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– Después de Nantes, hablaremos de París -concluyó-. Del mismo modo que decidiremos lo de Nantes a partir de lo que pase en Rédon.

El poder de persuasión de André-Louis, que había sido capaz de arrastrar a las multitudes, acabó arrastrando también al señor Binet. La perspectiva que Scaramouche le presentaba, aunque audaz, era también tentadora, y como Scaramouche tenía respuestas para todos sus reparos, Binet acabó prometiendo que pensaría en el asunto.

– Redon nos marcará el rumbo -dijo André-Louis-, y no tengo la menor duda acerca de cuál será ese rumbo.

Así, la gran aventura de Rédon acabó por parecer insignificante, al ser considerada como un ensayo general para hazañas artísticas de mayor envergadura. En su momentánea exaltación, Binet pidió otra botella de Volnay. Scaramouche esperó a que la descorcharan para proseguir:

– La cosa parece posible -dijo con indiferencia y mirando el vaso al trasluz-, mientras yo esté a tu lado.

– De acuerdo, mi querido Scaramouche, fue una suerte para ambos que nos conociéramos.

– Para ambos -repitió Scaramouche con énfasis-. Eso mismo quería yo decir. Así que no creo que vayas a entregarme a la policía.

– ¿Cómo puedes creerme capaz de semejante cosa? Me tomas el pelo, querido Scaramouche. Te pido que nunca volvamos a aludir a esa broma.

– Ya está olvidada -dijo André-Louis-. Y ahora volvamos a mi propuesta. Si me voy a convertir en el arquitecto de tu fortuna, si realizo todo lo que he planeado, en esa misma medida, debo ser también mi propio arquitecto.

– ¿En la misma medida? -Binet frunció el ceño.

– Exactamente. A partir de hoy los negocios de esta compañía se harán en su debida forma, y llevaremos un libro de caja donde se anote la entrada y salida del dinero.

– Yo soy un artista -dijo el señor Binet con orgullo-. No soy un tendero.

– Hay un aspecto comercial en tu arte, y hay que llevarlo de forma comercial. He pensado en todo, así que no te molestaré con detalles que podrían perturbar el ejercicio de tu arte. Lo único que tienes que decir es sí o no a mi proposición.

– ¿Y en qué consiste?

– En que yo sea tu socio a partes iguales en los beneficios de la compañía.

El mofletudo rostro de Pantalone palideció, sus ojillos se abrieron desmesuradamente escudriñando el rostro de su interlocutor. Entonces estalló:

– ¡Tienes que estar loco para hacerme una proposición tan monstruosa!

– Admito que hay en ella cierta injusticia. Pero ya he pensado en eso. Por ejemplo, no sería justo que además de todo lo que me propongo hacer, también haga el papel de Scaramouche y escriba nuestros argumentos sin ninguna recompensa, aparte de las ganancias que recibiría como socio. Por ello, antes de que haya beneficios que repartir, debes pagarme un salario como actor, y una pequeña suma por cada argumento que escriba para la compañía. Esta medida nos conviene a los dos. Del mismo modo, recibirás un sueldo por tu interpretación de Pantalone. Después de abonados estos gastos, así como el salario de los demás actores y otros gastos de viaje, alojamiento, etc., el resto será el beneficio que dividiremos a partes iguales entre los dos.

Lógicamente el señor Binet se resistió a aceptar aquella proposición y contestó con un no rotundo.

– En ese caso, amigo mío -dijo Scaramouche-, abandono la compañía mañana mismo.

Binet montó en cólera. Habló de ingratitud en términos sentimentales, y volvió a aludir veladamente a aquella broma que hacía referencia a la policía y que había prometido no volver a mencionar.

– Puedes hacer lo que quieras, incluso el papel de soplón, si te gusta. Pero entonces te verás definitivamente privado de mis servicios, y sin mí no eres nada, del mismo modo que no eras nada antes de que yo me uniera a tu compañía.

El señor Binet dijo que le importaban un comino las consecuencias. Él le enseñaría a aquel descarado abogado de provincia que al señor Binet nadie le imponía nada. Scaramouche se puso en pie.

– Muy bien -dijo entre indiferente y resignado-. Como quieras. Pero antes de actuar, consúltalo con la almohada. A la clara luz de la mañana, podrás ver nuestros proyectos en su justa dimensión. El mío promete fortuna para los dos. El tuyo anuncia ruina también para los dos. Buenas noches, señor Binet. Que el cielo te ayude a tomar la decisión acertada.

Finalmente, al señor Binet no le quedó más remedio que rendirse ante la firme resolución demostrada por André-Louis. Desde luego, hubo más discusiones y el obeso Pantalone no se dejó convencer sino después de mucho regatear, cosa que no dejaba de sorprender en alguien que se consideraba un artista y no un tendero. Por su parte, André-Louis hizo un par de concesiones: renunciar a los honorarios de sus argumentos y acceder a que el señor Binet percibiera un salario exageradamente superior a sus méritos.

Pero finalmente la cuestión quedó zanjada. El arreglo se anunció a la compañía y, como era de esperar, eso provocó envidias y resentimientos. Pero nada grave, pues todo se disipó como por ensalmo cuando se supo que bajo la nueva administración aumentarían los salarios de todos los miembros de la compañía. A esto se había opuesto tenazmente el señor Binet. Pero no había quien pudiera con el invencible Scaramouche.

– Si hemos de actuar en el Teatro Feydau, necesitamos una compañía decorosa y no una cuadrilla de aduladores rastreros. Cuanto mejor les paguemos, mejor trabajarán para nosotros.

Así se desvaneció el resentimiento en la compañía. Todos, desde los primeros actores hasta los más insignificantes, aceptaron el dominio de Scaramouche, un dominio tan sólido que hasta el propio Binet debía someterse a él.

Todos lo aceptaron menos Climéne, pues su fracasado intento de subyugar a aquel advenedizo que apareció cierta mañana en las afueras de Guichen, había aumentado su aparente desdén hacia él. Ella protestó por la formación de la nueva sociedad, se encolerizó con su padre hasta llegar a llamarle «estúpido», de resultas de lo cual el señor Binet perdió los estribos y le dio un cachete. Climéne anotó también este disgusto entre los agravios infligidos por Scaramouche, y aguardaba la ocasión para ajustarle cuentas. Pero las ocasiones no se presentaban con frecuencia. Scaramouche estaba cada vez más ocupado. Durante la semana que permanecieron en Fougeray, apenas se le veía salvo en las representaciones, y una vez llegados a Rédon, iba y venía, raudo como el viento, del teatro a la posada y viceversa.

El experimento de Rédon salió a pedir de boca. Estimulado por ese éxito, André-Louis trabajó día y noche durante el mes que pasaron en aquella industriosa y pequeña ciudad. Era una buena temporada, ya que el comercio de castañas, cuyo centro está en Rédon, se hallaba a la sazón en todo su apogeo. Cada tarde el pequeño teatro se llenaba, pues los castañeros divulgaban la fama de la compañía por toda la comarca, y el público se renovaba con gente de las cercanías y de pueblos más lejanos. Para evitar que las ganancias disminuyeran, André-Louis escribía una nueva comedia cada semana. Además de las dos que ya había estrenado, escribió tres cuyos títulos eran El matrimonio de Pantalone, El amante tímido y El terrible capitán. Sobre todo, esta última auguraba un éxito rotundo. Inspirada en el Miles gloriosus de Plauto, permitía que Rhodomont y Scaramouche se lucieran, aquél como capitán y éste como su ayudante. Parte de este logro se debió a la habilidad de André-Louis al ampliar los argumentos indicando minuciosamente las líneas que seguirían el diálogo y repartiendo algunos trozos de estos parlamentos, aunque sin exigir que los actores los siguieran al pie de la letra.