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Simultáneamente, mientras el negocio iba viento en popa, también se ocupaba de los sastres y decoradores, mejorando el vestuario de la compañía, que tanto lo necesitaba. Encontró una pareja de actores en apuros económicos, y los contrató para papeles secundarios, como los de boticarios o notarios, haciendo que en sus ratos de ocio pintaran el nuevo decorado, que debía estar listo para la conquista de Nantes, a principios de año. André-Louis nunca había trabajado tanto. Su impetuoso entusiasmo era tan inagotable como su buen humor. Iba y venía, actuaba, escribía, creaba, dirigía, planeaba y ejecutaba mientras Binet se ocupaba de descansar, beber Borgoña todas las noches, comer pan blanco y otros manjares exquisitos, sin dejar de felicitarse por su astucia al asociarse con aquel joven infatigable. Tras descubrir cuan vanos eran sus temores a actuar en Rédon, ahora empezaba a perderle el miedo a entrar con su compañía en Nantes.

Ese optimismo se reflejaba en todos los miembros de la compañía, menos en Climéne. La joven ya no miraba con desdén a Scaramouche, pues comprendía que sus desaires no lograban zaherirlo. Pero a medida que se reprimía, aumentaba su resentimiento, y buscaba a toda costa algún desahogo.

Un buen día, después de terminada la función, Climéne buscó la manera de encontrarse con André-Louis cuando éste saliera del teatro. Los demás se habían ido ya y ella volvió con el pretexto de haber dejado olvidada alguna cosa.

– ¿Puede saberse qué te he hecho yo? -le preguntó ella sin ambages.

– ¿Hacerme tú a mí? -se sorprendió André-Louis.

La joven gesticuló impaciente.

– ¿Por qué me odias?

– ¿Odiarte, yo? No odio a nadie. Es la más estúpida de las emociones. Nunca he odiado a nadie… ni siquiera a mis enemigos.

– ¡Qué cristiano tan resignado!

– ¿Por qué iba a odiarte?… ¡Si te considero adorable! No me canso de envidiar a Léandre. Hasta he pensado seriamente en ponerle a hacer el papel de Scaramouche y pasar yo al de galán.

– No creo que tuvieras éxito -dijo ella.

– Eso es lo único que me detiene. Y sin embargo, considerando la inspiración de Léandre en su papel, no parece difícil triunfar…

– ¿A qué inspiración te refieres?

– A la de actuar con una Climéne tan adorable.

Los ojos de la actriz escudriñaron el rostro de André-Louis.

– ¡Me estás tomando el pelo! -dijo y entró en el teatro en busca del objeto supuestamente olvidado. No había nada que hacer con aquel joven. No tenía sentimientos. No era como los demás.

Cinco minutos después, cuando la muchacha salió del teatro, lo encontró donde mismo lo había dejado, junto a la puerta.

– ¿Todavía estás aquí? -preguntó con aire de suficiencia.

– Te estaba esperando. Supongo que vas a la posada. Si me permites que te acompañe…

– ¡Cuánta galantería! ¡Cuánta condescendencia!

– ¿Acaso prefieres que no te acompañe?

– ¿Cómo voy a preferir eso, señor Scaramouche? Sabes muy bien que ambos seguimos el mismo camino y la calle es libre para todos. Lo que me confunde es el raro honor que me haces.

Él miró atentamente el rostro de la damisela, y advirtió una sombra de dignidad ofendida. Se echó a reír.

– Tal vez temía que ese honor no fuera de tu agrado.

– ¡Ah! Ahora lo entiendo -exclamó ella-. Quizá pensaste que yo debía pedírtelo. Que soy yo quien debería cortejar a un hombre, y no al revés como yo creía. Te pido excusas por mi ignorancia.

– Te diviertes siendo cruel conmigo -dijo Scaramouche-. Pero no importa. ¿Caminamos?

Salieron juntos y anduvieron deprisa para protegerse contra el aire frío de la noche. Caminaron un rato en silencio, aunque mirándose mutuamente a hurtadillas.

– ¿Decías que soy cruel? -dijo ella al fin, pues la acusación le había dolido. Él la miró sonriendo.

– ¿Puedes negarlo?

– Eres el primer hombre que me acusa de eso.

– Pero supongo que no soy el primero con el que eres cruel. Sería un halago demasiado grande para mí. Prefiero pensar que los otros han sufrido en silencio.

– ¡Dios mío! Ahora resulta que también sufres -dijo ella medio en broma y medio en serio.

– Coloco esa confesión en el altar de tu vanidad.

– Jamás lo hubiera sospechado.

– ¿Cómo podías hacerlo? ¿No soy lo que tu padre llama un actor nato? He estado actuando desde mucho antes de convertirme en Scaramouche. Por eso he reído y sigo haciéndolo cuando algo me hiere. Cuando me tratabas con desdén, yo también fingía desdén.

– Tu actuación era muy buena -dijo ella sin reflexionar.

– Por supuesto, soy un excelente actor.

– ¿Y por qué ahora este súbito cambio?

– Es la respuesta al cambio que he notado en ti. Te has cansado de interpretar el papel de damisela cruel, en mi opinión un papel demasiado aburrido e indigno de tu talento. Si yo fuera una mujer con tu gracia y tu belleza, no necesitaría recurrir a esas armas.

– ¡Mi gracia y mi belleza! -dijo como un eco afectando sorpresa. Pero su vanidad halagada la había apaciguado-. ¿Y cuándo descubriste esa gracia y esa belleza en mí?

Él la miró un momento, contemplando sus encantos, la adorable femineidad que desde el primer día le había atraído irresistiblemente.

– Cierta mañana, mientras ensayabas una escena amorosa con Léandre.

El joven sorprendió el asombro que destelló en los ojos de la muchacha.

– Eso fue la primera vez que me viste -dijo ella.

– Antes no tuve ocasión de reparar en tus encantos.

– Me pides que crea demasiado -dijo poniendo en sus palabras una tersura que él nunca había sentido en ella.

– Entonces, ¿te niegas a creerme si te confieso que fueron esa gracia y esa belleza las que decidieron mi destino aquel mismo día, obligándome a unirme a la compañía de la legua de tu padre?

Ella se quedó sin aliento. Ya no quería desahogar su rencor. Eso estaba definitivamente olvidado.

– Pero ¿por qué? ¿Con qué propósito?

– Con el propósito de pedirte un día que fueras mi esposa.

La joven se volvió y miró con osadía a Scaramouche. En sus pupilas había un brillo metálico, y un leve rubor encendía sus mejillas. Climéne creyó barruntar una broma de mal gusto.

– Vas demasiado deprisa -dijo.

– Siempre voy deprisa. Fíjate en lo que he hecho con la compañía en menos de dos meses. Otra persona, trabajando todo un año, no hubiera conseguido ni la mitad. ¿Por qué voy a ser más lento en el amor que en el trabajo? Bastante me he reprimido para no asustarte con mi precipitación. Bastante me he refrenado para imitar tu fría táctica. He esperado pacientemente hasta que te cansaras de mostrarte cruel.

– Eres un hombre desconcertante -dijo ella completamente pálida.

– Es verdad -admitió él-. Sólo la convicción de que no soy como los demás me ha permitido esperar lo que he esperado.

Maquinalmente, como de común acuerdo, los dos siguieron andando.

– Ya que según tú voy tan rápido -dijo él-, piensa que, después de todo, hasta ahora no te he pedido nada.

– ¿Cómo? -dijo ella mirándole asombrada.

– Me he limitado a contarte mis esperanzas. No soy tan audaz como para preguntarte si he de verlas realizadas enseguida.

– Así es como tiene que ser.

– Por supuesto.

A ella le exasperaba el aplomo que demostraba André-Louis. Por eso anduvo el resto del camino sin hablar y, de momento, no volvieron a tocar el tema.

Pero aquella noche, después de cenar, cuando ya Climéne estaba a punto de retirarse a su alcoba, coincidieron solos en la habitación que Binet había alquilado como salón de reuniones de la compañía.

Cuando ella se levantó para irse, Scaramouche también se puso en pie, se acercó a Climéne y encendió la vela de su palmatoria. La joven le tendió una mano blanca y de finos dedos, alargando un brazo deliciosamente torneado y desnudo hasta el codo.