Aquella noche, en la habitación del primer piso de la posada del muelle La Fosse -la misma de la que André-Louis había salido algunos meses antes para representar un papel muy diferente ante el pueblo de Nantes-, la compañía fue una gran familia feliz. En realidad, ¿era tan diferente?, se preguntaba André-Louis. ¿Acaso no se había comportado como una especie de Scaramouche, un intrigante, elocuente pero insincero, cínicamente disfrazado, que había expuesto opiniones que realmente no eran suyas? ¿Qué tenía de sorprendente su éxito tan fulgurante como actor? ¿No era realmente algo para lo cual desde siempre la Naturaleza lo había designado?
La noche siguiente, representaron El enamorado tímido con el teatro lleno, pues el eco de su exitoso debut de la primera noche se había divulgado y el lunes la cosecha de aplausos fue mayor. El miércoles pusieron en escena Fígaro Scaramouche, y el jueves por la mañana el Courrier Nantais publicó un artículo elogiando a los brillantes improvisadores, cuyo talento empequeñecía al de los meros recitadores de libretos memorizados.
Cuando André-Louis leyó el periódico durante el desayuno, se rió para sí, pues no se engañaba acerca de la falsedad de aquella afirmación. La novedad de su anterior artículo, y la presuntuosidad que entrañaba, había conseguido engañarlos lindamente. Se volvió para saludar a Binet y a Climéne que entraban en aquel momento, y les agitó el periódico por encima de su cabeza.
– La cosa marcha bien -anunció-. Permaneceremos en Nantes hasta Pascua Florida.
– ¿De veras? -dijo Binet secamente-. Para ti todo marcha siempre muy bien.
– Puedes leerlo tú mismo -dijo Scaramouche tendiéndole el periódico.
El señor Binet leyó el artículo con el ceño fruncido y lo dejó en silencio para dedicarse a su desayuno.
– ¿Tenía razón, sí o no? -preguntó André-Louis, quien sospechó algo extraño en la conducta de Binet.
– ¿En qué?
– En querer venir a Nantes.
– Si no lo hubiera creído así, no estaríamos aquí -dijo Binet.
Atónito, André-Louis dejó el tema.
Después del desayuno, Scaramouche y Climéne salieron a tomar el aire por los muelles. Era un día soleado, menos frío que los anteriores. Colombina se unió a ellos, aunque su indiscreción quedó atenuada por la presencia de Arlequín, quien corrió hasta alcanzarla.
André-Louis iba delante con Climéne, hablando de algo que empezaba a preocuparle.
– Últimamente tu padre se comporta conmigo de un modo muy raro -dijo-. Casi como si súbitamente me odiara.
– Son imaginaciones tuyas -repuso ella-. Mi padre, al igual que todos, te está muy agradecido.
– Lo que demuestra es cualquier cosa menos agradecimiento. Está furioso conmigo, y creo que sé cuál es el motivo. ¿Tú no? ¿Puedes adivinarlo?
– No puedo.
– Si fueras mi hija, Climéne, y gracias a Dios que no lo eres, detestaría al hombre que te separase de mí. ¡Pobre Pantalone! Cuando le dije que quería casarme contigo, me llamó «bandido».
– Y tenía razón. Scaramouche siempre ha sido un mentiroso y un bandido.
– Forma parte de la naturaleza de mi personaje -dijo él-. Tu padre siempre ha querido que actuemos según nuestro propio temperamento.
– Sí. Por eso tú, al igual que Scaramouche, tomas cuanto deseas -dijo ella con una expresión a medias cariñosa y a medias tímida.
– Es posible -dijo él-. Es verdad que le arranqué a la fuerza el consentimiento para nuestro matrimonio. No quise esperar a que me lo diera. De hecho, cuando se negó, se lo arrebaté, y si ahora quiere quitármelo, lo desafiaré. Me parece que esto es lo que más le duele.
Climéne se echó a reír y empezó a responderle animadamente. Pero él no pudo oír ni una sola palabra de lo que decía. A través de los coches que iban y venían por los muelles, un carruaje, cuyo techo era casi todo de cristal, se acercaba a ellos. Dos magníficos caballos tiraban de él y el cochero iba elegantemente vestido.
En el coche iba sola una joven esbelta con un abrigo de pieles, y su rostro era de una delicada belleza. La joven se asomó a la ventanilla, boquiabierta y con los ojos clavados en Scaramouche, quien se quedó mudo, inmóvil.
Climéne, a mitad de su frase, también se detuvo tirando de la manga de su prometido.
– ¿Qué sucede, Scaramouche?
Pero él no contestó. Y en ese momento, el cochero, a quien la joven había avisado, detuvo el carruaje junto a ellos. Al ver el espléndido coche, las blasonadas portezuelas, el majestuoso cochero y el lacayo de blancas medias de seda que inmediatamente saltó al detenerse el vehículo, su refinada ocupante le pareció a Climéne una princesa de cuento de hadas. Ahora aquella princesa, inclinándose, con los ojos resplandecientes y las mejillas ruborizadas, le tendía a Scaramouche una mano exquisitamente enguantada.
– ¡André-Louis! -le llamó.
Scaramouche tomó la mano de aquella egregia criatura del mismo modo que hubiera tomado la de Climéne, con unos ojos radiantes que reflejaban la alegría de la dama del coche y una voz que hacía eco a la alborozada sorpresa que tintineaba en la de aquella joven, él la llamó familiarmente por su nombre, como ella había hecho con éclass="underline"
– ¡Aline!
CAPÍTULO VIII El sueño
– ¡Abrid la puerta! -ordenó Aline a su lacayo. Y después, a André-Louis-: ¡Sube, siéntate a mi lado! -Un momento, Aline.
Scaramouche se volvió a su novia, que no salía de su estupor, lo mismo que Arlequín y Colombina, que venían atrás y en ese momento llegaban junto al carruaje.
– ¿Me permites, Climéne? -dijo él más como orden que como ruego-. Afortunadamente no estás sola, Arlequín y Colombina te harán compañía. ¡Hasta la vista, espérame para comer! Y sin esperar respuesta, subió al coche. El lacayo cerró la portezuela, el cochero hizo restallar el látigo, y el carruaje partió a lo largo del muelle, dejando atrás a los tres cómicos boquiabiertos. Entonces, Arlequín soltó una carcajada. -Nuestro Scaramouche es un príncipe disfrazado -dijo. Colombina aplaudió mientras decía risueñamente: -¡Esto es como una novela para ti, Climéne! ¡Qué maravilloso!
Climéne depuso el ceño y su resentimiento devino turbación.
– Pero ¿quién es ella?
– Por supuesto, su hermana -dijo Arlequín de lo más seguro.
– ¿Su hermana? ¿Y tú cómo lo sabes?
– Yo sé lo que él te dirá cuando vuelva.
– Pero ¿por qué?
– Porque no le creerías si te dijera que esa dama es su madre.
Mientras veían alejarse el lujoso carruaje, caminaron en la misma dirección. Dentro del coche Aline miraba a André-Louis muy seria, con la boca ligeramente crispada y frunciendo las cejas.
– Te codeas con gente muy excéntrica -fue lo primero que dijo-. Si no me equivoco, la que te acompañaba era la señorita Binet del Teatro Feydau.
– No te equivocas. Pero no sabía que la señorita Binet fuera ya tan famosa.
– ¡Oh! ¿Y eso qué importa?… -Aline se encogió de hombros, y con tono desdeñoso, explicó-: Lo que pasa es que anoche estuve en la función. Por eso la he reconocido. -¿Estuviste anoche en el Teatro Feydau? ¡No te vi!
– ¿Tú también estabas allí?
– ¿Que si estaba? -gritó él para luego cambiar abruptamente de tono-: Sí, estaba allí.
En cierto modo le repugnaba confesar que había descendido a lo que ella consideraría poco menos que los bajos fondos, pero al mismo tiempo estaba satisfecho de comprobar que su disfraz y su voz le hacían irreconocible incluso para alguien como Aline, que lo conocía desde niño.