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Curiosamente en esta carta no se menciona a la señorita Binet. Pudiera tratarse de una falta de sinceridad de su autor, acaso un gesto vanidoso, pues no quiere dar a entender que estaba herido por el desaire de Climéne, y de este modo la acción que protagonizó en el Teatro Feydau aparece solamente como parte de la misión que él mismo se impuso.

Estas dos cartas, ambas fechadas en abril de aquel ano de 1789, trajeron como resultado que André-Louis Moreau fuera buscado con más intensidad.

Le Chapelier lo buscaba para ayudarlo, insistiendo en que se metiera de lleno en la política. Cada vez que había una vacante, los electores de Nantes también lo buscaban, o sea, buscaban a Omnes Omnibus, cuya identidad real aún desconocían. Y, por otra parte, tanto el marqués de La Tour d'Azyr como el procurador del rey, el señor de Lesdiguiéres, lo buscaban para mandarlo al cadalso.

Con afán no menos vengativo, también le buscaba Binet, quien por desgracia se había restablecido de su herida para enfrentarse a la ruina total. Los miembros de su compañía le habían abandonado durante su convalecencia. Ahora, reconstituida bajo la dirección de Polichinela, la troupe trataba con algún éxito de seguir el camino señalado por André-Louis. De resultas del motín en el teatro, el señor marqués no pudo expresarle personalmente a la señorita Binet su propósito de poner fin a sus relaciones, y se vio obligado a escribirle desde su castillo unos días más tarde. Para que la muchacha no quedara demasiado atribulada, también le envió un billete por valor de cien luises. A pesar de lo cual, la carta casi fulminó a la infortunada Climéne y, para colmo, su padre volvió a reprocharle que se hubiera entregado tan prematuramente haciendo caso omiso de sus sabios consejos. Padre e hija atribuían la decisión del marqués a la reyerta del Teatro Feydau. Por lo demás, hacían responsable de todo a Scaramouche, y pensaban con rencor que el muy sinvergüenza se había vengado de manera desproporcionada. Sin embargo, Climéne llegó a considerar que hubiera sido mejor seguir con Scaramouche, casarse con él, y dejar en sus manos la misión de llevarla a la cúspide de su estrellato, cosa ahora del todo imposible. Esas reflexiones eran suficiente castigo para ella, pues como tan acertadamente escribió André-Louis, no hay peor infierno que «la frustración de haber perdido una oportunidad».

Mientras todos lo buscaban con tanto ahínco, André-Louis Moreau vivía prácticamente en la clandestinidad. Mientras la policía de París, espoleada por el procurador del rey desde Rennes, le buscaba en vano, él vivía en una casa a dos pasos del Palais Royal, en la rue du Hasard, adonde precisamente el azar quiso llevarlo.

Lo que en su carta a Le Chapelier aparecía como una posibilidad, finalmente ocurrió. Estaba en la miseria. Se había quedado sin dinero, incluyendo el que obtuvo por la venta de las prendas y otros artículos personales de los que había podido prescindir.

Tan desesperado estaba que una mañana de abril, mientras andaba curioseando por la rue du Hasard, se detuvo a leer un anuncio clavado en la puerta de una casa que caía a la izquierda, casi llegando a la rue de Richelieu. Tal vez el nombre de su calle, tan ligado a la casualidad, estaba a punto de obrar un milagro. El aviso estaba escrito a mano, con letra rotunda, y anunciaba que el señor Bertrand des Amis, que vivía en el segundo piso de aquella casa, precisaba un joven con apostura que supiera algo de esgrima. Cuatro flores de lis y dos espadas cruzadas blasonaban el anuncio, debajo del cual se leía en letras de oro:

BERTRAND DES AMIS

Maestro de Esgrima de la Academia del Rey

André-Louis se quedó un rato pensando. Él reunía las cualidades allí descritas. Era joven, apuesto, y en Nantes había adquirido las nociones elementales de aquel arte. Por su aspecto, el aviso parecía recién colocado, por lo tanto, aún no debían de haberse presentado muchos candidatos, y tal vez por esa razón el señor Bertrand des Amis no se mostrara tan exigente. En cualquier caso, André-Louis llevaba todo un día sin comer, y aunque aquel empleo -cuya naturaleza a ciencia cierta aún no conocía- no encajaba con sus vocaciones, ahora no estaba para pequeñeces.

Además, le gustó ese nombre de Bertrand des Amis. Era una feliz combinación que sugería una mezcla de amistad 1 y caballerosidad. Por otra parte, ya que la profesión de maestro de esgrima era tan caballeresca, lo más probable era que Bertrand des Amis no le hiciera demasiadas preguntas.

Así pues subió hasta el segundo piso, en cuyo rellano vio una puerta con el rótulo «Academia del Señor Bertrand des Amis». La empujó y entró en una antesala poco amueblada. Desde una habitación cercana, llegaba un ruido de pisadas y de aceros entrechocando, dominados por una voz vibrante, que hablaba ciertamente francés, pero una clase de francés que sólo se oye en una escuela de esgrima:

– Coulez! Mais, coulez done! ¡Así! ¡Ahora el ataque de cuarta al flanco! ¡En guardia! ¡Ésta es la respuesta! Empecemos de nuevo. ¡Eso es! Guardia en tercera. Ahora viene el corte y luego la quinta sacando la espada de debajo… Oh, mais allongez! Allongez! Allez au fond! -la voz gritaba en tono de reconvención-. Vamos, eso está mejor.

Las espadas dejaron de chocar. Y de nuevo la misma voz:

– Recordad: la mano inclinada y sin sacar el codo demasiado. Es todo por hoy. El miércoles practicaremos el tirer au mur. Es un aprendizaje más lento, pero cuando le cojáis el tranquillo a los movimientos, aprenderéis más rápido.

Otra voz murmuró una respuesta. Después, un ruido de pasos. La clase había terminado. André-Louis llamó a la puerta.

Le abrió un hombre alto, esbelto, garboso, de unos cuarenta años. Llevaba calzón de seda negro y zapatos de un tono claro. Estaba enfundado en un peto de cuero. Su nariz era aquilina y el rostro atezado; los ojos grandes y obscuros, y una boca que expresaba firmeza. Su coleta era azabache con alguna hebra de plata aquí y allá.

Llevaba debajo del brazo una careta de red metálica para guardarse la cara de los golpes del contrario. Su mirada penetrante examinó a André-Louis de la cabeza a los pies.

– ¿Señor? -preguntó cortésmente.

Evidentemente se equivocaba con la calidad de André-Louis, lo que era natural, pues a pesar de su pobreza, su aspecto exterior era irreprochable, y el señor Bertrand no podía adivinar que sólo poseía lo que llevaba puesto.

– Vengo por el letrero que habéis puesto abajo, señor -dijo André-Louis y, a juzgar por el súbito brillo de los ojos del maestro de esgrima, pensó que tal y como sospechaba apenas se había presentado ningún aspirante. El brillo de satisfacción en los ojos de Bertrand se transformó en una mirada de sorpresa:

– ¿Venís por eso?

André-Louis se encogió de hombros y sonrió a medias.

– De algo hay que vivir -dijo.

– Pero entrad. Sentaos allí. Estaré a vuestra… estaré libre para atenderos en un periquete.

André-Louis se sentó en un banco arrimado a una pared pintada de blanco. La sala era larga y de techo bajo, sin alfombra. Había otros bancos de madera, como el que ahora él ocupaba, situados a lo largo de las paredes decoradas con panoplias. También había repisas con trofeos de esgrima y máscaras de esgrima. Aquí y allí colgaban floretes y espadas cruzadas, petos de paja y una gran variedad de sables, dagas y escudos pertenecientes a diversas épocas y naciones. Había también un retrato de un obeso caballero con una gran nariz, peluca complicadamente rizada y el pecho cruzado por el cordón azul de la Orden del Espíritu Santo, en quien André-Louis reconoció al rey de Francia. Se veía también un pergamino enmarcado que certificaba que el señor Bertrand pertenecía a la Academia del Rey. En un rincón, había una estantería con libros y cerca de ella, frente a la última de las cuatro ventanas que iluminaban la habitación, un sillón y un pequeño escritorio. Un joven elegantemente vestido estaba junto a la mesa poniéndose la casaca y la peluca. El señor Bertrand se le acercó -con extraordinaria elasticidad pensó André-Louis- y charló con él mientras le ayudaba a vestirse.