– Ninguna. Simplemente he sugerido que es una manera más feliz de decir lo mismo.
– Nuestro amigo es muy sutil -se burló Binet.
– ¿Y por qué es un manera más feliz? -preguntó Arlequín.
– Porque es más fácil acercar El padre cruel al refinamiento del público de Guichen que aproximar al público de Guichen al poco refinamiento de El padre cruel.
– A ver, a ver, dejadme pensar -gimió Polichinela llevándose las manos a la cabeza.
Pero desde la otra punta de la mesa, sentada entre Colombina y Madame, Climéne se dirigió a André-Louis:
– Le gustaría modificar la comedia, ¿no es verdad, señor Parvissimus?
– Yo lo aconsejaría -dijo él inclinando la cabeza.
– ¿Y cómo lo haría?
– ¿Yo?, pues mejorándola.
– ¡Por supuesto! -ironizó ella-. ¿Pero cómo?
– Sí, eso, que nos diga cómo lo haría -rugió Binet, añadiendo-: Silencio, damas y caballeros, que va a hablar el señor Parvissimus.
André-Louis miró primero al padre, luego a la hija y sonrió:
– ¡Dios mío! -exclamó-. Estoy entre la espada y la pared. Si escapo con vida de ésta, puedo considerarme afortunado. Pero ya que insistís, os diré lo que haría. Volvería a leer el texto original de la obra, y lo escribiría de nuevo más libremente.
– ¿El original? ¿Qué original? -preguntó Binet, que supuestamente era el autor de la obra.
– Pues el original, que creo que se titula El señor de Pourceaugnac y que escribió Moliere.
Alguien rió disimuladamente, pero no fue el señor Binet. Su orgullo estaba herido, y en sus ojos apareció algo muy distinto a su habitual bondad.
– ¿Me está acusando de plagiario? -dijo finalmente-. ¿Cree que le robo las ideas a Moliere?
– Siempre existe -dijo André-Louis imperturbable- la posibilidad de que dos grandes artistas coincidan en su trabajo.
El señor Binet estudió al joven atentamente. Le halló impenetrable y decidió arremeter de nuevo.
– Entonces ¿no ha querido decir que yo he plagiado a Moliere?
– Lo que he querido decir es que lo haga -fue la desconcertante réplica de André-Louis.
El señor Binet se quedó pasmado.
– ¡Me aconseja el plagio! ¡Me aconseja a mí, Antoine Binet, que a mis años me vuelva un ladrón!
– ¡Es un ultraje! -clamó indignada la damisela.
– ¡Un ultraje! ¡Ésa es la palabra! Te agradezco que la hayas dicho, querida hija. O sea, señor mío, que confío en usted, le siento a mi mesa, disfruta el honor de entrar en mi compañía, y encima tiene el atrevimiento de aconsejarme que me convierta en un ladrón, que perpetre el peor robo que puede concebirse, el robo de las cosas espirituales, el robo de las ideas. Esto es intolerable. Temo haberme equivocado profundamente acerca de usted, del mismo modo que usted parece haberse equivocado conmigo. No soy un bribón, como usted supone, y no quiero en mi compañía a un hombre que se atreve a aconsejarme que lo sea. ¡Es un ultraje!
Estaba colérico. Su voz retumbaba en la pequeña habitación y todos estaban amedrentados, con los ojos clavados en André-Louis, que era el único absolutamente tranquilo en medio de aquel huracán de virtuosa indignación.
– ¿Se da cuenta, señor -dijo André-Louis con toda su santa calma- de que está insultando la memoria de un ilustre muerto?
– ¿Eh? -exclamó Binet. André-Louis argumentó:
– Está insultando la memoria de Moliere, la gloria de nuestro teatro, y una de las más grandes de nuestro país, cuando sugiere que haya vileza en intentar lo que ni él ni ningún otro gran autor vacilaron en hacer. Está en un error si supone que Moliere se preocupó en ser original en materia de ideas. Está en un error si cree que las historias que nos relata en sus obras nunca antes habían sido relatadas. Como supongo que sabe, aunque parece que lo ha olvidado momentáneamente y por eso tengo que recordárselo, la mayoría de sus temas salieron de las obras de autores italianos, quienes a su vez los sacaron de sabe Dios dónde. Moliere tomó esas viejas historias y las volvió a contar adaptándolas a su lenguaje. Y esto es, precisamente, lo que le he aconsejado que haga. Su compañía es una compañía de improvisadores. Ustedes hilvanan el diálogo mientras actúan, lo cual es mucho más de lo que se propuso Moliere. Puede, si lo prefiere, aunque me parece que sería ceder a un exceso de escrúpulo, ir directamente a Boccaccio o a Sacchetti. Pero ni siquiera entonces podría estar seguro de haber llegado a las fuentes originales.
Después de esta explicación, André-Louis quedaba airoso. Era un gran polemista, capaz de hacer que lo negro pareciera blanco, y viceversa. La compañía quedó impresionada, sobre todo Binet, quien en lo sucesivo disponía de un argumento demoledor contra aquellos que en el futuro pudieran acusarle de plagiario, lo cual -dicho sea de paso- era en verdad. Disimuladamente, bajó la guardia y adoptó un tono más conciliador:
– ¿Cree entonces -dijo tras la larga ovación que todos dedicaron a André-Louis- que nuestra comedia El padre cruel podría enriquecerse con una relectura de El señor de Pourceaugnac, obra que, tras pensarlo mejor, efectivamente presenta algunas similitudes superficiales con la mía?
– Eso pienso, siempre y cuando lo haga con prudencia. Las cosas han cambiado de Moliere acá.
De resultas, el señor Binet se retiró temprano, llevándose consigo a André-Louis. Toda la noche permanecieron juntos, y el domingo por la mañana volvieron a reunirse.
Después de comer, Binet leyó ante la compañía reunida la nueva versión de El padre cruel, corregida y aumentada bajo la supervisión de Parvissimus. Nadie dudaba acerca de quién era el verdadero autor de aquel nuevo argumento. El lenguaje, la garra que tenía la historia, hacía que aquellos que conocían la obra de Moliere enseguida captaran que, lejos de aproximarse al original, el nuevo argumento se alejaba de él. El protagonista de Moliere, cuyo nombre daba título a la obra, había devenido un papel insignificante, para gran disgusto de Polichinela, que era quien lo encarnaba. Pero los otros personajes habían crecido en importancia, salvo el de Léandre, que seguía siendo igual que antes. Dos grandes papeles eran ahora el de Scaramouche, que interpretaba a Sbrigandini, y el de Pantalone, que hacía de padre. Había también un papel cómico para Rhodomont, quien personificaba al matón contratado por Polichinela para aniquilar a Léandre. Y en vista de la importancia que ahora tenía Scaramouche, la obra fue rebautizada con el título de Fígaro Scaramouche. Lo cual no se consiguió sin una tenaz oposición por parte del señor Binet. Pero su inexorable colaborador, que en realidad era el autor de la nueva versión, al fin logró convencerlo.
– Tenemos que estar a tono con nuestro tiempo, señor. Beaumarchais está arrasando en París. Su Fígaro es conocido hoy en todo el mundo. Tomemos un poco de su gloria. Eso atraerá a la gente. Todos preferirán ver un Fígaro a medias antes que ver una docena de Padres crueles. En consecuencia, echemos la capa de Fígaro sobre algún personaje, y proclamemos esto en nuestro nuevo título.
– Pero… yo estoy a la cabeza de la compañía -empezó a decir Binet sin mucha convicción.
– Si es tan ciego a sus intereses, pronto será una cabeza sin cuerpo. ¿Y de qué le serviría eso? ¿Acaso pueden los hombros de Pantalone lucir la capa de Fígaro? Veo que ríe, porque la idea le resulta absurda. El personaje más indicado para lucir la capa de Fígaro es Scaramouche, su hermano gemelo por naturaleza.
Así tiranizado, el tirano Binet cedió, consolado por la reflexión de que si no entendía una palabra de teatro, por lo menos había adquirido por quince libras al mes algo que le haría sanar después muchos luises.
El entusiasmo con que la compañía acogió el nuevo argumento le dio la razón. La excepción fue Polichinela, pues con las transformaciones había perdido protagonismo, y declaró que la nueva versión era una fatuidad.