellido, no sería correcto que lo imitara quien no es más que el último mono. Por eso tomo el nombre que mejor me cuadra y creo que es Parvissimus, lo más pequeño.
A Binet le divertía aquello. Era curioso que aquel advenedizo tuviera tanta imaginación.
– ¡Oh, estoy seguro de que podremos trabajar juntos en los argumentos!
– Lo preferiría a hacer de carpintero -confesó André-Louis.
A pesar de todo, aquella tarde tuvo que volver a su tarea, y trabajar sin parar un momento hasta las cuatro, hora en que el exigente Binet dio por terminados los preparativos y le ordenó a André-Louis que dispusiera la iluminación, que en parte eran velas de sebo, y en parte, lámparas en las que ardía aceite de pescado.
A las cinco en punto de la tarde sonaron los tres golpes de bastón y se levantó el telón, dando inicio a la obra titulada El padre cruel.
Entre las funciones que André-Louis heredó del desaparecido Félicien, estaba la de portero, para lo cual tenía que disfrazarse de Polichinela con una larga nariz de cartón. Así lo acordaron de buen grado, pues de este modo el señor Binet estaba más seguro de que el recién reclutado no se largaría con los ingresos, y, al mismo tiempo, André-Louis -que no era ajeno a la desconfianza de Pantalone- evitaba que nadie lo reconociera en Guichen.
La puesta en escena resultó floja en todos los sentidos; el auditorio fue escaso y poco entusiasta. En los primeros bancos del mercado apenas había unas veintisiete personas; once de las cuales habían pagado veinte perras chicas por cabeza, y doce las otras diecisiete. En los bancos del fondo, había otras treinta personas a seis perras chicas por cabeza. En total se recaudaron dos luises, diez libras y dos perras chicas. Cuando el domingo el señor Binet hubiera pagado el alquiler del mercado, la luz y los gastos de la posada, no quedaría gran cosa para pagarles a los actores. Así que no era extraño que el buen humor del señor Binet se hubiera amargado aquella noche.
– ¿Qué le pareció? -le preguntó a André-Louis cuando terminó la función.
– Podía haber sido peor, pero es difícil imaginarlo. Sorprendido, el señor Binet lo miró:
– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Es usted franco!
– Una impopular virtud entre los necios, ¿no cree?
– Pero yo no soy necio -dijo Binet.
– Por eso soy franco con usted. Lo hago en honor a la inteligencia que supongo en usted.
– ¿Seguro? -preguntó Binet-. ¿Y quién diablos es usted para suponer nada? Sus suposiciones son presuntuosas, señor.
Y dicho esto, se sumió en el más profundo silencio, entregándose a calcular mentalmente sus escasas ganancias.
Pero en la mesa, media hora después, reanudó el tema.
– Nuestra última adquisición, el excelente señor Parvissimus -anunció-, ha tenido el descaro de decirme que nuestra comedia hubiera podido ser peor, pero que difícilmente alguien pudiera imaginar algo así.
Y diciendo esto hinchó sus carrillos invitando a los demás a reírse de la necedad del crítico.
– Es muy malo -dijo irónicamente Polichinela, quien se mostraba tan serio como Rhodomont-. Pero es mucho peor que el público haya tenido la desfachatez de pensar lo mismo que él.
– Son una partida de ignorantes y maleducados -dijo Léandre sacudiendo desdeñosamente su bella cabeza.
– Te equivocas -dijo Arlequín-. Has nacido para el amor, querido amigo, pero no para la crítica.
Léandre que, como sabemos, era escaso de entendederas, miró despreciativamente a su interlocutor y le preguntó:
– Y tú ¿para qué has nacido?
– Nadie lo sabe -admitió con candidez-. Ni tampoco se sabe por qué nací. Tal es el caso de muchos de nosotros, querido amigo, puedes creerme.
– Pero ¿por qué dices que Léandre se equivoca? -preguntó Binet frustrando el principio de una bonita discusión.
– Porque, por regla general, siempre se equivoca. Y también porque considero al público de Guichen demasiado refinado para apreciar El padre cruel.
– Sería más exacto decir -intervino André-Louis, que era el verdadero causante del debate- que El padre cruel es demasiado poco refinado para el público de Guichen.
– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Léandre.