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– ¡Ah! ¿Te atreves a decir que mi obra es fatua? -le preguntó Binet.

– ¿Tu obra? -dijo Polichinela sacándole la lengua-. Perdón. No me había dado cuenta de que eras el autor.

– Pues ya va siendo hora de que te enteres.

– Me parece que como autor estás demasiado unido al joven Parvissimus -insinuó Polichinela descaradamente.

– Y si así fuera, ¿qué? ¿Qué quieres dar a entender con eso?

– ¡Oh, nada, supongo que lo tienes cerca para que te corte bien las plumas!

– A ti sí que te cortaré las orejas si no te muestras un poco más respetuoso -dijo el enfurecido Binet.

Polichinela se levantó lentamente.

– ¡Por Dios! -dijo-. Si Pantalone quiere hacer el papel de Rhodomont, lo mejor será que me vaya. No resulta nada divertido interpretando a ese personaje.

Y así, fanfarroneando, se fue antes de que el señor Binet, mudo de rabia, pudiera recobrar el habla.

CAPÍTULO IV Sale el señor Parvissimus

A las cuatro de la tarde del lunes, se levantó el telón para estrenar la obra Fígaro Scaramouche ante un auditorio que llenaba las tres cuartas partes de la plaza del mercado. El señor Binet atribuyó el éxito a la afluencia de gente que había llegado para la feria de Guichen y al magnífico desfile que su compañía había hecho por las calles del pueblo a la hora en que estaban más concurridas. André-Louis, en cambio, lo atribuyó al título de la obra. Fue el nombre de Fígaro el que atrajo a lo más escogido de la burguesía, que llenaba más de la mitad de las localidades de veinte perras chicas y tres cuartas partes de los asientos de doce. El anzuelo había funcionado. Que continuara o no haciéndolo, dependía del modo en que el argumento concebido por él fuera interpretado por la Compañía Binet. Del mérito de su argumento no tenía duda. Los autores cuyos elementos había conjugado, estaban entre los mejores, de modo que en honor a la verdad el éxito les correspondía a ellos.

La compañía estuvo a la altura del desafío. El público siguió con gusto las intrigas de Scaramouche, se deleitó con la belleza y lozanía de Climéne, se conmovió hasta llorar ante el duro destino que, durante cuatro largos actos, la mantuvo alejada de los amantes brazos del bello Léandre, chilló de placer ante la ignominia de Pantalone, y se rió de las bufonadas de Arlequín y de la cobardía de Rhodomont.

El éxito de la Compañía Binet en Guichen estaba garantizado. Aquella noche los actores bebieron vino de Borgoña a expensas del director. La recaudación llegó a la suma de ocho luises, es decir, el mejor negocio que Binet había hecho en toda su carrera, y estaba tan satisfecho que no cabía en sí. Incluso llegó a admitir que parte del éxito se debía al señor Parvissimus.

– Sus indicaciones -dijo definiendo exactamente su participación en la obra- me fueron de gran ayuda, como advertí desde el primer momento.

– Y también su pericia cortando las plumas -gruñó Polichinela-. No olvide eso. Es muy importante tener al lado un hombre que sepa cortar bien las plumas, y lo tendré en cuenta cuando decida meterme a autor.

Pero ni siquiera esta burla pudo malograr la alegría del señor Binet.

El martes se repitió el éxito artístico y aumentó el económico. Diez luises y siete libras fue la enorme suma que después de la función André-Louis, el portero, le entregó a Binet, quien nunca había visto tanto dinero junto. Y menos en una miserable aldea como Guichen, que sin duda era el último lugar del mundo donde hubiera podido esperarse semejante caudal.

– ¡Ah, es que hay feria en Guichen! -le dijo André-Louis-. Hay aquí gente de Nantes y de Rennes que viene a comprar y a vender. Mañana, último día de la feria, el público será más numeroso aún. Los ingresos aumentarán.

– ¿Aumentarán? Me conformaría con que siguieran como hasta ahora, amigo mío.

– De eso puede estar seguro -afirmó André-Louis-. ¿Bebemos otra copa de Borgoña?

Y entonces ocurrió la tragedia. Se anunció con una sucesión de golpes y trastazos que culminaron en un estrépito al otro lado de la puerta que hizo que todos se pusieran en pie alarmados.

De un salto, Pierrot corrió a abrir la puerta, y vio en el suelo, al pie de la escalera, a un hombre tendido boca abajo. Se quejaba, por tanto, aún vivía. Pierrot se acercó para darle la vuelta al cuerpo y descubrió que era Scaramouche, haciendo muecas y quejándose amargamente.

Todos los comediantes apretujados detrás de Pierrot se echaron a reír.

– Siempre te dije que cambiaras tu personaje por el mío -gritó Arlequín dirigiéndose al caído-. Eres excelente cayéndote. ¿Cuántas veces lo has ensayado?

– ¡Desalmado! -gritó Scaramouche-. He estado a punto de descalabrarme, ¿y aún te ríes de mí?

– Es verdad. Deberíamos llorar porque no te has descalabrado del todo. Levántate -contestó Arlequín tendiéndole una mano.

Scaramouche cogió aquella mano, aferrándose a ella para incorporarse, pero lanzó otro grito y volvió a desplomarse.

– ¡Mi pie, mi pie! -se quejó.

Asustado, Binet se abrió paso a través del grupo de actores. No era la primera vez que el destino le jugaba una mala pasada de ese tipo. A eso se debía su aprensión.

– ¿Qué te pasa en el pie?

– Creo que me lo he roto -contestó Scaramouche.

– ¿Roto? ¡Bah! Levántate ahora mismo -dijo cogiéndolo para ponerlo en pie.

Scaramouche se incorporó sobre un solo pie dando alaridos, y cuando quiso apoyar el otro, se le dobló y hubiera vuelto a caerse de no ser porque Binet lo sostenía. El salón se llenó con los aullidos del accidentado mientras Binet echaba por la boca sapos y culebras.

– ¿Tienes que balar como un ternero, estúpido? Estáte quieto. Pronto, traed una silla.

Llegó la silla y Scaramouche se derrumbó en ella.

– Déjame echarle un vistazo a ese pie.

Sin hacer caso de sus gritos, Binet le quitó el zapato y la media.

– ¿Qué tiene este pie? -preguntó examinándolo minuciosamente-. Nada que yo pueda ver.

Volvió a cogerlo, sosteniendo el talón en una mano y la punta del pie en la otra, y entonces le dio una vuelta al tobillo. Scaramouche chilló de agonía hasta que Climéne detuvo la maniobra de su padre agarrándolo por el brazo.

– ¡Dios mío! ¿Es que no tienes sentimientos? -le reprochó a su padre- Se ha hecho daño en el pie. ¿Por qué le torturas? ¿Crees que así lo vas a curar?

– Es que no veo nada en ese pie, nada que justifique esos gritos. Tal vez sólo se lo ha rozado…

– Si sólo se lo hubiera rozado no gritaría tanto -dijo Madame, asomándose por el hombro de Climéne-. Tal vez se ha dislocado el tobillo.

– Eso me temo -gimió Scaramouche.

Binet se apartó muy disgustado.

– Llevadlo a la cama -dijo- y que venga a verlo un médico.

Así lo hicieron. Después de ver al enfermo, el médico informó que no era nada grave, que evidentemente al caerse se había torcido un poco el pie, y que bastarían unos días de reposo para que se recuperara.

– ¡Unos días! -gritó Binet-. ¡Rediós! ¿Significa eso que no puede caminar?

– Es imposible, lo más que podría hacer sería dar un par de pasos.

El señor Binet le pagó al médico y se sentó a reflexionar. Bebió un vaso de Borgoña de un solo trago y se quedó sentado mirando fijamente el vaso vacío.

– ¿Por qué tendrán que pasarme siempre estas cosas? -masculló sin dirigirse a nadie en particular. Los miembros de su compañía le miraban en silencio compartiendo su consternación-. Tenía que haber previsto que algo así iba a sucederme desde el momento en que la suerte empezaba a sonreírme en muchos años. Ahora todo ha acabado. Mañana nos vamos. ¡El mejor día de la feria, en la cumbre del éxito, con cerca de quince luises al alcance de la mano! ¡Oh, Dios mío!