Finalmente el joven se fue, no sin antes pasarse por la cara un fino pañuelo que dejó un rastro perfumado en el aire. El señor Bertrand cerró la puerta y se volvió al candidato, que en el acto se levantó.
– ¿Dónde habéis estudiado? -le preguntó bruscamente.
– ¿Estudiado? -se extrañó André-Louis-. ¡Oh, sí! En el Liceo Louis Le Grand.
El señor Bertrand frunció el ceño, interrogándolo con la mirada como si el aspirante le estuviera tomando el pelo.
– ¡Por Dios! No os pregunto dónde cursasteis Humanidades, sino en qué academia aprendisteis esgrima.
– ¡Ah, la esgrima! -no se le había ocurrido que la esgrima fuera algo tan serio que pudiera considerarse como un estudio-. No he estudiado mucho, sólo recibí algunas lecciones… en mi pueblo… hace tiempo.
El maestro enarcó las cejas.
– Pero entonces -exclamó impaciente-, ¿para qué subió los dos pisos hasta aquí?
– El anuncio no exige un alto grado de destreza. Si no soy un profesional, al menos conozco los rudimentos, y eso es suficiente para empezar a prosperar. Aprendo muy rápido. Además, poseo las otras cualidades que pide el anuncio. Como es obvio, soy joven, y en cuanto a apreciar que mi presencia no es desagradable, lo dejo a vuestra consideración. Mi profesión es la de abogado, soy un hombre de toga, aunque advierto que aquí la divisa es Cedat toga armis.
El señor Bertrand sonrió con un gesto de aprobación. Indiscutiblemente el joven tenía buena presencia y, al parecer, era inteligente. Volvió a mirarlo de la cabeza a los pies, examinando sus condiciones físicas:
– ¿Cuál es vuestro nombre?
André-Louis titubeó y dijo:
– André-Louis.
Los negros ojos del maestro le observaron con insistencia.
– André-Louis, ¿y qué más?
– Sólo André-Louis. Louis es mi apellido.
– ¡Qué extraño apellido! A juzgar por vuestro acento venís de Bretaña. ¿Por qué salisteis de allí?
– Para salvar el pellejo -contestó sin pensarlo. Y entonces, para no complicar las cosas, agregó-: tengo allí un enemigo.
El señor Bertrand le miró intrigado mientras se acariciaba el mentón.
– ¿Habéis huido?
– Puede decirse así.
– Un cobarde, ¿eh?
– De ninguna manera -y entonces se inventó una novela. Seguramente un hombre que viviera de la espada tendría debilidad por lo novelesco- Mi enemigo es un gran espadachín -dijo-. El mejor de la provincia, por no decir de toda Francia. Por lo menos tiene esa fama. Pensé que sería conveniente venir a París para aprender el arte de la esgrima y luego volver allá para matarle. Para hablar con franqueza, eso fue lo que me atrajo en vuestro anuncio. También tengo que confesar que no puedo pagarme las lecciones. Pensé encontrar aquí algún empleo en mi profesión, pero no he tenido suerte. En París hay demasiados abogados, y mientras buscaba trabajo he gastado el poco dinero que tenía. Y en fin… vuestro anuncio me pareció algo providencial, como caído del cielo.
El señor Bertrand le cogió por los hombros y le miró a la cara.
– ¿Todo eso es verdad, amigo mío?
– Ni una sola palabra -contestó André-Louis cediendo al irresistible impulso de decir lo más inesperado.
Pero le salió bien, porque el señor Bertrand soltó una carcajada, y después de desternillarse se declaró encantado de la honradez del aspirante.
– Quitaos la casaca -dijo- y veamos de lo que sois capaz. Por lo menos la naturaleza os ha designado para espadachín. Sois ligero, activo, flexible, tenéis el brazo largo y parecéis inteligente. Haré algo de vos y os enseñaré lo necesario para mi propósito, que consiste en que impartáis a mis nuevos discípulos los rudimentos de este arte antes de que yo me encargue de ellos. Pero hagamos una prueba. Tomad aquella careta y ese florete, y venid aquí.
Lo llevó al fondo de la sala, donde el suelo estaba marcado con líneas de tiza para que los principiantes supieran cómo había que colocar los pies.
Al cabo de diez minutos, el señor Bertrand aceptaba a André-Louis y le explicaba en detalle cuál sería su trabajo. Además de iniciar en los rudimentos de la esgrima a los principiantes, tenía que barrer la sala cada mañana, acicalar los floretes, ayudar a los discípulos a desvestirse y a vestirse, y en general, trabajar en todo lo que se presentara. El salario, de momento, sería de cuarenta libras al mes y, si no tenía otro lugar donde alojarse, podría dormir en una alcoba que estaba detrás de la sala de esgrima.
Como se ve, las condiciones eran un poco humillantes. Pero si André-Louis quería comer, debía empezar por tragarse su orgullo poco a poco, como si fueran entremeses.
– Por lo visto -dijo reprimiendo una mueca- aquí la toga no sólo cede ante la espada, sino también ante la escoba. Muy bien. Estoy de acuerdo.
Una de las características de André-Louis era que cuando hacía una elección, se ponía a trabajar con entusiasmo, poniendo en ello todos los recursos de su mente y las energías de su cuerpo. Así que cuando no instruía a los novatos en los rudimentos del arte, enseñándoles las ocho guardias y el elaborado e intrincado saludo -que en pocos días de práctica ya dominaba a la perfección-, trabajaba muy duro en esas mismas posturas, ejercitando la vista, la muñeca y las rodillas.
Al advertir su entusiasmo y viendo las evidentes posibilidades que tenía de llegar a ser un ayudante eficaz, el señor Bertrand le tomó más en serio.
– Vuestra aplicación y celo, amigo mío, merecen más de cuarenta libras al mes -le informó al final de la primera semana-. Sin embargo, de momento, os compensaré iniciándoos en los secretos de este noble arte. Vuestro futuro depende de cómo aprovechéis la suerte de recibir instrucción directa de mí.
A partir de ese momento, cada mañana, antes de abrir la academia, el maestro le dedicaba media hora a su nuevo ayudante. Gracias a aquel magisterio, André-Louis avanzaba a pasos agigantados, lo cual halagaba mucho al señor Bertrand. El maestro se hubiera mostrado menos orgulloso y más asombrado si supiera que la mitad del secreto de los sorprendentes progresos de André-Louis se debía a que estaba devorando la biblioteca de su amo, donde había una docena de tratados de esgrima firmados por maestros tan grandes como La Boéssiére, Danet, y el síndico de la Academia del Rey, Augustin Rousseau. Para el señor Bertrand, cuya destreza con la espada se basaba únicamente en la práctica y no en la teoría, y que por lo tanto no era teórico ni estudioso en ningún sentido, aquella pequeña biblioteca no era más que parte del tradicional decorado de una academia de esgrima, poco menos que un detalle ornamental. Los libros en sí no tenían para él ningún valor. No había sacado ningún provecho de su lectura, ni siquiera lo había intentado en serio. Por el contrario, André-Louis estaba acostumbrado al estudio. Y su facultad de aprenderlo todo en los libros hizo que aquellas obras fueran de gran provecho, pues memorizaba sus preceptos, comparaba las reglas de un maestro con las de otro, y luego sacaba sus propias conclusiones cuando las ponía en práctica.