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– Cierto es también -dijo Scaramouche-, es más, eso es lo que será, lo que ya es. ¿Acaso lo dudas?

– No, lo espero -dijo Léandre, que todo lo había ensayado en secreto con su compañero.

– Puedes estar seguro -dijo Scaramouche, otra vez en medio de estruendosas aclamaciones.

Polichinela y Rhodomont volvieron a mirarse, y éste guiñó un ojo no sin alegría.

– ¡Maldita sea! -rebuznó alguien detrás de ellos-. ¿Otra vez empieza el granuja con sus mensajes políticos?

Los dos actores se volvieron para encontrarse frente a frente con Binet. A paso de lobo había llegado hasta ellos, y ahora estaba allí con su traje escarlata de Pantalone y los ojillos centelleando de ira a ambos lados de su narizota de cartón. Pero de nuevo la voz de Scaramouche captó toda su atención. El actor había avanzado hasta el borde del proscenio.

– Léandre -dijo al público- duda a veces, porque es de los que todavía adoran al carcomido ídolo del Privilegio. Por eso teme creer en una verdad que empieza a resplandecer para todo el mundo. ¿Podré convencerle? ¿Tendré que decirle cómo una turba de nobles, escoltados por criados armados, unos seiscientos hombres en total, trataron de doblegar al Tercer Estado de Rennes hace pocas semanas? ¿Tendré que recordarle la conducta marcial demostrada en esa ocasión por el Tercer Estado, y cómo limpiaron las calles de esa chusma de nobles encanallados… de cette canaille noble 1?

Un delirante aplauso lo obligó a hacer una pausa. La última frase del parlamento de Scaramouche había puesto el dedo en la llaga. A los del público que habían sufrido aquella infame denominación de «canallas», les encantó la ocurrencia de que ahora se volviera contra los nobles que la habían acuñado.

– Pero quiero hablaros de su jefe -prosiguió Scaramouche dirigiéndose al público-, que es le plus noble de cette canaille ou bien le plus canaille de ces nobles11. Vosotros le conocéis. Le teme a muchas cosas, pero sobre todo, a la voz de la verdad. Cuando la verdad es dicha con elocuencia, los de su clase tratan de silenciarla al instante. Por eso acaudilló a sus pares y a sus servidumbres, y les llevó para que asesinaran a infortunados burgueses sólo por el delito de haber levantado la voz. Pero esos infortunados burgueses se negaron a ser asesinados en las calles de Rennes. Se les ocurrió que ya que los nobles habían decretado que corriera la sangre, podía muy bien ser la sangre de los nobles la que corriera. Y formaron en orden de batalla -la noble chusma contra la chusma de los nobles-, y lo hicieron tan bien, que los aristócratas, con el señor de La Tour d'Azyr a la cabeza, huyeron en tropel hasta refugiarse en el convento de los franciscanos. Gracias a ese sagrado santuario, algunos sobrevivieron y entre ellos, el arrogante jefe de todos, el marqués de La Tour d'Azyr. Todos conocéis a ese esforzado marqués, a ese gran señor de horca y cuchillo.

La sala estalló con el ruido de una tempestad que sólo cesó un poco cuando se oyó de nuevo la voz de Scaramouche:

– ¡Oh, qué espectáculo tan maravilloso fue ver a ese gran cazador corriendo como una liebre para esconderse en el convento de los franciscanos! Desde entonces nadie le ha vuelto a ver por Rennes. Y sin embargo, desde entonces Rennes no ansia otra cosa que volverlo a ver. Pero es curioso que siendo tan valiente, sea tan discreto. ¿Y dónde creéis que se ha refugiado ese gran noble que quería lavar las calles de Rennes con la sangre de sus ciudadanos, ese hombre que hubiera hecho una carnicería con jóvenes y viejos, con cualquiera de los que él llama la canaille, con tal de silenciar la voz de la razón y la libertad que hoy ya empieza a oírse en toda Francia? ¿Dónde creéis que se esconde? Pues aquí, en Nantes.

Se oyó otro vocerío, pero Scaramouche prosiguió:

– ¿Qué decís? ¿Que no puede ser? Pues yo os garantizo, amigos míos, que en este momento está aquí, en este teatro, acechando sin ser visto desde aquel palco. Pero es demasiado tímido para mostrarse en público. ¡Oh, es un caballero tan modesto! Pero está allí, detrás de esas cortinas. ¿No os mostraréis ante vuestros amigos, marqués de La Tour d'Azyr, y ya que consideráis que la elocuencia es un don tan peligroso, no les dirigiréis ni una sola palabra? Si no lo hacéis; creerán que estoy mintiendo cuando les digo que estáis aquí…

A pesar de lo que André-Louis pensara de él, el señor de La Tour d'Azyr no era un cobarde. Decir que se escondía en Nantes no era cierto. El marqués iba y venía pública y descaradamente. Lo que pasaba era que los habitantes de Nantes hasta ese momento ignoraban su presencia entre ellos, sólo porque él había desdeñado notificarles su llegada, del mismo modo que hubiera desdeñado ocultársela.

Al verse así desafiado, y a pesar del peligroso ambiente que se respiraba en el teatro, donde el público era mayoritariamente burgués, el marqués de La Tour d'Azyr se opuso a la resistencia de Chabrillanne y descorrió las cortinas del palco mostrándose súbitamente, pálido, pero ecuánime y desdeñoso. Primero miró al osado Scaramouche y luego a los que desde abajo le manifestaban su hostilidad. Crispando los puños y enarbolando amenazadores bastones en el aire, la gente multiplicaba sus alaridos:

– ¡Asesino! ¡Canalla! ¡Cobarde! ¡Traidor!

Pero el hombre se mantenía firme frente a la tormenta, siempre sonriendo con inefable desprecio. Esperaba un poco de silencio para hablar. Pero esperó en vano, como muy pronto comprendió. Su mueca de desprecio, que no se tomó el trabajo de disimular, sólo servía para acicatear el odio hacia él.

La platea se convirtió en un pandemónium. Aquí y allí los hombres se liaban a puñetazos, y ya se veían brillar algunas espadas, aunque por suerte estaban todos tan apretujados, que apenas si podían desenvainarlas. Los que iban acompañados de damas, y los tímidos por naturaleza, abandonaron precipitadamente el teatro convertido en campo de batalla, mientras los más iracundos rompían las sillas para usarlas a guisa de garrotes y arrancaban los candelabros de las paredes usándolos como armas arrojadizas. Uno de esos candeleros de aplique, arrojado por un aristócrata desde un palco, estuvo a punto de romperle la cabeza a Scaramouche, quien seguía en medio del escenario, contemplando triunfal las consecuencias de su morcilla convertida en arenga. Conociendo la inflamable sustancia de que estaba hecho aquel público, había arrojado con acierto la tea de la discordia. Allí estaban los representantes de uno y otro bando enzarzados en aquella reyerta que ya era el preludio de la gran conmoción que agitaría a toda Francia. Los llamamientos resonaban en el teatro:

– ¡Abajo la canaille! -vociferaban unos. -¡Abajo los privilegiados! -aullaban otros. Y por encima de la gritería, se oía, tenazmente, el grito de: -¡Al palco! ¡Muerte al carnicero de Rennes! ¡Muerte al marqués de La Tour d'Azyr que le ha declarado la guerra al pueblo! Una avalancha de gente se abalanzó a una de las puertas de la platea que daba a la escalera que conducía a los palcos.

Entonces, mientras la lucha y el caos se esparcían a la velocidad de un rayo más allá del teatro, llegando incluso a la calle, el palco del señor de La Tour d'Azyr se convirtió en el centro de los ataques de los burgueses y en el bastión no sólo de los aristócratas, sino también de los que en cierta forma estaban ligados a la nobleza.

El marqués de La Tour d'Azyr había dejado su palco para encontrarse con los que se le unían. Y ahora, en la platea, un grupo de furibundos caballeros trataba de abrirse paso hasta el escenario, a través del foso de la orquesta, para castigar al audaz comediante responsable de aquella revuelta. Pero otro grupo de hombres, que apoyaba a André-Louis, les opuso resistencia obligándolos a retroceder.

En vista de esto, y acordándose del candelera que le habían arrojado, Scaramouche se volvió a Léandre, que permanecía a su lado, y le dijo: