Al cabo de un mes el señor Bertrand des Amis tuvo la súbita revelación de que su ayudante se había convertido en un espadachín considerablemente diestro, tanto que él mismo tenía que andarse con cuidado para que no lo derrotara.
– Desde un principio os dije -confesó un día- que la naturaleza os había designado para ser espadachín. El tiempo me ha dado la razón, y fijaos también con cuánta destreza he moldeado la materia con que la naturaleza os ha dotado.
– Al maestro corresponde la gloria -dijo André-Louis.
Sus relaciones con el señor Bertrand llegaron a ser muy amistosas, y ahora el ayudante adiestraba a discípulos más aventajados que los novatos. De hecho, André-Louis, era ya un asistente en el sentido más amplio de la palabra. El señor Bertrand, que era todo un caballero, en vez de aprovecharse de las dificultades económicas por las que atravesaba el joven, supo recompensar su celo aumentándole el salario a cuatro luises al mes.
Gracias al profundo estudio de las teorías de los grandes maestros, sucedió lo que siempre suele ocurrir, que André desarrolló sus propias teorías. Una mañana de junio estaba en su alcoba, detrás de la sala de esgrima, pensando en un pasaje de Danet que había leído la noche anterior sobre la doble y la triple finta. Le pareció que el gran maestro se había quedado en el umbral de un gran descubrimiento para el arte de la esgrima. Siendo esencialmente un teórico, André-Louis percibió en la teoría de Danet ciertos indicios que al mismo maestro se le habían escapado. Estaba tumbado en la cama, contemplando las grietas del techo mientras reflexionaba sobre el tema con esa lucidez que suele asaltarnos a primeras horas de la mañana. Durante dos meses consecutivos la espada había sido el ejercicio diario de André-Louis y casi su única idea fija. Su concentración en aquel asunto le daba una extraordinaria capacidad de visión. El arte de la esgrima, tal como entonces se aprendía y como André-Louis la practicaba diariamente, consistía en una serie de ataques y quites, una serie de movimientos defensivos de una línea a otra. Pero siempre una serie limitada. En rigor, se trataba de una media docena de cada lado, por regla general lo más lejos posible de donde viniera el ataque. Y vuelta a comenzar. Pero incluso así, esos quites eran fortuitos. ¿Qué sucedería si fueran calculados?
A partir de esta reflexión desarrollaría una de sus teorías.
Por otra parte, ¿qué sucedería si combinaba las ideas de Danet sobre la triple finta con una serie de quites ahora calculados para culminar en el cuarto o quinto, en una sucesión de ataques, invitando a la respuesta y parando siempre, no con el intento de tocar al contrincante, sino simplemente para juguetear con su hoja de modo que éste, a la larga, se viera obligado a abrir la guardia, predestinado a recibir una estocada? Cada quite de los oponentes podría calcularse para conseguir ese ensanchamiento en la postura de guardia, un ensanchamiento tan gradual que no serían conscientes de ello, y como todo el tiempo estarían atentos a dar en el blanco, resultarían tocados en uno de esos movimientos defensivos.
En tiempos André-Louis había sido un buen jugador de ajedrez gracias a su facultad de ver varios movimientos por adelantado. Esa capacidad de previsión, aplicada al arte de la esgrima, causaría una auténtica revolución. Por supuesto, ya se aplicaba, pero sólo de manera elemental y muy limitada, en simples fintas, dobles o triples. Pero incluso la triple finta sería un recurso chapucero comparado con el método que él estaba creando.
Mientras más pensaba en ello, mayor era su convicción de que tenía la clave de un descubrimiento. Y estaba impaciente por probar su teoría. Cierta mañana, mientras practicaba con un discípulo muy diestro con la espada, decidió ponerla en práctica. Después de ponerse en guardia, puso en marcha la combinación de movimientos prevista, cuatro fintas calculadas. Se engancharon en tercera y André-Louis atacó con una estocada a fondo. Tras la reacción que esperaba de su rival, rápidamente contrarrestó en quinta, y de nuevo empezó con su serie calculada, hasta tocar el pecho de su oponente. Le sorprendió lo fácil que resultaba.
Comenzaron de nuevo, y obtuvo el mismo resultado en el quinto quite, y con la misma facilidad. Entonces, queriendo ir más lejos, decidió hacerlo en el sexto, y tuvo el mismo éxito de antes.
Su contrincante se echó a reír, pero en su voz había un timbre de mortificación:
– ¡Hoy no estoy en forma! -dijo.
– Eso parece -admitió cortésmente André-Louis. Y añadió, siempre para probar su teoría al máximo-: Hasta tal punto es así que casi puedo asegurar que sería capaz de tocaros como y cuando quiera.
El experimentado discípulo miró a André-Louis casi mofándose de él.
– ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! -dijo.
– ¿Lo probamos? Os tocaré en el cuarto quite. Allons! En garde!
Tal como había anunciado, sucedió.
El joven caballero, que hasta ese momento no estimaba mucho a André-Louis, pues para él no era más que un buen suplente en ausencia del maestro, abrió desmesuradamente los ojos. Embriagado por el éxito, llevado por su generosidad, André-Louis estuvo a punto de descubrir su método. Un método que poco después llegaría a ser algo trivial en las salas de esgrima. Pero se contuvo a tiempo. Revelar su secreto hubiera podido destruir ese poder que debía perfeccionar ejercitándolo.
Al mediodía, cuando la academia quedó vacía, el señor Bertrand llamó a André-Louis para darle una de las ocasionales lecciones que aún solía darle, y por primera vez recibió una estocada en el transcurso del primer asalto. Como era generoso, sonrió satisfecho:
– ¡Aja! ¡Cuan deprisa aprendéis, amiguito!
También sonrió, aunque ya no tan satisfecho, cuando lo tocaron en el segundo asalto. Después puso todo su empeño, y tocó tres veces seguidas a André-Louis. La rapidez y la destreza del maestro hicieron que la teoría de André-Louis se tambaleara, pues por falta de práctica aún exigía una mayor madurez.
De todas maneras, estaba seguro de la eficacia de su teoría y, de momento, se contentaba con eso. Sólo le faltaba perfeccionar su estrategia a fuerza de práctica, a lo cual se consagró en cuerpo y alma, con esa pasión que suscita todo descubrimiento. Para empezar, se limitó a media docena de combinaciones que practicó asiduamente hasta que cada una llegó a ser casi automática. A continuación, probó su infalibilidad con los mejores discípulos del señor Bertrand.
Por último, una semana después de su último asalto con el maestro, éste le llamó para practicar con él. Pero esta vez no pudo hacer nada contra los impetuosos ataques de André-Louis.
Después de la tercera estocada, el señor Bertrand retrocedió y se quitó la máscara.
– ¿Qué es esto? -preguntó. Estaba muy pálido y enarcaba las obscuras cejas. En toda su vida nunca había sido herido en su amor propio-. ¿Os ha enseñado alguien algún truco mágico?
Bertrand des Amis siempre se había jactado de conocer tan a fondo el arte de la esgrima, que no creía en secretos mágicos, pero la habilidad de André-Louis le hacía dudar de sus convicciones.
– No -dijo André-Louis-. Simplemente he trabajado mucho y manejo la espada no sólo con la muñeca, sino también con la mente.
– Ya lo veo. Muy bien, muy bien, creo que ya os he enseñado bastante. No es mi intención tener un ayudante superior a mí.
– No os preocupéis por eso -sonrió André-Louis-. Habéis trabajado mucho toda la mañana y estáis cansado, mientras que yo estoy fresco. Ése es todo el secreto de mi éxito momentáneo.
Su tacto y el buen temperamento del señor Bertrand evitaron que la relación entre ambos se estropeara. A partir de aquel día, cuando practicaban, André-Louis, que seguía perfeccionando diariamente su teoría para formar un sistema casi infalible, procuraba que el señor Bertrand le diera por lo menos dos estocadas por cada una de las suyas. Era lo que le aconsejaba la prudencia, pero nada más. Deseaba que su maestro fuera consciente de su fuerza, pero sin llegar a descubrir su verdadera magnitud para evitar una innecesaria y perjudicial rivalidad.