El romántico sueño de Climéne había terminado. El glorioso mundo que poco antes había imaginado estaba hecho añicos, a sus pies, y lo peor de todo era que aquellos escombros se alzaban como obstáculos que le impedían volver a aceptar a Scaramouche tal como en realidad era.
André-Louis se quedó fumando junto a la ventana, con la mirada perdida en el río. Estaba intrigado. Era evidente que Climéne estaba disgustada con él, pero ¿por qué? Haber confesado que no tenía padre, ni apellido, no podía perjudicarle a los ojos de una muchacha criada en aquel ambiente de artistas ambulantes. Y sin embargo, era obvio que aquella confesión le había molestado.
Media hora después la alegre Colombina lo encontró en el mismo sitio, junto a la ventana.
– ¿Aquí solo, mi príncipe? -le preguntó, y aquel saludo tan ingenuo iluminó de pronto las tinieblas que André-Louis trataba de desentrañar en vano. Súbitamente comprendió que Climéne estaba decepcionada al desaparecer la esperanza que la loca imaginación de los cómicos había engendrado a raíz de su encuentro con Aline. ¡Pobre niña!, pensó sonriendo tristemente a Colombina.
– No seré ya príncipe por mucho tiempo, pues pronto todos sabrán que no lo soy.
– ¿No eres un príncipe? ¡Oh, entonces seguramente serás duque o, como mínimo, marqués!
– Ni marqués ni duque, tan sólo soy un caballero andante. No soy más que Scaramouche, y todos mis castillos están construidos en el aire.
La decepción invadió el candoroso rostro de la comedianta. -Yo había imaginado que eras…
– Ya lo sé -interrumpió él-. Y eso es lo malo. André-Louis pudo medir el daño que aquella fantasía había causado en Climéne por su conducta de aquella noche, pues durante los entreactos los caballeretes entraban más que nunca en su camerino para manifestarle su admiración. Hasta entonces ella siempre los había recibido con grave circunspección y sin dejarles pasar de la puerta. Sin embargo, ahora se mostraba cascabelera y casi provocativa.
Mientras regresaban juntos a la posada, André-Louis, con mucho tacto, reprendió a Climéne aconsejándole mayor prudencia en lo sucesivo.
– Todavía no nos hemos casado -replicó ella con aspereza-. Espera a entonces para criticar mi conducta. -Espero que entonces no me des motivos -dijo él. -¿Esperas? ¡Pues sí que esperas tú cosas!
– Climéne, sin querer te he ofendido. Lo siento mucho.
– No importa -dijo ella-. Tú eres así.
Sin embargo, André-Louis no estaba preocupado. Comprendía la causa de su enfado, por bien que la deploraba, y por eso mismo la perdonaba. Muy pronto advirtió que también su padre se había contagiado con el mal humor de la actriz, cosa que en el fondo le divertía. Ante el enojo de Pantalone demostró un tolerante desdén. En cuanto al resto de los cómicos, eran muy cariñosos con Scaramouche. Tal vez porque le habían visto caer del alto pedestal donde su imaginación lo había colocado, o porque se daban cuenta del desencanto que aquella ficción pasajera había provocado en Climéne.
La excepción era Léandre. Su habitual melancolía parecía por fin haber desaparecido, y ahora sus ojos relucían con maliciosa satisfacción cuando veía a Scaramouche, a quien solía llamar con sorna: «mi príncipe».
Durante la mañana del día siguiente, André-Louis casi no vio a Climéne. Lo cual no era extraño, pues estaba muy ocupado preparando la puesta en escena del Fígaro Scaramouche, que tendría lugar al siguiente sábado. Por otra parte, además de sus ocupaciones teatrales, ahora dedicaba todas las mañanas una hora a asistir a una academia de esgrima. De este modo, no sólo procuraba rellenar una laguna en su formación, sino también ganar en gracia y desenvoltura para moverse por el escenario. Aquella mañana su pensamiento no se apartaba de Climéne y Aline. Y lo más curioso es que era Aline quien más le preocupaba. La actitud de Climéne le parecía algo pasajero, nada serio. Pero pensar en la conducta de Aline le desconcertaba, y lo que más le ensombrecía era imaginar su boda con el marqués de La Tour d'Azyr.
Estas meditaciones le recordaron la misión que se había impuesto y que casi había olvidado. Había jurado que haría escuchar en todo el país la voz que el marqués había silenciado con la muerte. ¿Y qué era lo que había cumplido de su juramento? Había incitado al pueblo de Rennes y de Nantes con las mismas palabras que hubiera empleado el pobre Philippe, sí, pero luego había puesto pies en polvorosa para ir a refugiarse en el primer cubil que encontró, dedicándose a cosas que nada tenían que ver con aquel juramento tan generoso. ¡Qué contraste entre lo prometido y su realización!
Así hablaba André-Louis consigo mismo, reprochándose que mientras pasaba su tiempo haciendo de Scaramouche y aspirando a rivalizar con autores como Chénier y Mercier, el señor de La Tour d'Azyr seguía vivo, haciendo su voluntad orgullosamente. Sabía que la semilla sembrada por él había dado sus frutos, pues sus peticiones de Nantes para el Tercer Estado habían sido concedidas por Necker, gracias a su anónima arenga. Pero esto no tenía nada que ver con su misión, su propósito no era regenerar al género humano, ni siquiera cambiar la estructura social de Francia. Lo único que le importaba era que el marqués pagara bien cara la muerte de su amigo Philippe de Vilmorin. Y no le hizo sentirse mucho mejor descubrir que era la posibilidad de que Aline se casara con el marqués lo que había estimulado su rencor recordándole su juramento. Tal vez fuera un poco injusto consigo mismo, y descartaba como un mero sofisma el argumento que hasta entonces le había retenido: la certeza de que si salía de su escondite lo arrestarían y lo enviarían a Rennes, donde le esperaba la horca.
Es imposible leer esta parte de sus Confesiones sin sentir cierta lástima por él. Era evidente el estado de confusión de su mente, atormentado por sentimientos encontrados, incapaz de tomar una decisión acerca del primer paso a dar para llegar a su verdadera meta.
Así las cosas, al salir a escena el jueves por la noche, la primera persona a quien vio fue a Aline, y la segunda, al marqués de La Tour d'Azyr. Ocupaban un palco a la derecha del proscenio, casi encima del escenario. Con ellos había otras personas, entre otras una venerable anciana que André-Louis supuso sería la condesa de Sautron. Pero él sólo tenía ojos para aquellas dos personas que tanto turbaban su espíritu últimamente. Ver a cualquiera de los dos hubiera bastado para desconcertarle, pero verlos juntos estuvo a punto de hacerle olvidar lo que tenía que hacer en escena. Por fin logró reunir fuerzas y actuar. Y lo hizo con inusual maestría, por lo cual fue más aplaudido que nunca antes en su breve pero sensacional carrera teatral.
Ésa fue su primera emoción de la noche. La otra vino después del segundo acto. Al entrar en el camerino de Climéne se lo encontró más lleno de admiradores que nunca, y entre ellos estaba el marqués de La Tour d'Azyr. Sentado al fondo, junto a la actriz, intercambiaba sonrisas con ella hablándole en voz baja. Estaban a solas, privilegio que Climéne no concedía a ninguno de los que iban a felicitarla. Todos los otros caballeretes de menor jerarquía se habían retirado al ver al marqués, como hacen los chacales en presencia del león.
André-Louis se quedó un rato muy confuso. Luego, recobrándose de su sorpresa, escudriñó al marqués con ojos inquisitivos. Tenía que reconocer la belleza, la gracia y el esplendor de aquel noble, su aire cortesano y su absoluto dominio de sí mismo. Más que nunca se fijó en aquellos ojos obscuros que devoraban el encantador rostro de Climéne, y tuvo que morderse los labios de rabia.
El señor de La Tour d'Azyr no reparó en él. Pero de haberlo hecho, tampoco le hubiera reconocido detrás de su máscara de Scaramouche. Y de haberlo reconocido, eso no le hubiera perturbado en lo más mínimo.
André-Louis se sentó aparte con la cabeza dándole vueltas. En eso, un caballero le dirigió la palabra, y él se volvió para contestarle. Climéne estaba poco menos que secuestrada y a Colombina la asediaba un enjambre de galanteadores. Así pues, los visitantes menos importantes debían conformarse con Madame o con los miembros masculinos de la compañía. El señor Binet era el centro de un alegre corro que le reía todos sus chistes. Parecía haber emergido súbitamente de la tristeza de los últimos días, recobrando su buen humor. Scaramouche advirtió que constantemente los ojos de Pantalone, chispeantes de felicidad, contemplaban a su hija y a su espléndido admirador.