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Por más que André-Louis se las diera de estoico, y por mucho hierro que quisiera quitarle al asunto, estaba atormentado. No culpaba a Climéne, pero sabía que se había equivocado respecto a ella. Según la veía ahora, no era más que una frágil barca a la deriva, a merced del primer viento que le prometiera avanzar. Estaba enferma de ambición, y André-Louis se felicitaba de haberlo descubierto a tiempo. Ahora sólo sentía por ella una gran lástima. La compasión era lo que quedaba del amor que ella le había inspirado, eran las heces del amor, el desperdicio depositado en el fondo después de vaciada la cuba del potente vino. Todo el odio de André-Louis se concentraba en su padre y en su seductor.

Las ideas que cruzaban su mente el lunes por la mañana, cuando se descubrió que Climéne no había regresado aún de su excursión del día anterior en el coche del marqués, eran bastante siniestras sin necesidad de que el turbado Léandre las atizara. Hasta ahora ambos hombres se habían tratado con mutuo desdén. Pero de pronto, compartir aquella desgracia, los unía en una especie de alianza. Al menos eso pensaba Léandre cuando aquella mañana buscaba a André-Louis en el muelle que estaba frente a la posada. Allí lo encontró, aparentemente despreocupado, fumando su pipa.

– ¡Rediós! -dijo-. ¿Cómo puedes estar ahí tan tranquilo y fumando a estas horas?…

Scaramouche miró al cielo y dijo:

– No hace frío, y hay buen sol. Aquí se está muy bien.

– No estoy hablando del tiempo -replicó Léandre de lo más excitado.

– ¿Y entonces de qué estás hablando?

– ¡De Climéne, por supuesto!

– ¡Oh! Esa señorita ya no me interesa -mintió André-Louis.

Léandre se plantó frente a él. Era apuesto, sus cabellos estaban empolvados y llevaba medias de seda. Su rostro estaba pálido y sus ojos parecían más grandes que de costumbre.

– ¿Ya no te interesa? ¿No vas a casarte con ella?

André-Louis contempló la nube de humo que salía de su pipa.

– No me ofendas. No me conformo con un plato de segunda mano.

– ¡Dios mío! -exclamó Léandre abriendo los ojos-. ¿Es que no tienes corazón? ¿Sigues siendo el mismo Scaramouche de siempre?

– ¿Qué esperas que haga? -preguntó André-Louis ligeramente sorprendido.

– No esperaba que la perdieras sin luchar.

– Pero en vista de que ya se ha ido -dijo dando una chupada a su pipa al tiempo que Léandre apretaba los puños con rabia impotente-, ¿cómo voy a luchar contra lo ineluctable? ¿Luchaste tú cuando yo te la quité?

– No era mía, así que no me la quitaste. Yo sólo era un pretendiente, en cambio tú la conquistaste. Pero aunque hubiera sido de otro modo, no se puede establecer una comparación. Lo nuestro con ella era honrado, pero ¡esto es el Infierno!

Su emoción conmovió a André-Louis, que le cogió por un brazo.

– Eres un buen muchacho, Léandre. Me alegra haberte salvado del destino que te esperaba.

– Entonces no la amas -exclamó apasionadamente-. Nunca la amaste. Si lo hubieras hecho, no hablarías así. ¡Dios mío! ¡De haber sido mi novia, y si hubiera ocurrido esto, yo mataría a ese hombre! ¿Me oyes? Pero tú, ¡oh!, estás ahí fumando y tomando el fresco, y hablando de ella como si no la conocieras. Debería partirte la cara por tus palabras.

Se quitó la mano de André-Louis del brazo y lo miró desafiante.

– Si lo hicieras -dijo André-Louis- estarías dentro de tu papel. Soltando una imprecación, Léandre dio media vuelta para irse. Pero André-Louis le detuvo.

– Un momento, amigo, dime una cosa: ¿te casarías ahora con ella?

– ¿Que si me casaría? -los ojos del joven chisporroteaban de pasión- Si ella me lo pidiera, sería su esclavo.

– Esclavo es la palabra exacta. Un esclavo en el Infierno.

– Para mí no hay Infierno donde ella esté, haga lo que haga. Yo no soy como tú, yo la amo de verdad. ¿Me oyes?

– Hace mucho que lo sé -dijo André-Louis-, aunque no sospechaba que tu enfermedad fuera tan violenta. Dios sabe que yo la amaba también, lo suficiente para compartir contigo el deseo de matar. Aunque en mi caso, la sangre azul del marqués de La Tour d'Azyr apenas mitigaría ese deseo. Me gustaría añadirle el viscoso fluido que corre por las venas del abyecto Binet.

Por un momento se dejó arrebatar, y Léandre descubrió la sed de venganza que había detrás de su fría apariencia. El joven que hacía los papeles de galán le estrechó la mano.

– Sabía que estabas actuando -le dijo-; tú sientes lo mismo que yo.

– Mira a lo que conduce el rencor. Me has descubierto. Y ahora, ¿qué? ¿Quieres ver al precioso marqués despedazado? Yo puedo ofrecerte ese hermoso espectáculo.

– ¿Cómo? -se asombró Léandre, preguntándose si no sería otra de las bromas de Scaramouche.

– Será fácil si alguien me ayuda. ¿Quieres ayudarme?

– Haré todo lo que me pidas -dijo Léandre impetuosamente-. Daría mi vida, si fuera necesario.

André-Louis le tomó otra vez por el brazo.

– Vamos a pasear un poco -dijo- y te diré lo que vamos a hacer.

Cuando los dos regresaron, los miembros de la compañía ya se disponían a comer. Climéne aún no había vuelto. El malestar presidía la mesa. Colombina y Madame estaban angustiadas. La relación entre Binet y su compañía se hacía cada vez más tirante.

André-Louis y Léandre se sentaron donde siempre. Los ojillos de Binet no dejaban de espiarlos con un brillo maligno, mientras sus gruesos labios esbozaban una grotesca sonrisa.

– Por lo visto ahora sois muy buenos amigos -dijo zumbón.

– Eres muy perspicaz, Binet -dijo Scaramouche en tal tono que más que un elogio aquello era un insulto-. Tal vez puedas adivinar también el por qué.

– Es fácil de adivinar.

– Si es así ¿por qué no se lo dices a la compañía? -le sugirió Scaramouche y, al cabo de un rato, añadió-: ¿Por qué titubeas? No creo que tu desvergüenza tenga límites.

Binet echó hacia atrás su gran cabeza.

– ¿Estás buscando pelea, Scaramouche?

– ¿Pelea? Estás de guasa. Un hombre de verdad no se rebaja a pelear con gente como tú. Todos sabemos el lugar que ocupan en la estimación pública los esposos complacientes. Pero, por todos los santos, ¿puedes decirnos qué lugar ocupan los padres complacientes?

Binet se levantó en toda su enorme corpulencia. De un manotazo apartó la mano con que Pierrot trataba de contenerle.

– ¡Maldita sea! -rugió-. Si usas ese tono insolente conmigo, te romperé la crisma.

– Si me rozas aunque sea con el pétalo de una rosa, me darás el pretexto que estoy deseando para matarte.

Scaramouche estaba tan tranquilo como de costumbre, lo que hacía que su actitud fuera mucho más temible. Los miembros de la compañía se alarmaron cuando André-Louis sacó de su bolsillo una pistola que nadie sabía que tenía.

– Estoy armado, Binet -dijo-, esto es sólo una advertencia. Vuélveme a provocar y te mataré como si fueras una asquerosa babosa, que es a lo que más te pareces, una babosa sin alma ni cerebro. Cada vez que lo pienso, me da asco tener que compartir esta mesa contigo. Se me revuelve el estómago.

Rechazó su plato y se levantó, añadiendo:

– Voy a comer al piso de abajo con los criados.

– Yo también voy contigo -dijo Colombina.

Aquello fue como una señal. De haber sido un plan preconcebido, no hubiera funcionado tan bien. Binet estaba convencido de que era una conspiración, pues detrás de Colombina se marchó Léandre, y detrás de éste, Polichinela, y luego se fueron todos hasta dejarlo solo, sentado a la cabecera de una mesa vacía, en una habitación vacía, roído por la rabia y por el miedo.

Se quedó pensativo y así lo encontró media hora después su hija, cuando regresó de su excursión y entró en la sala.

Estaba algo pálida, y un poco acoquinada ante la perspectiva de enfrentarse con las miradas de toda la compañía. Al ver que allí sólo estaba su padre, se detuvo en la puerta.