– Vuelves a precipitarte, primo André. He permitido a mi tío que consienta en que el señor marqués me haga la corte. Me gusta mucho el aspecto de ese caballero. Considerando que es una persona eminente, me halaga ser su preferida. La suya es una posición que compartiría gustosa. El señor marqués no tiene tampoco nada de tonto. Será interesante que me corteje. Y quizá lo sea más casarse con él. Así que, tras considerar todo esto, es probable, incluso muy probable, que al final me case con él.
Él contempló el dulce rostro infantil, aquel óvalo de blanca pureza, y quedó desconcertado.
– ¡Qué Dios se apiade de ti, Aline! -dijo con voz ahogada.
Aline taconeó el suelo. Pensó que André-Louis era desesperante y bastante presumido.
– Te muestras insolente.
– Implorarle a Dios no puede ser una insolencia, Aline. Y yo no he hecho otra cosa, y lo seguiré haciendo, porque pienso que seguramente vas a necesitar mis oraciones.
– ¡Eres insoportable!
El rubor que invadía sus mejillas mostraba claramente la cólera que ahora dominaba a la joven.
– Es que sufro, Aline. ¡Oh, primita mía, piensa bien lo que vas a hacer! fíjate en las realidades que vas a cambiar por esas falsedades. Realidades que jamás conocerás, porque la falsedad te lo impedirá. Cuando el señor marqués de La Tour d'Azyr venga a hacerte la corte, estúdialo bien, consulta tu delicado instinto; deja que tu noble naturaleza juzgue libremente a ese animal. Considera que…
– Considero, señor, que estáis abusando de la bondad y la confianza que siempre os he demostrado. ¿Quién sois? ¿Quién os ha dado permiso para emplear conmigo ese tono insolente?
Él se inclinó y volvió a ser el hombre frío e indiferente de siempre y, tras recuperar su habitual tono zumbón, dijo:
– Os felicito, señorita, por la rapidez con que comenzáis a adaptaros al gran papel que vais a interpretar. -Adaptaos vos también, señor mío -replicó ella volviéndole la espalda.
– ¿Adaptarme a ser polvo vil bajo el altivo pie de la señora marquesa? -preguntó-. Espero que sabré ocupar mi lugar en el futuro.
Esa frase detuvo a Aline. Al volverse de nuevo, André-Louis percibió en sus ojos un brillo sospechoso. Y por un momento la burla del joven se tradujo en arrepentimiento.
– ¡Oh, Dios, he sido un necio, Aline! -exclamó avanzando hacia ella-. Te pido que olvides lo que he dicho.
Al volverse, ella casi tenía la intención de pedirle perdón también. Pero la contrición de él hizo que no fuera necesario.
– Trataré de olvidarlo -dijo ella-, siempre y cuando prometas no ofenderme de nuevo.
– No, no lo haré -contestó él-. Pero yo soy así. Lucharé por salvarte hasta el fin; lucharé contra ti misma si es necesario, me perdones o no.
Así estaban los dos, frente a frente, un poco como retándose, cuando otras personas salieron al porche.
El primero en salir fue el señor marqués de La Tour d'Azyr, conde de Solz, caballero de las Órdenes del Espíritu Santo y de Saint Louis, y general de brigada del ejército del rey. Era un caballero alto, de talante gentil, marcial, y expresión desdeñosa. Iba magníficamente ataviado con casaca de terciopelo morado adornada de oro. Su chaleco, también de terciopelo, tenía el tono dorado del albaricoque. El calzón y sus medias eran de seda negra, y los zapatos de raso tenían tacones de laca roja y hebillas con diamantes. Sus cabellos empolvados se recogían en la nuca con una ancha cinta de seda; debajo del brazo llevaba un tricornio y de su cinto colgaba una espada con empuñadura de oro.
Ahora que estudiaba al caballero con absoluta imparcialidad, al ver la magnificencia de su porte, la elegancia de sus movimientos, su gentil y desdeñosa expresión, André-Louis tembló por Aline. Ante sus ojos tenía al irresistible conquistador cuyos galanteos le habían convertido en la comidilla de todos, en la desesperación de las viudas con hijas en edad de merecer y en la desolación de los maridos con esposas atractivas.
Contrastando con él, le seguía de cerca el señor de Kercadiou. Las cortas piernas del señor de Gavrillac soportaban a duras penas un cuerpo que a los cuarenta y cinco años empezaba a inclinarse hacia la obesidad y una enorme cabeza llena de indiferencia hacia todo. Su rostro era sonrosado y estaba levemente marcado por las huellas de la viruela, que de joven estuvo a punto de acabar con su vida. Su atavío mostraba un descuido rayano en el desaseo, y a esto, sumado el hecho de no haberse casado nunca -despreciando el primer deber de un caballero, que es tener un heredero-, debía la fama de misógino que le atribuían en la comarca.
Detrás del señor de Kercadiou iba Philippe de Vilmorin, muy pálido y controlándose, con los labios apretados y el ceño fruncido.
En eso, un elegante joven descendió del carruaje y salió a encontrarse con ellos. Era el caballero de Chabrillanne, primo del señor de La Tour d'Azyr, quien, en tanto que aguardaba el regreso de su pariente, había observado con creciente interés, y sin que nadie notara su presencia, el paseo de André-Louis con Aline por la terraza.
Al ver a Aline, el señor de La Tour d'Azyr se apartó de sus acompañantes y se dirigió hacia ella. El marqués inclinó la cabeza para saludar a André-Louis, con aquella mezcla de cortesía y condescendencia que le era habitual. Socialmente, el joven abogado estaba en una extraña situación. Por su origen, no podía clasificarse entre los nobles ni entre los plebeyos, y mientras ninguna de las dos clases le reclamaba como suyo, ambas lo trataban con idéntica familiaridad. Devolvió fríamente al marqués su saludo y, con discreción, se apartó de él y de Aline para ir a reunirse con su amigo.
El marqués tomó la mano que la joven le tendía y la llevó a sus labios.
– Señorita -dijo mirando el azul profundo de sus ojos que a su vez le sonreían-. Vuestro señor tío me ha permitido el honor de cortejaros. ¿Queréis hacerme el honor de recibirme mañana? Tengo algo de gran importancia que comunicaros.
– ¿De gran importancia, señor marqués? Casi me asustáis…
Pero el sereno rostro de la joven no denotaba temor alguno. No en balde Aline se había graduado en la versallesca escuela del artificio.
– Nada más lejos de mi intención -dijo él.
– Pero, señor, ¿es un asunto de gran importancia para vos o para mí?
– Espero que para los dos -respondió él, lanzándole una ardiente mirada.
– Despertáis mi curiosidad, señor. Y, por supuesto, como soy una sobrina muy sumisa, me sentiré honrada recibiendo vuestra visita.
– Soy yo quien se sentirá honrado. Que sea mañana a esta hora, pues.
Él volvió a inclinarse y se llevó los dedos de ella hasta sus labios. A su vez, ella hizo una reverencia para romper el hielo. Después, sin otra cosa que esta mera formalidad se separaron.
La joven estaba un poco aturdida ante la innegable belleza de aquel hombre, ante su aire principesco y la seguridad que parecía emanar de su poderío. Casi involuntariamente, lo comparó con el hombre que acababa de criticarla -el delgado e imprudente André-Louis, con su casaca pardusca y aquellos zapatos sencillos con hebillas de acero- y se sintió culpable de una imperdonable ofensa por haberle permitido que criticara al marqués. Al día siguiente el señor de La Tour d'Azyr se presentaría ante ella para ofrecerle una gran posición, un encumbrado título. Y ella ya había menoscabado la dignidad de aquel título prestándose a oír palabras insolentes. Nunca más volvería a tolerarlo; no cometería otra vez la puerilidad de permitirle a André-Louis que se expresara en términos denigrantes al hablar de un hombre en comparación con el cual no era más que un lacayo.
Estos argumentos, surgidos espontáneamente de su vanidad, de su ambición, y de su enorme disgusto, no eran del todo convincentes.
Mientras tanto, el señor de La Tour d'Azyr subió a su carruaje, no sin antes despedirse brevemente del señor de Kercadiou y de Philippe de Vilmorin, quien, en respuesta a sus palabras, se había inclinado en señal de silencioso asentimiento.