Cuando Binet, entre bastidores, escuchó aquella graciosa improvisación que no figuraba en el argumento, sintió que todos sus temores se disipaban.
– ¡Rediós! -murmuró, riendo entre dientes-. ¡Todo su terror era intencionado!
De todas maneras, no le cabía en la cabeza que un hombre tan dominado por la confusión, como en un principio le había parecido André-Louis, hubiese podido recobrar su ingenio tan rápida y eficazmente. Por eso aún le quedaban algunas dudas.
Cuando el telón cayó, al finalizar el primer acto, que transcurrió con un éxito nunca antes conocido en los anales de la compañía -gracias al nuevo Scaramouche sobre quien recaía el peso de aquella primera parte-, el señor Binet acudió al pequeño espacio que hacía las veces de camerino para hacerle algunas preguntas a André-Louis y así salir de dudas.
Allí estaba toda la compañía reunida, felicitando al debutante. Scaramouche, un poco excitado por el éxito -y aunque más tarde lo consideró una tontería-, aprovechó las preguntas de Binet para vengarse de Climéne por haber disfrutado tanto con su pasajero miedo escénico:
– No me extrañan tus preguntas -le dijo a Binet-. Es verdad que debí avisarte de mi intención de hacer desde el primer momento lo que se me ocurriera para predisponer al público a mi favor. Pero la señorita Climéne estuvo casi a punto de arruinarlo todo al negarse a corresponder al terror que yo fingía. Ni siquiera se mostró ligeramente asustada. La próxima vez, señorita, avisaré por anticipado todas y cada una de mis intenciones.
La joven se ruborizó a pesar del maquillaje que embadurnaba su rostro. Pero cuando se disponía a contestarle, tuvo que aguantar la regañina de su padre, que la culpaba con tanta más energía cuanto que él mismo se había dejado engañar por la que ahora se juzgaba como suprema actuación de Scaramouche.
El éxito de Scaramouche en el primer acto, se repitió a lo largo de toda la función. Completamente dueño de sí mismo, y con el estímulo que sólo da el éxito, se superó a sí mismo. Imprudente, astuto, gracioso, encarnaba el auténtico arquetipo de Scaramouche sin dejar de poner en el personaje mucho de lo que recordaba de Beaumarchais. De este modo, los más enterados del público notaban algo del verdadero Fígaro, lo cual les hacía sentirse en contacto con el gran mundo de la capital.
Cuando el telón cayó definitivamente, Scaramouche y Climéne participaron de los honores del éxito de aquella noche saliendo a saludar a escena más de una vez, pues los espectadores coreaban pidiendo que salieran de detrás de las cortinas.
Más tarde, cuando ya el público se retiraba, el señor Binet se acercó a André-Louis frotándose las gruesas manos. Con aquel joven abogado había llegado la suerte. El inesperado éxito de Guichen, sin parangón en la historia de aquella compañía de la legua, se repetiría y aumentaría en otros lugares. Ya se había acabado eso de acampar y dormir a la sombra de los árboles y en los graneros. La adversidad había quedado atrás. Binet le puso una mano en el hombro a Scaramouche, y lo contempló con una sonrisa aduladora que ni la pintura roja de sus mejillas, ni la colosal nariz postiza, pudieron disimular.
– ¿Y ahora, qué me dices? -le preguntó-. ¿Me equivoqué al asegurarte que tendrías éxito? ¿Crees que llevo toda una vida en el teatro para no saber descubrir a un actor nato? Te he descubierto, Scaramouche. Te he descubierto incluso ante ti mismo, te he puesto en el camino de la fama y la fortuna. Y espero que me lo agradezcas.
Scaramouche se rió, pero no era una risa del todo agradable.
– ¡Siempre serás Pantalone! -dijo.
El gran rostro de Binet se nubló.
– Veo que aún no has olvidado mi pequeña estratagema que al fin y al cabo ha servido para hacerte justicia a ti mismo. ¡Perro ingrato! El único propósito que me animó era conseguir tu triunfo. Si sigues haciéndolo así de bien, llegarás hasta París. Podrás entrar en la Comedia Francesa, y rivalizar con Taima, con Fleury y con Dugazon. Cuando eso ocurra, tal vez sentirás la gratitud que le debes al viejo Binet. Porque todo se lo debes a este viejo tonto, pero de buen corazón.
– Si fueras tan buen actor en la escena como lo eres en la ida privada -dijo Scaramouche-, hace tiempo que hubieras entrado por la puerta grande en la Comedia Francesa. Pero no te guardo rencor, Binet.
Y se echó a reír, tendiéndole una mano que Binet estrechó efusivamente.
– Me alegro -declaró el director de la compañía-. Tengo grandes planes para ti, muchacho. Mañana iremos a Maure, donde hay feria este fin de semana. El lunes nos presentaremos en Pipriac. Y después, ya veremos. Es posible que esté a punto de realizarse el sueño de mi vida. Creo que esta noche hemos tenido una recaudación de unos quince luises. Pero… ¿dónde diablos está ese pillo de Cordemais?
Cordemais era el nombre verdadero del antiguo Scaramouche, que tan inoportunamente se había torcido el pie. El hecho de que Binet le llamara por su nombre real indicaba a las claras que en la compañía había dejado de ser para siempre el intérprete de Scaramouche.
– Vamos a buscarle y luego brindaremos en la posada con una botella de Borgoña. O tal vez con dos botellas…
Pero no encontraron a Cordemais. Ninguno de los miembros de la compañía le había visto desde el final de la función. El señor Binet se dirigió a la entrada. Allí tampoco estaba. Al principio, Binet se disgustó, y después, mientras gritaba en vano su nombre, empezó a inquietarse. Por último, cuando Polichinela, descubrió la muleta de Cordemais, abandonada detrás de la puerta de la taquilla, el señor Binet se alarmó en serio. La terrible sospecha que le asaltó le hizo palidecer incluso bajo la capa de maquillaje rojo.
– Pero si esta noche no podía caminar sin muleta -gritó-. ¿Cómo la ha dejado aquí y se ha marchado?
– Tal vez ha ido a la posada -sugirió alguien.
– Pero si no podía andar sin la muleta -insistió Binet.
Como era evidente que no estaba en el teatro improvisado en la plaza, ni en todo el espacio que abarcaba el mercado, todos decidieron ir a la hospedería donde ensordecieron a la posadera con sus preguntas.
– Sí -contestó ella-. El señor Cordemais estuvo por aquí hace ya bastante rato.
– ¿Dónde está ahora?
– Volvió a irse enseguida. Sólo vino por su maleta.
– ¿Por su maleta? -Binet estaba a punto de sufrir un ataque de apoplejía-. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
La posadera miró el reloj que estaba encima de la chimenea.
– Hará una media hora. Poco antes de que pasara la diligencia de Rennes.
– ¡La diligencia de Rennes! -el señor Binet apenas podía hablar-. ¿Podía… podía caminar? -preguntó con ansiedad.
– ¿Caminar? Cuando salió de aquí corría como una liebre, cosa que me pareció un poco rara, pues ayer cojeaba mucho. ¿Sucede algo?
El señor Binet se derrumbó en una silla. Ocultó el rostro entre las manos y empezó a llorar.
– El muy granuja ha estado actuando todo el tiempo -exclamó Climéne-. Su caída fue un treta. ¡Todo lo planeó para robarnos!
– ¡Quince luises, por lo menos, tal vez dieciséis! ¡Oh, maldito traidor! ¡Robarme a mí, que he sido como un padre para él!… ¡Y, sobre todo, robarme en este momento!
Del atribulado y silencioso grupo de miembros de la compañía, todos pensando que sus salarios se verían reducidos, brotó una carcajada.
El señor Binet miró al grupo con los ojos inyectados en sangre.
– ¿Quién se ríe? -rugió-. ¿Quién tiene el atrevimiento de reírse de mi desgracia?
André-Louis, aún aureolado por el reciente éxito de su Scaramouche, dio un paso al frente sin dejar de reír:
– ¿Eres tú? No te reirías tanto si se me ocurriera resarcirme de esta pérdida como yo sé.