La joven, cuyo rasgo dominante de carácter era la persistencia, seguía luchando asidua e inútilmente desde que regresó del gran mundo de Versalles, unos tres meses atrás.
Aline estaba paseando por la terraza cuando llegaron André-Louis y Philippe de Vilmorin. Para protegerse del aire frío, envolvía su esbelto cuerpo en un abrigo de piel blanca e iba tocada con una cofia, también blanca, que apenas sujetaba sus rubios rizos. El aire frío avivaba sus mejillas y parecía añadir un destello a sus ojos, que eran de un azul obscuro.
La doncella conocía a André-Louis y a Philippe de Vilmorin desde la infancia. Los tres habían jugado juntos, y André-Louis -gracias al parentesco espiritual que le unía a su tío- la llamaba «prima». Estas relaciones, casi de familia, habían continuado entre ella y André-Louis mucho después de que Philippe, al crecer, se alejara de la intimidad infantil para convertirse, a los ojos de Aline, en el señor de Vilmorin.
La muchacha saludó con la mano a los recién llegados y permaneció -consciente de su encantadora imagen- aguardándoles al final de la terraza, cerca de la corta avenida por la cual ellos se acercaban.
– Si venís a ver a mi tío, llegáis en un momento poco oportuno -les dijo algo nerviosa-. Está reunido a puertas cerradas. ¡Oh, está muy ocupado!
– Esperaremos, señorita -dijo Vilmorin inclinándose galantemente sobre la mano que ella le ofrecía-. ¿Quién no esperaría con gusto al tío pudiendo estar un momento con la sobrina?
– Señor abate -dijo ella con sorna-, cuando hayáis recibido las órdenes, os tomaré como confesor. Sois tan perspicaz como comprensivo.
– Pero ninguna curiosidad -dijo André-Louis-. No has pensado en eso.
– No logro entender lo que quieres decir, primo André.
– No te preocupes, pues nadie lo entiende -sonrió Philippe y entonces vio un vehículo detenido ante la puerta del castillo. Era uno de esos carruajes que solían verse en las grandes ciudades, pero rara vez en el campo: una espléndida carroza de nogal, con dos caballos y escenas pastoriles exquisitamente pintadas en los paneles de las portezuelas. Tenía capacidad para llevar a dos personas, además del pescante para el cochero, y detrás, un estribo para el lacayo. Pero ahora el estribo estaba vacío, pues el lacayo se paseaba por delante de la puerta luciendo la resplandeciente librea azul y oro del marqués de La Tour d'Azyr.
– ¿Cómo? -exclamó Philippe-. ¿Es el marqués de La Tour d'Azyr quien está con tu tío?
– En efecto -contestó la joven poniendo cierto misterio en su voz y en su mirada, en lo cual Philippe de Vilmorin no reparó.
– ¡Oh, perdón! Servidor de usted -dijo Philippe inclinándose ante ella y, sin más ni más, se encaminó hacia el castillo.
– ¿Quieres que te acompañe, Philippe? -le preguntó André-Louis.
– No sería galante presumir que lo prefieras -dijo Vilmorin mirando a Aline-. Ni creo que sirva para nada; si quieres, puedes esperarme…
Philippe de Vilmorin se alejó a toda prisa. Tras un momento de sorpresa, Aline se echó a reír de un modo encantador:
– ¿Adonde va con tanta prisa? -preguntó.
– A ver al señor de La Tour d'Azyr y también a tu tío.
– Pero no puede hacer eso. No pueden recibirle. ¿No le dije que estaban muy ocupados? Y tú, André, ¿no me preguntas por qué están tan ocupados?
La joven pronunció estas palabras con un redoblado misterio que traslucía alegría o burla, o quizás ambas cosas a la vez. André-Louis no pudo adivinarlo.
– Ya que es obvio que ardes en deseos de contármelo, ¿para qué te lo voy a preguntar? -dijo.
– Si empiezas con tus ironías, no te lo diré aunque me lo preguntes. ¡Oh, no! Te enseñaré a tratarme con el debido respeto.
– Espero no faltarte jamás el respeto.
– Y mucho menos cuando sepas que la visita del señor de La Tour d'Azyr tiene relación conmigo. Yo soy el objeto de esa visita -concluyó mirando al joven con ojos brillantes y unos risueños labios entreabiertos.
– Según veo, a ti te parece obvio lo que eso implica… Pero debo confesarte que para mí no es tan obvio.
– ¡Serás tonto! Ha venido a pedir mi mano.
– ¡Dios mío! -exclamó André-Louis mirándola fijamente, desconcertado.
Ella frunció el ceño y dio un paso atrás alzando la barbilla:
– ¿Te sorprende?
– Me disgusta -replicó él-. De hecho, no lo creo; te estás burlando de mí.
Para sacarlo de dudas, ella dijo:
– Estoy hablando en serio. Esta mañana mi tío recibió una carta oficial del señor de La Tour d'Azyr anunciándole que venía con ese propósito. No te negaré que eso nos sorprendió un poco…
– ¡Oh, ya veo! -exclamó André-Louis aliviado-. Comprendo. Por un momento, casi temí…
Se interrumpió, miró a la joven y se encogió de hombros.
– ¿Por qué te quedas callado? ¿Temiste acaso que mi estancia en Versalles no me hubiese servido de nada? ¿Crees que iba a permitir que me cortejaran como a una cualquiera? Pues fuiste un tonto. Conmigo hay que hacerlo de la forma adecuada; contando en primer lugar con mi tío.
– Entonces, según las costumbres de Versalles, ¿su consentimiento es lo más importante?
– ¿Y qué otra cosa pudiera serlo?
– Tu consentimiento, por ejemplo.
Ella se echó a reír.
– Yo soy una sobrina muy sumisa… cuando me conviene.
– ¿Y te convendría ser sumisa si tu tío aceptase esa monstruosa proposición?
– ¿Monstruosa? -repitió ella-. ¿Puede saberse por qué te parece monstruosa?
– Por muchas razones -replicó él, irritado.
– Dime una por lo menos -dijo ella con ademán retador.
– Que es dos veces mayor que tú.
– No tanto, no tanto -replicó ella.
– Como mínimo tiene cuarenta y cinco años.
– Pero no aparenta más de treinta. Es realmente muy guapo… no me lo negarás. Ni tampoco que es rico y poderoso; es el noble más ilustre de Bretaña. Hará de mí una gran señora.
– Ya lo eres por la gracia de Dios, Aline.
– Vaya, eso está mejor. A veces puedes llegar a ser casi cortés -dijo y empezó a pasear arriba y abajo por la terraza. André-Louis la seguía.
– Algo más podría ser para demostrarte las razones por las cuales no debes permitir que esa bestia manche la belleza que Dios te ha dado.
Ella frunció el entrecejo y apretó los labios.
– Estás hablando de mi futuro esposo -le dijo en tono de reprobación.
– ¿Es cierto? ¿Ya es un hecho consumado? ¿Consentirá tu tío? ¡De modo que vas a ser vendida sin amor a un hombre que no conoces! Yo había soñado algo mejor para ti, Aline.
– ¿Mejor que ser la marquesa de La Tour d'Azyr?
El joven hizo un gesto de exasperación.
– ¿Acaso los hombres y las mujeres no son más que meros títulos? ¿Sus almas no cuentan para nada? ¿No hay en la vida alegría ni felicidad aparte del poder y del placer de los títulos rimbombantes que ambicionan las personas como él? Yo te había colocado tan alto, tan alto, Aline, mucho más que a ningún otro ser, como algo que no era terrenal. Hay alegría en tu corazón, inteligencia en tu mente, y, tal como pensaba, una visión que te permite traspasar la falsa cáscara y llegar al corazón de las cosas. Y ahora veo que vas a entregar todo eso, vas a vender tu cuerpo y tu alma por el título de marquesa de La Tour d'Azyr.
– Eres poco delicado -replicó ella ceñuda, aunque sus ojos reían-. Y te precipitas en tus conclusiones. Mi tío no dará otro consentimiento que el necesario para que ese caballero trate de obtener el mío. Mi tío y yo estamos muy compenetrados. No voy a venderme como si fuera un saco de patatas.
El permaneció inmóvil, mirándola fijamente, con las pálidas mejillas cubiertas de rubor.
– Te has divertido torturándome -exclamó-. Pero voy a olvidarme porque me has aliviado.