– Es justamente lo que más deseo, querida tía, y espero que me ayudéis a conseguirlo.
– ¡Oh, estás loca, sobrina!
– Es posible que en este momento lo único sensato sea dejarme guiar por mi instinto. Mi resentimiento está justificado porque el hombre que aspira a ser mi esposo corteja al mismo tiempo a una vulgar actriz del Teatro Feydau. -¡Aline!
– ¿Acaso no es verdad? ¿O es que encontráis justificable la conducta del marqués?
– Aline, eres muy ambigua. A veces me asombra el atrevimiento de tus palabras, y otras, lo que me deja pasmada es tu excesiva gazmoñería. Te han educado como a una pequeña burguesa. La culpa la tiene Quintin, que en el fondo siempre ha tenido alma de tendero.
– No le preguntaba su opinión sobre mi conducta, sino sobre la del señor de La Tour d'Azyr.
– Pero es una indelicadeza fijarse en esas cosas. Deberías ignorarlas por completo, y no concibo quién tiene la crueldad de enseñártelas. Pero ya que estás informada, al menos deberías tener la discreción de cerrar los ojos ante asuntos que están fuera del… del ambiente apropiado para una señorita educada como Dios manda.
– ¿Estarán también fuera de mi ámbito cuando esté casada? -Si eres juiciosa, sí. No tendrías por qué enterarte. Son cosas que… que marchitan tu inocencia. Dios no quiera que el señor de La Tour d'Azyr sepa que lo sabes. Si te hubieran educado correctamente en un convento, nada de esto sucedería. -Pero sigue sin contestar a mi pregunta -exclamó desesperada Aline-. No es mi castidad la que está en tela de juicio, sino la del señor de La Tour d'Azyr.
– ¡Castidad! -los labios de la señora de Sautron temblaron de horror, un horror que se extendió a todo su rostro-. ¿Dónde aprendiste tan espantosa e indebida palabra?
Entonces la señora de Sautron controló sus emociones, pues se dio cuenta de que lo mejor era actuar con calma y prudencia.
– Puesto que sabes tanto, querida niña, sobre lo que deberías ignorar, te diré que no hay nada malo en que un caballero tenga esas pequeñas distracciones.
– Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué tiene que ser así?
– ¡Oh, Dios mío! Me haces preguntas que son un misterio de la Naturaleza. Es así porque es así. Porque los hombres son así.
– Porque son unos mujeriegos, querrá decir, o sea, lo que yo decía al principio.
– Eres estúpidamente incorregible, Aline…
– Usted piensa eso porque no vemos las cosas de la misma manera. Sin embargo, tengo derecho a exigir que mientras el marqués me haga la corte, no se la haga al mismo tiempo a una gris actriz. Siento que me está comparando con esa incalificable criatura y, por tanto, me insulta. El marqués es un zoquete, cuyos cumplidos son tan imbéciles como poco originales. Además, todo lo que salga de sus labios me contamina, porque están manchados por los besos de esa pelandusca.
Tan escandalizada estaba la señora que por un momento enmudeció, y luego exclamó:
– ¡Dios mío! ¡Nunca hubiera creído que tenías una imaginación tan poco delicada!
– No puedo soportarlo, señora. Cada vez que sus labios tocan mis dedos, pienso en el último objeto que han tocado y corro a lavarme las manos. La próxima vez, a no ser que sea tan buena que le transmita antes mi mensaje, pediré un aguamanil y me las lavaré en su presencia.
– Pero ¿cómo voy a decírselo? ¿Cómo?… ¿Con qué palabras? -la dama estaba realmente demudada.
– Con franqueza. Es lo más sencillo. Dígale que si su vida ha sido impura en el pasado, y si ha de ser impura en el porvenir, por lo menos debe prepararse con pureza para casarse con una muchacha pura, virgen e inmaculada.
La condesa retrocedió espantada, llevándose las manos a la cabeza y haciendo una mueca de horror:
– ¿Cómo puedes? -jadeó-. ¿Cómo puedes decir cosas tan terribles? ¿Dónde las aprendiste?
– En la Iglesia.
– ¡Ah! Pero en la Iglesia se dicen muchas cosas con… con las que no se debe soñar en este mundo. Mi querida niña, ¿cómo quieres que le diga al marqués todo eso?
– Entonces se lo diré yo.
– ¡Aline!
– Tengo que salvarme de su insulto. Estoy profundamente disgustada con el marqués, y por muy distinguido que sea convertirme en marquesa de La Tour d'Azyr, prefiero casarme con un zapatero que sea decente.
Era tal su vehemencia y tan firme su determinación que la señora de Sautron decidió una vez más recurrir a la persuasión. Aline era su sobrina, y un matrimonio así era un honor para toda la familia. Tenía que evitar que se frustrara a cualquier precio.
– Escúchame, querida -le dijo-, razonemos un poco. El señor marqués está de viaje y no volverá hasta mañana.
– Es cierto. Y yo sé adonde ha ido o, por lo menos, con quién ha ido. ¡Dios mío! Y esa ramera tiene un padre, y hasta un novio que se va a casar con ella, y ninguno de los dos hace nada. Supongo que comparten su opinión, querida tía, ya que un gran caballero debe tener sus distracciones -dijo mordazmente, y añadió-: Perdón, ¿pero qué estaba diciendo, señora?
– Que pasado mañana regresarás a Gavrillac. El marqués te seguirá en cuanto pueda.
– Es decir, cuando se haya consumido su lujuria.
– Llámalo como quieras -la condesa estaba angustiada con la irreverencia verbal de su sobrina-. En Gavrillac no estará la señorita Binet. Será cosa del pasado. Es muy desagradable que la haya conocido en este momento. Pero no me negarás que es muy atractiva. Razón de más para disculpar a tu prometido. -El señor marqués pidió formalmente mi mano hace una semana. En parte para satisfacer los deseos de la familia y, en parte… -se interrumpió titubeando un momento, para proseguir con tono quejumbroso-… en parte porque no tenía gran interés en casarme, di mi consentimiento. Por las razones que le he explicado, ahora deseo retirar definitivamente ese consentimiento.
La señora estaba fuera de sí.
– Aline, jamás te lo perdonaría. Tu tío Quintin se quedaría desolado. No sabes lo que dices, ni la cosa tan maravillosa que rechazas. ¿Acaso no te importa tu posición ni el comportamiento debido a una dama de tu clase?
– Si no fuera consciente de eso, señora, hace mucho que hubiera terminado con todo esto. Si he tolerado seguir con el marqués, es porque comprendo la importancia que ese matrimonio tiene a vuestros ojos. Pero yo exijo algo más del matrimonio, y el tío Quintin ha dejado la decisión en mis manos.
– ¡Que Dios le perdone! -dijo la condesa-. Déjame guiarte. ¡Oh, sí! Déjame guiarte -su tono era de súplica-. Le pediré consejo al tío Charles. Pero no hagas nada definitivo hasta que este infortunado asunto haya terminado. Charles sabrá cómo arreglarlo todo. El marqués hará penitencia, ya que tu tiranía así lo exige, pero no se pondrá cilicio ni ceniza en la cabeza. No le pedirás más, ¿verdad?
Aline se encogió de hombros, y dijo indiferente:
– No pido nada.
Así las cosas, la condesa consultó el caso con su esposo, un caballero de mediana edad, aristocrático porte y con mucha mano izquierda. La dama adoptó con él el mismo tono que Aline había empleado con ella y que ella había calificado de desconcertante e indecente. Incluso hizo suyas algunas frases de su sobrina.
De resultas, el lunes por la tarde, cuando al fin el carruaje del marqués de La Tour d'Azyr se detuvo ante el castillo, fue recibido por el señor de Sautron, quien le dijo que quería hablar con él un momento antes de que se cambiara de ropa.
– Gervais, estás loco -fueron las primeras palabras del señor conde.
– Querido Charles, eso no es ninguna novedad -respondió el marqués-. ¿De qué particular locura me acusan ahora? -respondió el marqués echándose cuan largo era en un sofá y mirando a su amigo con una sonrisa que parecía desafiar el paso de los años sobre su rostro.