André-Louis le miró.
– Tengo que ceder, por supuesto. No tengo elección.
El señor Binet soltó al fin su brazo y le dio una cariñosa palmada en la espalda.
– Bien dicho, muchacho. No lo lamentarás. Si yo sé algo de teatro, puedes estar seguro de haber tomado la gran decisión de tu vida. Mañana por la noche me lo agradecerás.
André-Louis se encogió de hombros y avanzó hacia el hotel. Binet le llamó:
– ¡Parvissimus!
André-Louis se volvió para ver cómo aquel enorme hombre le tendía la mano a la luz de la luna.
– ¿Sin rencor? Es algo que no me gusta acumular en la vida. Nos damos las manos y olvidamos todo esto.
André-Louis le contempló disgustado. Estaba a punto de estallar. Pero comprendió que sería ridículo, casi tan ridículo como astuto y vil era Pantalone. Sonrió y estrechó la mano que el otro le ofrecía.
– ¿Sin rencor? -insistió Binet.
– Sin rencor -repitió André-Louis.
CAPÍTULO V Entra Scaramouche
Vestido con el ajustado traje de otros tiempos, todo de negro desde la gorra de terciopelo hasta los zapatos, con la cara embadurnada de blanco y un bigotillo rizado; con su sable corto y una guitarra a la espalda, Scaramouche se contempló en el espejo, disponiéndose a mostrarse mordaz.
Pensó que su vida, que hasta hacía poco había sido esencialmente pacífica y contemplativa, de pronto era mucho más activa. En sólo una semana, había sido abogado, orador popular, forajido, tramoyista, carpintero, portero, y por último estaba a punto de convertirse en bufón. El miércoles de la semana anterior había despertado la cólera en el pueblo de Rennes, y este miércoles debía despertar la hilaridad en el de Guichen. Antes había arrancado lágrimas, y ahora su misión era arrancar carcajadas. A pesar de que había una diferencia, había una semejanza. En ambos casos había sido comediante, y el papel que en Rennes había interpretado se parecía en algo al que ahora tenía que representar en Guichen. Al fin y al cabo, ¿qué había sido en Rennes sino una especie de Scaramouche, un astuto intrigante que sembraba la semilla del malestar ingeniosamente? La única diferencia consistía en que ahora salía al escenario con el nombre que mejor encajaba con su talante y su carácter, mientras que la vez anterior se había disfrazado de respetable abogado de provincias.
Tras hacer una profunda reverencia ante la imagen que le devolvía el espejo, se insultó:
– ¡Bufón! Al fin has encontrado tu verdadera personalidad. Por fin estás en posesión de tu herencia. Seguramente tendrás un gran éxito.
Al oír que el señor Binet le llamaba por su nuevo nombre, bajó, y se encontró a toda la compañía aguardándole en el vestíbulo de la posada. El director le examinó con ojos inquisitoriales, y su hija, la damisela, también lo hizo mirándolo de arriba abajo.
– No está mal -dijo Binet comentando la caracterización del nuevo actor-. Al menos tiene la apariencia del personaje.
– Desgraciadamente los hombres no siempre son lo que aparentan -dijo Climéne irónicamente.
– Ésa es una verdad que a mí no me aplica -dijo André-Louis-. Porque por primera vez en mi vida, parezco lo que soy.
La señorita hizo un mohín y le dio la espalda. Pero los demás consideraron su frase muy ingeniosa, seguramente porque no la habían entendido bien. Colombina le animó con una sonrisa, y el señor Binet aseguró que André-Louis conseguiría un gran éxito, pues entraba en su papel con mucha vivacidad. Después, con voz que parecía haber pedido prestada al ruidoso capitán, el señor Binet ordenó que todos desfilaran solemnemente hasta la plaza del mercado.
El nuevo Scaramouche iba al lado de Rhodomont. El antiguo, cojeando y con muleta, había salido una hora antes para ocupar el sitio del portero ahora vacante por el cambio de funciones de André-Louis.
Con Polichinela a la cabeza, tocando su gran tambor, y Pierrot soplando la trompeta, todos pasaron entre dos hileras de galopines que gozaban de aquel espectáculo sin pagar nada.
Poco después sonaban los tres consabidos golpes de bastón, alzándose el telón para mostrar una lamentable escenografía -mezcla de jardín con bosque- donde Climéne miraba febrilmente a lo lejos, aguardando impaciente la llegada de Léandre. Entre bastidores, el melancólico galán, esperaba su turno para entrar en escena. Casi inmediatamente después debía seguirle Scaramouche.
En ese momento, André-Louis experimentó una especie de vértigo. Trató de repasar mentalmente el primer acto de aquella comedia de la que era autor, pero tenía la mente en blanco. Confuso y sudoroso, retrocedió, hasta llegar a la pared donde, bajo la débil luz de un lámpara, estaba pegada una hoja de papel con un resumen del argumento de la obra. Estaba releyéndola cuando lo cogieron por un brazo y le arrastraron violentamente hacia los bastidores. Vio vagamente el rostro grotesco de Pantalone, y escuchó su voz ronca:
– Climéne ha pronunciado ya tres veces la palabra que apunta tu entrada.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le decían, fue empujado a la escena, donde permaneció unos instantes alelado, súbitamente deslumbrado por las candilejas. Estaba tan aturdido que una risotada tras otra fue el saludo que le dedicó el público desde la plaza. Temblando un poco, cada vez más asustado y confundido, se quedó allí, inmóvil, recibiendo el ruidoso tributo a su estupidez. Climéne le miraba burlona, saboreando de antemano su humillación. Léandre le contemplaba consternado, y entre bastidores, el señor Binet, daba saltos de rabia.
– ¡Maldita sea! -farfulló dirigiéndose a los miembros de la compañía que estaban a su alrededor, tan preocupados como él-. ¿Qué va a pasar cuando el público descubra que este desgraciado no es un actor?
Pero el público no descubrió nada. El miedo escénico que paralizaba a Scaramouche sólo duró un momento. Comprendió que se estaban riendo de él, y recordó que Scaramouche debe hacer reír, pero no ser motivo de risa. Tenía que salvar la situación volviéndola a su favor lo mejor que pudiera. Entonces convirtió su confusión, su auténtico terror, en un terror deliberado, en una confusión fingida, mucho más exagerada y, por lo tanto, más divertida. Mirando en la distancia, dio a entender al público que su espanto se debía a alguien que estaba fuera del escenario. Se escondió detrás de unos arbustos de cartón pintados y, cuando las risas disminuyeron, se dirigió a Climéne y a Léandre:
– Perdonadme, bella dama -dijo-, si mi brusca aparición os ha podido asustar. Desde mi último problema con Almaviva, ya no soy el mismo. Tampoco lo es mi corazón. Cuando venía hacia acá, allá en el prado, me encontré con un viejo que llevaba un garrote, y tuve el horrible pensamiento de que pudiera ser vuestro padre y de que nuestra inocente estratagema para casaros había sido descubierta. Creo que fue el garrote lo que me inspiró esa idea tan descabellada. Y no es que tenga miedo. En realidad, no tengo miedo a nada. Pero no pude menos que reflexionar que de haber sido vuestro padre, me hubiera roto la cabeza con su garrote, y todas vuestras esperanzas habrían desaparecido conmigo. ¿Qué sería de vosotros sin mí, pobres chiquillos?
Las carcajadas del público animaron gradualmente al recién estrenado actor hasta hacer que recobrara su presencia de ánimo. Evidentemente le creían un cómico consumado, mucho más cómico de lo que él había imaginado. Aquel histrionismo se debía en cierto modo a una circunstancia ajena a su nuevo oficio de actor. El temor a ser reconocido por alguien de Gavrillac o de Rennes, le había obligado a maquillarse y disfrazarse exageradamente. También había distorsionado su voz, aprovechando el hecho de que Fígaro era español. En el Liceo Louis Le Grand había conocido a un español que hablaba un francés chapurreado, pródigo en grotescos sonidos sibilantes. Muchas veces él había imitado aquel dejo para hacer reír a sus condiscípulos. Oportunamente se había acordado de aquel estudiante español, y pronunció todo su parlamento con aquel acento. El público de Guichen lo halló tan cómico en sus labios, como antes sus compañeros de estudios lo habían hallado en labios del ridiculizado español.