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– Ha llegado la hora de irnos.

Léandre, lívido bajo el maquillaje, sobrecogido por aquel estallido multitudinario que nunca hubiera podido imaginar, tartajeó una frase de asentimiento. Pero era demasiado tarde, pues en ese momento los atacaban por la espalda.

El señor Binet había conseguido avanzar dejando atrás a Polichinela y a Rhodomont, quienes lo habían contenido hasta el último momento. Seis nobles, asiduos visitantes del camerino de Climéne, irrumpieron en el escenario, dispuestos a descuartizar al canalla que había provocado aquella riña tumultuaria, y fueron ellos quienes apartaron a los dos actores que aguantaban a Binet. Seguían a Pantalone, con las espadas desenvainadas, pero detrás de ellos también venían Polichinela, Rhodomont, Arlequín, Pierrot, Pasquariel y Basque, armados con todo lo que pudieron coger apresuradamente para defender al hombre con quien tanto simpatizaban y en quien ahora depositaban todas sus esperanzas.

A la cabeza de los aristócratas avanzaba Binet, corriendo como nunca nadie hubiera podido imaginarlo, y esgrimiendo el largo bastón inseparable de Pantalone.

– ¡Infame sinvergüenza! -ladraba-. Me has arruinado, pero juro por Dios que me las pagarás.

André-Louis se volvió a él.

– Confundes la causa con el efecto -le gritó.

Pero no dijo más. De un certero golpe, el bastón de Binet se astilló sobre su hombro. De no ser porque se apartó rápidamente, el palo le hubiera roto la cabeza. Entonces Scaramouche se metió la mano en el bolsillo y se oyó una detonación. Era el pistoletazo con que André-Louis replicaba al bastonazo.

– ¡Ya te había avisado, inmundo alcahuete! -gritó sin dejar de apuntarle.

Binet se desplomó gritando, mientras que el feroz Polichinela, ahora fiero de verdad, se acercó a André-Louis para susurrarle rápidamente al oído:

– ¡Estás loco! ¡No era para tanto! Tienes que irte inmediatamente o dejarás aquí el pellejo. ¡Vete ahora mismo!

Era un consejo sensato y Scaramouche lo aceptó enseguida. Los caballeros que seguían a Binet, en parte paralizados por las improvisadas armas de los actores y, en parte, por la pistola de Scaramouche, le dejaron escapar. André-Louis llegó a los bastidores, donde se topó de manos a boca con dos de los policías que ya invadían el teatro para restablecer el orden. Tendría problemas con ellos por su osadía de aquella noche y por el balazo que le había incrustado a Binet en alguna parte de su obeso cuerpo. Así que blandió su pistola, diciéndoles:

– ¡Dejadme pasar o juro que os levantaré la tapa de los sesos!

Cogidos por sorpresa, asustados, pues no tenían armas de fuego, los gendarmes retrocedieron dejándolo escapar. Scaramouche pasó velozmente por delante del camerino donde las mujeres de la compañía se habían atrancado hasta que pasara la tormenta, y ganó la callejuela que estaba detrás del teatro. La calle estaba desierta. Corrió tratando de llegar a la posada para recoger su dinero y alguna ropa, pues ahora no podía permanecer en la calle vestido con el traje de Scaramouche.

LIBRO TERCERO La espada

CAPÍTULO PRIMERO Transición

Es lamentable -escribía André-Louis desde París a Le Chapelier, en una carta que aún se conserva- que me haya despojado definitivamente del ropaje de Scaramouche, puesto que no hay otro más adecuado para mí. Todo parece indicar que mi papel es provocar siempre la conflagración y luego escapar antes de que me alcance el fuego. Es algo humillante. Y trato de consolarme con Epicteto -¿lo has leído?-, quien decía que no somos más que actores de una obra de teatro donde desempeñamos el papel que nos ha asignado el director. Sin embargo, no me consuela haber sido escogido para un papel tan despreciable que casi siempre consiste en el arte de escurrir el bulto. Pero si no soy valiente, al menos soy prudente, de modo que si me falta alguna virtud, puedo reivindicar otra con creces. En una ocasión fui condenado a la horca por sedición. ¿Iba a quedarme de brazos cruzados para que me ahorcaran? Esta vez me ahorcarían por varios motivos, incluyendo un asesinato, aunque en realidad no sé si el ignominioso Binet está vivo o muerto a causa del plomo que le alojé en su asquerosa panza. Me gustaría que estuviera muerto. Y en el Infierno. Pero en realidad me da lo mismo. En el terreno personal, tengo problemas. He gastado lo poco que pude llevarme cuando huí de Nantes aquella terrible noche, y las dos únicas profesiones que conozco -las leyes y el escenario- están cerradas para mí, ya que no puedo buscar empleo en ninguna de las dos sin delatarme y ponerme en manos del verdugo. Así las cosas, es posible que me muera de hambre, sobre todo tomando en cuenta el precio de los víveres en esta famélica ciudad. Y otra vez busco consuelo en Epicteto: «Es mejor -decía-morir de hambre tras haber vivido sin aflicción ni miedo, que vivir en la abundancia pero con el espíritu turbado». Lo más probable es que muera en la forma que él considera tan envidiable. Que no me parezca tan envidiable no hace más que probar que como estoico no doy la talla.

Existe otra carta suya, fechada en la misma época y dirigida al marqués de La Tour d'Azyr, que publicó el señor Émile Quersac en su libro Corrientes subterráneas en la revolución de Bretaña, exhumada por él de los archivos de Rennes, donde depositó esa carta el señor de Lesdiguiéres, quien a su vez la había recibido de manos del marqués como parte de la documentación judicial.

Los periódicos de París -dice la carta-, que han reflejado con lujo de detalles la reyerta en el Teatro Feydau y descubierto la verdadera identidad de su autor, Scaramouche, me informan también que habéis escapado al destino que os preparaba cuando suscité aquel huracán de indignación pública. No creáis que lamento vuestra salvación. Al contrario, me alegro. Matar justicieramente tiene la desventaja de que el ajusticiado no se entera de que se ha hecho justicia. De haber muerto aquella noche, de haber sido descuartizado en el teatro, ahora estaríais durmiendo un eterno sueño imperturbable. Y eso me atormentaría. Es mejor que el culpable expíe sus delitos en el tormento que en la muerte súbita. No estoy seguro de que exista un Infierno en la otra vida, pero sí sé que lo hay en ésta. Y deseo que continuéis viviendo un poco, para que probéis algo de su amargura.

Asesinasteis a Philippe de Vilmorin porque temíais lo que llamasteis su «peligroso don de la elocuencia». Aquel día juré que vuestra diabólica acción no daría frutos, pues la voz que habíais asesinado resonaría como un clarín por todo el país. Éste es mi concepto de venganza. ¿Habéis comprobado cómo he empezado a ejecutarla y cómo seguiré haciéndolo cada vez que se presente la ocasión? Al otro día de vuestro crimen, durante mi arenga al pueblo de Rennes, ¿no oísteis la voz de Philippe de Vilmorin proclamando sus ideas con ardor y pasión superiores a las suyas, gracias a que el espíritu de la justicia me inflamó con su ayuda? En Nantes, en la voz de Omnes Omnibus -de nuevo mi voz- pidiendo el dominio del Tercer Estado, ¿no oísteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin? ¿Habéis pensado que fueron sus ideas y no un hombre lo que asesinasteis, ideas resucitadas en mí, su amigo superviviente? ¿Comprendéis que fueron esas mismas ideas las que invalidaron vuestro recurso a las armas, cuando fuisteis derrotado en Rennes y obligado a esconderos en el convento de los franciscanos? Y aquella noche, cuando desde el escenario del Teatro Feydau fuisteis desenmascarado, ¿no escuchasteis otra vez la voz de Philippe de Vilmorin, aquel peligroso don de la elocuencia que tan neciamente creísteis silenciar con una estocada? Así pues, esa voz que resuena desde la tumba, os perseguirá incansablemente hasta que seáis arrojado al Infierno. Ahora lamentaréis no haberme matado también como os invité a hacer en aquella ocasión. Disfruto imaginando la amargura de vuestro arrepentimiento. Sentir la frustración de haber perdido una oportunidad como aquélla es el peor infierno para el alma, sobre todo para la vuestra. Éstas son las razones por las que me alegro de que os salvarais de la batalla campal en el Teatro Feydau, aunque confieso que no era ésa mi intención cuando la provoqué. Por eso estoy contento de que sigáis con vida, rabiando y sufriendo en la sombra, sabiendo al fin -puesto que no tuvisteis la lucidez de comprenderlo antes- que la voz de Philippe de Vilmorin no dejará de denunciaros, cada vez con mayor insistencia, hasta que, después de vivir temeroso, caigáis ensangrentado a manos del justo castigo que el peligroso don de la elocuencia de vuestra víctima ha levantado contra vos.