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Imprudentemente, ella trataba de remedar la frialdad de Scaramouche, aunque sin conseguirlo.

– Y ha sido un paseo provechoso, a juzgar por la piedra preciosa que desde aquí puedo ver. Debe de valer por lo menos doscientos luises, lo que es mucho dinero incluso para alguien tan rico como el marqués de La Tour d'Azyr. ¿Sería impertinente que vuestro futuro esposo os preguntara, señorita, qué es lo que habéis dado a cambio de esa sortija?

Pantalone se echó a reír con una mezcla de cinismo y enfado.

– Nada -dijo Climéne airada.

– Todo el mundo sabe que una joya es una especie de anticipo.

– ¡En nombre de Dios! Lo que dices es indecente -protestó Binet.

– ¿Indecente? -André-Louis miró a Binet con un desprecio tan fulminante que el muy sinvergüenza se removió intranquilo en su asiento-. ¿Has mencionado la palabra decencia, Binet? No me hagas perder la paciencia, que es lo que más detesto en la vida -y volvió a mirar a Climéne, que estaba con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en la palma de las manos, mirándole entre indiferente y desafiante. Entonces dijo-: Señorita, por vuestro bien os aconsejo que penséis un poco adonde conducen vuestros pasos.

– No necesito vuestros consejos para saberlo.

– Ya tienes la respuesta que te mereces -dijo Binet riendo-. Espero que haya sido de tu agrado.

El rostro de André-Louis había palidecido ligeramente y sus ojos, que no se apartaron un momento de su prometida, reflejaban una gran incredulidad. Ni siquiera oyó el comentario de Binet.

– No quisiera equivocarme ¿pero estáis diciendo que, conscientemente, queréis cambiar el honrado estado de esposa que os he ofrecido por… por lo que un hombre como el marqués de La Tour d'Azyr puede ofreceros?

El señor Binet hizo un gesto de fastidio volviéndose a su hija.

– Ya oyes lo que dice este gazmoño. Ahora verás con claridad que casarte con él sería tu ruina. Siempre estaría atravesado en tu camino. Sería el peor de los maridos, te quitaría todas las oportunidades que se te presenten, hija mía.

Ella asintió sacudiendo su linda cabeza.

– Empiezo a aburrirme de sus estúpidos celos -confesó mirando a su padre-. A decir verdad, me temo que como marido Scaramouche es imposible.

A André-Louis se le encogió el corazón. Pero, siempre actor, no dejó traslucir nada. Se rió un poco forzadamente y se levantó.

– Es vuestra decisión, señorita. Espero que no tengáis que arrepentiros.

– ¿Arrepentirse? -exclamó Binet sin dejar de reír, aliviado al ver que su hija al fin rompía con un novio que él nunca había aprobado, exceptuando las pocas horas en que creyó de verdad que era un excéntrico aristócrata de incógnito-. ¿Y por qué habría de arrepentirse? ¿Porque acepta la protección de un noble tan poderoso que puede regalarle una joya tan valiosa que una actriz consagrada en la Comedia Francesa no podría comprarse con el trabajo de todo un año? -Binet se había levantado y avanzó hacia André-Louis de forma conciliadora-. Vamos, vamos, amigo mío, no seas rencoroso. ¡Qué diablos! No te interpondrás en el camino de mi hija, ¿verdad? Realmente no puedes reprocharle su elección. ¿Sabes lo que significa para ella? ¿No te has parado a pensar que con el mecenazgo de un caballero así puede llegar muy alto y muy lejos? ¿No ves la suerte maravillosa que ha tenido? Si la quisieras tanto como demuestra tu temperamento celoso, no podrías desearle nada mejor.

André-Louis le miró en silencio largo rato y luego se tuvo que reír.

– ¡Eres absurdo! -dijo con desprecio-. Eres un ser absolutamente irreal -le dio la espalda y se dirigió a la puerta.

La actitud de André-Louis, su mirada de asco, su risa y sus palabras, hicieron estallar la ira del señor Binet por encima de su ánimo conciliador.

– ¿Absurdo yo? Irreal, ¿eh? -gritó siguiendo a Scaramouche y mirándolo con sus pequeños ojos donde ahora brillaba la maldad-. ¿Soy absurdo porque prefiero para mi hija la poderosa protección de ese noble caballero antes que casarla con un bastardo don nadie como tú?

André-Louis se volvió, ya con la mano en el picaporte.

– No -dijo-, me equivoqué. No eres absurdo, simplemente eres un canalla, al igual que tu hija, pues ambos estáis envilecidos.

Y salió.

CAPÍTULO X Contrición

La señorita de Kercadiou paseaba al sol de un domingo de marzo, en compañía de su tía, por la terraza del castillo de Sautron.

A pesar de su dulzura, de un tiempo a esta parte Aline estaba bastante irritable, rezumando cinismo. Lo cual hizo pensar a la señora de Sautron que su hermano Quintín había descuidado un poco su educación. Parecía que estaba muy instruida acerca de todo lo que una muchacha debía ignorar e ignoraba todo lo que una señorita debía conocer. Al menos eso pensaba la señora Sautron.

– Dígame, señora -le preguntó Aline-, ¿por qué los hombres son tan mujeriegos?

A diferencia de su hermano, la condesa era alta y sus modales, majestuosos. Antes de casarse con el caballero de Sautron, las malas lenguas del pueblo la definían como el único hombre en su familia. Desde su elevada estatura, miró azorada a su pequeña sobrina.

– Francamente, Aline, haces preguntas que no sólo son desconcertantes sino también indecentes.

– Quizá se deba a que la vida es desconcertante e indecente.

– ¿La vida? Una señorita nunca debe opinar sobre la vida.

– ¿Por qué no, si una tiene que vivir? A menos que vivir también sea una indecencia.

– Lo que es indecente es que una jovencita soltera quiera saber demasiado acerca de la vida. En cuanto a tu absurda pregunta sobre los hombres, debo recordarte que el hombre es la más noble creación de Dios, y supongo que así queda suficientemente contestada.

La señora de Sautron no estaba dispuesta a extenderse sobre el tema. Pero la señorita de Kercadiou era muy testaruda.

– Entonces -dijo Aline-, ¿quiere decirme por qué los hombres buscan irresistiblemente lo impúdico de nuestro sexo?

La condesa se detuvo alzando las manos al cielo y miró a su sobrina muy enfadada.

– A veces, y más de la cuenta, mi querida Aline, quieres saber demasiado. Le escribiré a Quintín para que te case enseguida, y eso será lo mejor para todos.

– El tío Quintín me ha dado permiso para que yo decida sobre eso -le recordó Aline.

– Ése es el último y más torpe de sus errores -afirmó la señora convencida-. ¿Dónde se ha visto que una jovencita decida cuándo será su matrimonio? Es hasta… indelicado exponerla a pensar en semejantes cosas. Pero Quintin es un patán. Su conducta es inadmisible. ¡Que el señor de La Tour d'Azyr tenga que esperar a que tú decidas! -y de nuevo se enojó-. ¡Eso es una ordinariez… es casi una obscenidad! ¡Dios mío! Cuando yo me casé con tu tío, nuestros padres lo arreglaron todo. Le vi por primera vez cuando vino a firmar el contrato. Y de haber sido de otro modo, me hubiera muerto de vergüenza. Ésa es la única manera de resolver estos asuntos.

– No dudo que tenga razón, señora. Pero ya que en mi caso no es así, trataré el asunto de otra forma. El señor de La Tour d'Azyr quiere casarse conmigo. Le he permitido que me corteje, y me gustaría que alguien le informara que no quiero que lo siga haciendo.

La condesa se quedó petrificada. Su largo rostro se puso blanco como el papel y respiraba con dificultad.

– Pero… pero ¿qué dices, Aline? -tartamudeó.

Serenamente, Aline reiteró su firme deseo.

– ¡Pero eso es horrible! No puedes jugar así con los sentimientos de un caballero de la calidad del marqués. ¿Por qué hace menos de una semana me permitiste que le dijera que accederías a ser su esposa?

– Lo hice en un momento de… precipitación. Pero después la conducta del marqués me ha convencido de mi error.

– ¡Pero, Dios mío! -exclamó la condesa-. ¿Estás ciega para no ver el gran honor que te hace? El marqués hará de ti la primera dama de Bretaña, ¿y eres tan tonta, mucho más incluso que Quintin, que desprecias esa enorme suerte? Déjame advertirte -dijo alzando un dedo admonitorio- que si continúas portándote tan estúpidamente, el señor de La Tour d'Azyr romperá definitivamente contigo y se alejará indignado, y con razón.