Aparte de eso, ayudó cada día más y mejor a su maestro, llegando a ser su mejor ayudante, y una fuente de orgullo, pues nunca había tenido un discípulo tan aventajado como aquél. André-Louis nunca le desilusionó revelándole el hecho de que su destreza se debía más a la biblioteca, y a su propio talento natural, que a las lecciones que había recibido de él.
CAPÍTULO II Quos deus vult perderé
Al igual que hizo en la Compañía Binet, André-Louis desempeñó a las mil maravillas la nueva profesión, que abrazó por necesidad y que además era un buen escondrijo para escapar de quienes querían ahorcarlo.
Gracias a esta profesión podría haberse considerado -aunque de hecho no lo hizo- como un hombre de acción. Seguía siendo un intelectual, y los sucesos acaecidos en la primavera y el verano de 1789 le proporcionaron abundantes motivos de reflexión. Lo que vio y vivió en aquellos días, que acaso configura la página más sorprendente de la historia de la evolución humana, le llevó a pensar que sus anteriores ideas eran erróneas, pues los que tenían razón eran los idealistas vehementes como Philippe de Vilmorin. En el fondo se enorgullecía de haberse equivocado, pues era su excesiva lógica y cordura lo que le había impedido calibrar con exactitud la magnitud de la locura humana que ahora se desplegaba ante sus ojos. En aquella primavera, fue testigo del hambre y de la pobreza cada vez mayores y del creciente malestar que el pueblo de París soportaba con paciencia. Toda Francia estaba como a la espera, en una inerte expectación. La Asamblea Ge neral estaba a punto de reunirse para sanear las finanzas, abolir los abusos, reparar las injusticias, y liberar a la gran nación de la esclavitud en la que la tenía sumida una minoría que apenas llegaba al cuatro por ciento de la población. A causa de esta expectación, la industria estaba paralizada y la impetuosa corriente del comercio había menguado hasta convertirse en un miserable goteo. Nadie quería comprar ni vender hasta que no estuviera claro cómo Necker, el banquero suizo, pensaba sacarlos de aquel atolladero. De resultas de la paralización de los negocios, los hombres del pueblo no tenían trabajo, y sus familias estaban expuestas a morir de hambre junto con ellos.
Contemplando aquel panorama, André-Louis sonreía entristecido. Hasta ahí, no se había equivocado. El que sufría era siempre el proletariado. Los hombres que trataban de hacer aquella revolución, los electores -en París y en todas partes-, eran burgueses notables, ricos comerciantes. Y mientras éstos, despreciando a la canalla y envidiando a los privilegiados, no dejaban de hablar de igualdad -lo que para ellos significaba equiparar su situación con la de nobleza-, los trabajadores del pueblo se morían de hambre en sus covachas.
A fines de mayo, llegaron los diputados para inaugurar en Versalles la Asamblea General. Entre ellos, uno de los más destacados era Le Chapelier, el amigo de André-Louis. Los debates empezaron a ser interesantes y fue entonces cuando André-Louis empezó a dudar seriamente de las opiniones que hasta entonces había sustentado.
Cuando el rey proclamó que los diputados del Tercer Estado debían igualar en número a los de los otros dos estados juntos, André-Louis creyó que esa mayoría de votos a favor del Tercer Estado haría inevitables las reformas que todos ansiaban.
Pero no había tenido en cuenta el poder de las clases privilegiadas sobre la arrogante reina austríaca, ni el poder de ella sobre el obeso, flemático y vacilante monarca. Que los aristócratas librasen batalla en defensa de sus privilegios, eso André-Louis lo comprendía perfectamente. Nadie entrega jamás voluntariamente lo que tiene, lo mismo si ha sido adquirido justa como injustamente. Pero lo que sorprendió a André-Louis fueron los métodos que emplearon los privilegiados en su batalla. Oponían la fuerza bruta a la razón y a la filosofía, y los batallones de mercenarios extranjeros a las ideas. ¡Como si las ideas pudieran derrotarse a punta de bayonetas!
Está claro -escribía André-Louis en aquellos días- que todos son como el señor de La Tour d'Azyr. Nunca me había percatado de hasta qué punto los de su ralea pululan en Francia. Casi podría simbolizarse a la nobleza en ese tipo de matasiete dispuesto a atravesar con su espada a cualquiera que se le oponga. Pues tal es el método empleado. Después de la farsa de la primera Asamblea, los del Tercer Estado se reunieron diariamente en el salón de los Menus Plaisirs, en Versalles, pero nada podían hacer, ya que los privilegiados se negaban a reunirse con ellos para la común y pública verificación de poderes indispensable como paso preliminar para crear una Constitución. En su fantasía, los privilegiados pensaron que así el Tercer Estado iría a menos hasta desintegrarse. El absurdo espectáculo de aquel Tercer Estado, impotente e inútil desde un principio, provocaba muchas risas en el Comité Polignac dominado por la necia reina.
Así empezó la guerra entre los privilegiados y la corte contra la Asamblea y el pueblo.
Los miembros del Tercer Estado se contenían y esperaban con su tradicional paciencia. Esperaron un mes, mientras la paralización comercial, ahora completa, hacía que el esqueleto del hambre golpeara con su guadaña a las puertas de París. Esperaron un mes, mientras los privilegiados reunían en Versalles un ejército -formado por quince regimientos, nueve de los cuales eran suizos y alemanes- y emplazaban sus piezas de artillería frente al edificio donde estaban los diputados del Tercer Estado para intimidarlos. Pero éstos no se dejaron intimidar, se negaron a ver los cañones ni los uniformes extranjeros, no quisieron ver otra cosa que no fuera el propósito que los había reunido allí por real decreto.
Y así hasta que llegó el diez de junio, cuando el gran pensador y metafísico, el abate Siéyés, dio la señaclass="underline" «Ha llegado la hora -dijo- de cortar las amarras».
Entonces se procedió a llamar formalmente a las dos clases ausentes a reunirse en Asamblea común con el Tercer Estado.
Pero los privilegiados, que en su necia tozudez, en su absurda codicia, no veían adonde los arrastraban los acontecimientos, creyendo en la fuerza como ley suprema, y confiando en el poder de los regimientos extranjeros, siguieron negándose a acceder a la justa demanda de la Asamblea General.
«Dicen -escribió entonces Siéyés- que el Tercer Estado no puede formar él solo una Asamblea General. Tanto mejor: formará una Asamblea Nacional.»
Esa aspiración se cumplió, y el Tercer Estado, que representaba el noventa y seis por ciento de los habitantes del país, comenzó por declarar que la nobleza y el clero eran dos estamentos que de ninguna manera eran representativos.
En el salón del CEil de Boeuf esta noticia suscitó más risas: ¡qué gracioso resultaba el Tercer Estado en sus fantásticas contorsiones! La respuesta fue muy sencilla. Consistió en cerrar la Salle des Menus Plaisirs donde se reunía la Asamblea. ¡Cómo debieron de reírse los dioses ante tanto orgullo y tan temerarias risotadas! André-Louis también sonreía cuando escribió:
«Es otra vez la fuerza bruta contra las ideas. Otra vez el estilo de La Tour d'Azyr. Evidentemente la Asamblea tiene un don de la elocuencia demasiado peligroso. Pero ¿en qué cabeza cabe que basta con cerrar un salón para suspender las deliberaciones de una Asamblea? ¿Acaso no hay otros salones, y si no los hubiera, no pueden reunirse al aire libre?»
Evidentemente los diputados del Tercer Estado llegaron a la misma conclusión, pues al ver el salón cerrado y custodiado por soldados que les negaban la entrada, se trasladaron bajo la lluvia a la sala del «juego de pelota 1», desprovista de muebles, donde proclamaron que -para demostrar a la corte la futilidad de las medidas tomadas contra ellos- donde quiera que ellos estuvieran, estaría la Asamblea Nacional. Entonces hicieron su magnífico juramento de no separarse hasta haber cumplido el propósito para el que habían sido convocados, o sea, hasta darle a Francia una Constitución, y esa promesa terminó entre gritos de «Vive le roil».