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Philippe permaneció un momento pensativo; después volvió al ataque:

– Pero tú no hablas de los abusos, de los horribles e intolerables abusos del poder gobernante que hoy nos tiranizan.

– Donde haya poder, siempre habrá abusos.

– No si la posesión del poder depende de una administración justa.

– La posesión del poder es el poder mismo. No podemos dictar nuestro deseo a quienes lo sustentan.

– El pueblo sí podrá. Cuando tenga el poder.

– Otra vez te pregunto: al hablar del pueblo, ¿te refieres al populacho? ¡Claro! ¿Y qué poder puede ejercer el populacho? Puede gobernar salvajemente. Puede matar e incendiar por un tiempo. Pero no puede ejercer un gobierno duradero, porque el poder exige unas cualidades que el populacho no tiene, y si las posee deja de ser populacho. El inevitable y trágico corolario de la civilización es el populacho. Por lo demás, los abusos pueden corregirse, sí, con la equidad, pero la equidad, si no se encuentra en algunos privilegiados de la inteligencia, no se puede encontrar en ninguna parte. El señor Necker está empeñado en corregir abusos y limitar privilegios. Eso está claro. Para ello se ha de reunir a la Asamblea General.

– Y gracias al cielo, en Bretaña hemos comenzado ya de un modo prometedor -exclamó Philippe.

– ¡Bah! Eso no es nada. Los nobles no cederán sin luchar. Una lucha fútil y ridícula si quieres, pero supongo que también la futilidad y la ridiculez son atributos de la naturaleza humana.

Philippe de Vilmorin sonrió con sarcasmo:

– Probablemente también calificarás la muerte de Mabey de fútil y ridícula, ¿no? No me sorprendería oírte argumentar, en defensa del marqués de La Tour d'Azyr, que su guardabosque fue muy piadoso al matar a Mabey, puesto que la alternativa era que éste hubiese sido condenado a galeras de por vida.

André-Louis acabó de beber el resto de su chocolate, dejó la taza en la mesa y echó su silla hacia atrás:

– Confieso que no participo de tu misericordia, mi querido Philippe. Me conmueve la muerte de Mabey. Pero, una vez dominada la impresión que la noticia me causó, no puedo olvidar que, después de todo, Mabey estaba robando cuando lo mataron.

La indignación de Vilmorin estalló:

– ¡Ése es el punto de vista que cabe esperar del asistente fiscal de un noble, del representante de un noble en los Estados de Bretaña!

– Philippe, no eres justo. ¿Por qué te enfadas conmigo? -gritó André-Louis conmovido.

– Me ofenden tus palabras -confesó Vilmorin-. Estoy profundamente ofendido por tu actitud. Y no soy el único que está resentido por tus tendencias reaccionarias. ¿Sabías que el Casino Literario está considerando seriamente tu expulsión? André-Louis se encogió de hombros: -Eso ni me sorprende ni me preocupa. Vilmorin continuó apasionadamente:

– A veces pienso que no tienes corazón. Siempre hablas en nombre de la Ley, nunca en el de la Justicia. Creo que me equivoqué al venir a verte. No es posible que me ayudes en mi entrevista con el señor de Kercadiou.

Philippe cogió su sombrero con la clara intención de marcharse. André-Louis se puso en pie de un salto y retuvo a su amigo por un brazo:

– Te juro -le dijo- que ésta es la última vez que hablaré contigo de leyes o de política. Te quiero demasiado para enfadarme contigo por los asuntos de los demás.

– Es que yo hago míos esos asuntos -insistió Philippe con vehemencia.

– Por supuesto… y por eso te quiero. Está muy bien que seas así. Vas a ser sacerdote y los asuntos de los demás son también los del sacerdote. Yo, en cambio, soy un hombre de leyes, el representante de un noble, como has dicho, y en las cuestiones legales lo único que importa es el cliente. Ésa es la diferencia entre nosotros dos. Sin embargo, no lograrás librarte de mí.

– Pero te digo francamente que prefiero que no vengas conmigo a ver al señor de Kercadiou. Tu deber para con tu cliente te impide ayudarme.

El enojo de Philippe había pasado, pero su determinación, basada en las razones expuestas, permanecía firme.

– Muy bien -dijo André-Louis-. Será como quieres. Pero nada podrá impedirme pasear contigo hasta el castillo y esperarte mientras apelas ante el señor de Kercadiou.

Así las cosas, salieron de la casa como excelentes amigos, pues el carácter dulce de Philippe de Vilmorin no conocía el rencor. Y juntos subieron por la calle principal de Gavrillac.

CAPÍTULO II El aristócrata

La soñolienta aldea de Gavrillac, a media legua del camino principal de Rennes, permanecía al margen del ajetreo del tránsito de la carretera principal. Situada en una curva del río Meu, se extendía a los pies de la colina coronada por la casa señorial. Gavrillac no sólo pagaba tributos a su señor -parte en dinero y parte en servicios-, sino también diezmos a la iglesia e impuestos al rey, lo que la dejaba en una situación bastante precaria. Sin embargo, a pesar de todo, allí la vida no era tan dura como en otros lugares. Por ejemplo, allí no se sufría tanta crueldad como la que padecían los desdichados vasallos del poderoso señor de La Tour d'Azyr, cuyas vastas posesiones sólo estaban separadas de la aldea por las aguas del Meu.

El castillo de Gavrillac tenía un aire señorial que se debía más a estar situado en aquella elevación del terreno que a cualquier otra característica especial. Hecho de granito, como todas las casas de Gavrillac, y patinado por tres siglos de existencia, su fachada era lisa y sólo tenía dos pisos con cuatro ventanas en cada uno. Estaba flanqueado, a ambos lados, por unos torreones cuadrados. Situado al fondo de un jardín, ahora mustio, pero muy agradable en verano, y con su fachada con terraza de balaustrada de piedra, tenía el aspecto de lo que en realidad era y había sido siempre: la residencia de personas poco presuntuosas, más interesadas en la agricultura que en la aventura.

Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac -pues éste era el vago título que ostentaba, al igual que sus antepasados, aunque en verdad nadie sabía de dónde provenía-, confirmaba la impresión causada por su casa. Rudo como el granito, jamás había aspirado a pertenecer a la corte, ni siquiera había servido en el ejército del rey. Eso de representar a la familia en las altas esferas se lo dejaba a su hermano menor, Étienne. Desde joven, Quintín de Kercadiou se había interesado en los bosques y prados que rodeaban su castillo. Cazaba y cultivaba sus tierras, aparentemente no se distinguía mucho de cualquiera de sus rústicos aparceros. No hacía ostentación de su posición, como tanto le hubiera gustado a su sobrina, Aline de Kercadiou. Aline había pasado dos años en el ambiente de la corte de Versalles, junto a su tío Étienne, y, por tanto, tenía ideas muy distintas a las de su tío Quintín acerca de lo que convenía a la dignidad señorial. A pesar de que esta única hija de un tercer Kercadiou, salida del orfanato a la edad de cuatro años, había ejercido un tiránico dominio sobre el señor de Gavrillac, quien hacía las veces de padre y de madre, jamás logró convencerle para que renunciara a aquella vida sencilla.