– ¿Dónde están todos? -preguntó haciendo un esfuerzo por fingir naturalidad.
El señor Binet alzó la barbilla y la miró con los ojos inyectados en sangre. Frunció el ceño, apretó los labios y carraspeó. Contempló a su hija contento de verla tan bonita, tan elegante con su largo abrigo de pieles, su manguito y el sombrero donde rutilaba una hebilla de diamantes de imitación. Con una hija así, no tenía que temerle al futuro ni a las tretas que pudiera urdir Scaramouche.
Pero al hablar su tono de voz no denotaba aquel optimismo.
– ¡Al fin has vuelto, cabeza loca! -refunfuñó-. Ya empezaba a preguntarme si ibas a actuar esta noche. No me hubiera sorprendido que no llegaras a tiempo para la función. Desde que has escogido interpretar tu nuevo y elegante papel haciendo caso omiso de mis consejos, nada puede sorprenderme.
La joven cruzó la habitación y se apoyó en la mesa, mirándolo con aburrimiento.
– No tengo nada de que arrepentirme -dijo.
– Todos los necios dicen lo mismo. Si fuera verdad, no lo dirían. Y tú haces lo mismo que ellos. Tú vas a lo tuyo, a tu aire, a pesar de los consejos de la experiencia. Acabarás con mi vida, hija, ¿qué sabes tú de los hombres?
– De momento, no puedo quejarme -dijo ella.
– Pero tal vez después descubras que habrías hecho mejor escuchando los consejos de tu viejo padre. Mientras tu marqués te anhelaba, no había nada que no pudieras obtener de él. Mientras sólo le permitieras que te besara la punta de los dedos… ¡maldita sea!… era entonces cuando tenías que haber construido tu porvenir. Aunque vivas mil años nunca volverás a tener otra ocasión como ésta, y la has desperdiciado… ¿por qué?
La muchacha se sentó.
– Eres sórdido -dijo enojada.
– ¿Sórdido, yo? Conozco muy bien este asco de mundo y creí que tú también lo conocías. Tenías la carta de triunfo, y hubiera sido para siempre tuya si hubieses jugado bien tus cartas, como yo te ordené. Bueno, pues ya has jugado tu carta, y ¿dónde está el triunfo? El viento se lo llevó. Y habrá que dar gracias a Dios si no se lleva otras cosas, por ejemplo, la compañía si seguimos como vamos. Ese granuja de Scaramouche los ha confabulado a todos contra mí. Siguiendo su ejemplo, todos se han vuelto puritanos. No volverán a sentarse a la mesa conmigo. -Pantalone balbuceaba entre rabioso y sarcástico-. Fue tu amiguito Scaramouche quien les dio el ejemplo a seguir. No contento con eso, amenazó con matarme y me llamó… Pero ¿qué mas da? Lo que importa es el peligro que entraña que la Compañía Binet descubra que puede abrirse paso sin el señor Binet y sin su hija. Ese canalla bastardo me lo ha ido robando todo poco a poco. Ahora tiene en su poder a la compañía, y es lo bastante ingrato, lo bastante vil, para hacer uso de ese poder.
– Déjalo que haga lo que quiera -dijo ella sin darle importancia.
– ¿Dejarle? -se asustó Pantalone-. ¿Y qué será de nosotros?
– En cualquier caso, la Compañía Binet ya no es importante -dijo ella-. Muy pronto iré a París, donde hay mejores teatros que el Feydau. Allí está el Palais Royal, el Ambigú Comique, la Comedia Francesa. Incluso es posible que tenga mi propio teatro.
Los ojos de Binet casi se salían de sus órbitas, y puso su gorda mano sobre las de Climéne. Ella notó que su padre temblaba.
– ¿Te ha prometido eso? ¿Te lo ha prometido?
Ella le miró inclinando la cabeza en gesto afirmativo, mirándolo pícaramente y con una sonrisita en sus labios perfectos.
– Por lo menos no me lo negó cuando se lo pedí -contestó absolutamente convencida de que todo saldría a pedir de boca.
– ¡Bah! -exclamó Binet con una mueca de disgusto y retirando su mano-. ¡No te lo negó! -se burló de ella y añadió encolerizado-: Si hubieras seguido mis consejos, el marqués hubiera accedido a todo, te hubiese dado cualquier cosa que le pidieras, pues él tiene poder para hacerlo. Pero has cambiado la certeza por la probabilidad, y yo odio las probabilidades. ¡Dios mío! Me he pasado la vida viviendo de probabilidades, y muriéndome de hambre, pues las probabilidades no se comen.
Si Climéne hubiera sospechado la conversación que en aquel momento tenía lugar en el castillo de Sautron, no se hubiese reído tan irónicamente de los funestos vaticinios de su padre. Pero estaba destinada a no saber nunca nada de aquella entrevista, lo cual fue su más cruel castigo. Ella culparía de todo -tanto el fin de sus esperanzas con el marqués como la súbita disgregación de la Compañía Binet – al vengativo y ruin Scaramouche.
De todas maneras, aunque el señor de Sautron no hubiera advertido al marqués, los sucesos de aquella noche en el Teatro Feydau le hubieran dado suficientes motivos para suspender una aventura llena de emociones demasiado desagradables. En cuanto a la disolución de la compañía, evidentemente sería obra de André-Louis, aunque no era algo que hubiera buscado deliberadamente.
Prueba de ello es que en el intermedio del segundo acto, Scaramouche entró en el camerino donde estaban Polichinela y Rhodomont. Polichinela estaba cambiándose de traje.
– No hace falta que os disfracéis -advirtió-. No creo que la obra siga después de mi entrada con Léandre en el próximo acto.
– ¿Qué quieres decir?
– Ya lo veréis -dijo poniendo un papel sobre la mesa de Polichinela, que estaba repleta de cosméticos para maquillaje-. Leed esto. Es una especie de testamento en favor de la compañía. He sido abogado, y os garantizo que el documento está en orden. Todos vosotros seréis los beneficiarios de los derechos correspondientes a mi parte como socio de la compañía.
– Pero ¿quieres decir que vas a dejarnos? -exclamó Polichinela alarmado, mientras la mirada sorprendida de Rhodomont hacía la misma pregunta.
Scaramouche se encogió de hombros elocuentemente. Polichinela dijo melancólico:
– Por supuesto, esto estaba previsto. Pero ¿por qué tienes que ser el único que se vaya? Eres tú quien ha hecho de nosotros lo que somos, eres la verdadera cabeza de la troupe; nos has convertido en una auténtica compañía de teatro. Si alguien tiene que irse, que sea Binet, Binet y su infernal hija. ¡Oh, si te vas, todos nos iremos contigo!
– ¡Ay! -añadió Rhodomont-. Bastante hemos sufrido con ese bribón.
– Ya había pensado en esa posibilidad -dijo André-Louis- y no por vanidad, sino por confianza en vuestra amistad. Si sigo vivo después de ésta, os prometo que consideraré esa posibilidad.
– ¿Seguir vivo? -preguntaron los dos actores al unísono.
Polichinela se puso en pie. -¿Qué locura tienes en mente?
– Por una parte, voy a darle una satisfacción a Léandre, y por otra, tengo una pelea pendiente con alguien…
En ese momento sonaron los tres golpes de bastón en el escenario.
– ¡Me llaman a escena! -dijo Scaramouche-. Guarda ese papel, Polichinela. Aunque después de todo, quizá no sea necesario.
Y salió. Rhodomont y Polichinela se miraron atónitos.
– ¿Qué demonios se traerá entre manos? -preguntó Rhodomont.
– Lo mejor será ir a verlo -contestó el otro.
A pesar de lo que le dijo Scaramouche, Polichinela terminó de vestirse apresuradamente y siguió a Rhodomont.
Al acercarse a los bastidores una salva de aplausos los recibió. Eran algo más que aplausos, se trataba de aplausos bastante insólitos. Cuando cesaron, se oyó la voz de Scaramouche vibrando como una campana:
– Ya ves, amigo Léandre, que cuando hablas del Tercer Estado hay que explicarse mejor. ¿Qué es, exactamente, el Tercer Estado?
– Nada -respondió Léandre.
Desde los bastidores se oyó el sofocado murmullo de asombro del público, pero enseguida vino otra pregunta de Scaramouche:
– Desgraciadamente es cierto. Pero ¿qué tendría que ser?
– Todo -dijo Léandre.
Los espectadores redoblaron su ovación, ahora más enérgica por lo inesperado de la réplica.