– Creo que no tengo ninguna ambición -dijo André-Louis y se alejó.
Aquella noche, en el teatro, sintió el maligno impulso de comprobar lo que Le Chapelier había dicho acerca del estado de ánimo popular latente en Nantes. Se representaba El terrible capitán, en cuyo último acto Scaramouche ponía al descubierto la cobardía del fanfarrón Rhodomont.
Después de las risotadas que la derrota del feroz capitán provocaba invariablemente, le tocaba a Scaramouche despedirle con una frase hiriente que variaba cada noche según la inspiración del momento. Aquella noche Scaramouche convirtió esa frase en un mensaje político.
– Así pues, ¡oh, cobarde!, queda demostrada tu fanfarronería. A causa de tu gran estatura, de tu enorme espada y de tu gran sombrero, el pueblo te ha tenido miedo creyendo que eras tan terrible e inexpugnable como insolente. Pero al primer encuentro con un valiente, tiemblas y lloras lastimosamente y tu gran espada se queda sin desenvainar. Me recuerdas a las clases privilegiadas cuando huyeron en las calles de Rennes al verse enfrentadas a los hombres del Tercer Estado. Era una morcilla audaz, y André-Louis estaba preparado para todo: para la risa, el aplauso, la indignación, o lo que fuera. Pero no para lo que ocurrió, pues un huracán de aplausos furiosos surgió inmediatamente del anfiteatro, y fue tan repentino, tan espontáneo que casi se asustó, como un niño que de pronto se asusta al encender con una cerilla un montón de paja seca. Los hombres se subieron a los asientos, enarbolando sus sombreros al aire, ensordeciendo a todos con sus atronadoras ovaciones. Y las aclamaciones sólo cesaron cuando cayó el telón.
Scaramouche quedó meditabundo, sonriendo para sus adentros. En el último momento había visto al marqués de La Tour d'Azyr asomando la cabeza entre las sombras de su palco: en su rostro había cólera y despedía fuego por los ojos.
– ¡Dios mío! -exclamó Rhodomont recobrando el aplomo después de su histriónico terror-. Has tenido una maña increíblemente fabulosa para sacar a relucir un tema tan delicado. André-Louis le miró sonriendo.
– Esa maña suele serme muy útil algunas veces -dijo y se fue al camerino para cambiarse de ropa.
Asuntos relacionados con el argumento de una nueva obra que debía estrenarse la noche siguiente le retuvieron en el teatro, cuando el resto de la compañía ya se había ido. Más tarde, llamó a unos hombres que llevaban una silla de mano y en ella lo condujeron a la posada. Era uno de los pequeños lujos que ahora podía permitirse.
Pero en la posada le esperaba una reprimenda. Al entrar en la habitación del primer piso que hacía las veces de salón de reuniones para los artistas, se encontró a Binet discutiendo vehementemente con algunos actores. Nada más verlo entrar, Binet se encaró con Scaramouche.
– ¡Al fin has venido! -saludo al que Scaramouche sólo correspondió con un leve gesto de sorpresa-. Espero tus explicaciones acerca de la infortunada escena que has provocado esta noche.
– ¿Infortunada? ¿Te parece un infortunio que el público me aplauda?
– ¿El público? La chusma, querrás decir. ¿Quieres privarnos del mecenazgo de las personas de buena familia por culpa de tu apoyo a las más bajas pasiones del populacho?
Encogiéndose de hombros, André-Louis se dirigió a la mesa. Pantalone estaba a punto de sacarlo de sus casillas.
– Estás exagerando.
– No exagero. Soy el dueño de esta compañía. Ésta es la Compañía Binet, y aquí todo debe hacerse según mi criterio.
– ¿Y quiénes son esas personas de buena familia, cuyo mecenazgo mencionaste?
– ¿Crees que no hay gente así entre nuestro público? Pues te equivocas. Después de la función de esta noche, vino a verme el marqués de La Tour d'Azyr y me habló en los términos más severos a propósito de tu escandaloso arranque político. Me vi obligado a disculparme, y…
– Porque eres un necio -dijo André-Louis-. Un hombre que se respetase a sí mismo hubiera puesto a ese caballero de patitas en la calle. El señor Binet se puso rojo. Pero André-Louis siguió:
– Dices que eres el dueño de la compañía, pero te portas como un lacayo al recibir órdenes del primer insolente que viene a decirte que no le gustó un parlamento de uno de tus actores. Te repito que si realmente tuvieras una gota de respeto por ti mismo, le hubieras echado con cajas destempladas.
Un murmullo de aprobación se dejó oír entre varios miembros de la compañía que habían sido testigos del tono arrogante que antes empleara el marqués, por lo cual se sentían ofendidos en su condición de artistas.
– Es más -continuó André-Louis-, un hombre digno, en otro terreno, se hubiera alegrado de poder darle una patada en los cuartos traseros a ese marqués.
– ¿Qué quieres decir? -vociferó Binet y André-Louis miró a todos los comediantes sentados en torno a la mesa.
– ¿Dónde está Climéne? -preguntó alarmado. Léandre se puso en pie de un salto y, casi temblando, dijo:
– Poco después de acabada la función, salió del teatro con el marqués, y se fueron en su carruaje. Yo oí cómo el señor de La Tour d'Azyr la invitaba a traerla en coche hasta aquí.
André-Louis miró el reloj que estaba en la repisa de la chimenea y que parecía tardar una eternidad para avanzar un segundo.
– Eso fue hace una hora. Tal vez más. ¿Y aún no ha llegado?
Buscó la mirada de Binet. Los ojos de Pantalone eludían los suyos. De nuevo fue Léandre quien le contestó:
– Todavía no.
– ¡Ah!
André-Louis se sentó a la mesa y se sirvió una copa de vino.
Se hizo un silencio embarazoso. Léandre miraba a Scaramouche esperando su reacción; Colombina le compadecía en silencio. Hasta el señor Pantalone parecía esperar que dijera algo. Pero sus primeras palabras decepcionaron a todos: -¿Me han dejado algo de comer?
Le acercaron los platos, y André-Louis comió tranquilamente, en silencio, y al parecer, con apetito. Binet se sentó también, frente a él, y empezó a beber una copa de vino. Al poco rato, trató de iniciar alguna conversación insustancial. Pero aquellos a quienes se dirigía le contestaban lacónicamente, o con monosílabos. Por lo visto, aquella noche el señor Binet había caído en desgracia con los de su compañía.
Al fin se oyó en la calle el ruido de un carruaje y el piafar de unos caballos, y luego unas voces, y la sonora risa de Climéne. André-Louis siguió comiendo, como si aquello no tuviera nada que ver con él.
– ¡Qué magnífico actor! -le susurró Arlequín a Polichinela, quien asintió tristemente.
La damisela entró dándose aires de gran actriz, alzando la barbilla, los ojos risueños, el gesto triunfal. Sus mejillas ardían y su negra cabellera estaba un poco desordenada. Llevaba en la mano izquierda un ramo de flores y en su dedo anular lucía un diamante cuyo brillo cautivó inmediatamente a todos. Su padre se levantó apresuradamente para recibirla con inusitadas muestras de afecto: -¡Al fin llegas, hija mía!
La llevó hasta la mesa. Ella se dejó caer en una silla, demostrando estar algo cansada, un poco nerviosa, pero sin que la sonrisa desapareciera de sus labios ni siquiera al ver a Scaramouche al otro lado de la mesa. Sólo Léandre, que la observaba anhelante, descubrió algo parecido al miedo en sus pupilas, algo que el rápido movimiento de sus azulados párpados ocultó enseguida.
André-Louis siguió comiendo tranquilamente sin mirar siquiera a Climéne. Pronto los miembros de la compañía comprendieron que amenazaba tormenta, pero que no estallaría hasta que todos se hubieran retirado. Polichinela dio la señal levantándose, y todos salieron de la habitación. En menos de dos minutos no quedaba allí nadie salvo el señor Binet, su hija y André-Louis. Entonces Scaramouche dejó cuchillo y tenedor, bebió una copa de vino de Borgoña y se arrellanó en la silla para contemplar a Climéne.
– Creo -dijo- que vuestro paseo en coche ha sido agradable.
– Muy agradable, señor.