De esta forma combinaron su declaración de luchar contra aquel viciado y corrompido sistema con una declaración de lealtad hacia la el rey.
Le Chapelier fue quien mejor resumió el espíritu de aquel día, armonizando su lealtad al trono con su deber de ciudadano, al decir: «… que se informe a Su Majestad que los enemigos del país estaban obsesionados con el trono y que sus consejos tendían a colocar a la monarquía a la cabeza de un partido».
Pero los privilegiados, tan faltos de imaginación como de previsión, seguían repitiendo sus viejas tácticas. De repente, al señor conde de Artois se le antojó jugar a la pelota, así que aquel lunes 22 de junio los miembros del Tercer Estado fueron excluidos del «juego de pelota», igual que antes habían sido expulsados de la Salle des Menus Plaisirs. Así pues, la errante y sufrida Asamblea, cuya tarea más urgente era dar pan a la Francia hambrienta, tuvo que retrasar sus medidas para que el conde de Artois pudiera jugar. Enfermo de la misma miopía de los de su clase, el conde no veía el siniestro aspecto de su frívola acción. Quos Deus vult perderé… Pacientemente, la Asamblea volvió a trasladarse, y en esta ocasión encontró alojamiento en la iglesia de Saint Louis.
Los humoristas del salón del CEil de Boeuf, llevados por su arrogante insolencia, se preparaban para hacer correr la sangre. Si aquella Asamblea Nacional no quería darse por enterada, habría que hacerlo de un modo más claro y enérgico, para que lo entendieran de una vez por todas. En vano trató Necker de tender puentes sobre el abismo; el rey -infortunado cautivo de los privilegiados-, se desentendió de todo. E insistió -seguramente instigado por otros- en que los tres Estados se mantuvieran separados. Si querían reunirse, él lo permitiría, pero sólo para tratar asuntos generales que no incluyeran nada concerniente a los respectivos derechos de los tres Estados, ni a la constitución de la futura Asamblea General, ni a los privilegios pecuniarios, ni a las propiedades feudales y señoriales. En otras palabras, que no se podía hablar de nada que pudiera alterar el régimen existente, de ninguno de los propósitos que eran la razón de ser del Tercer Estado.
La convocatoria real de esa Asamblea General era una burla insolente, una engañifa y una mistificación.
Los diputados del Tercer Estado acudieron a la Salle des Menus Plaisirs para reunirse con los miembros de los demás Estados y escuchar la real declaración.
Necker estaba ausente, incluso corría el rumor de que estaba a punto de tomar las de Villadiego. Puesto que los privilegiados no querían utilizar el puente que él tendía, no quería quedarse ni respaldar con su presencia la declaración que allí iba a formularse.
¿Cómo iba a apoyarla si aquella declaración no cambiaba nada?
Según la declaración, el rey aprobaría la igualdad en el sistema tributario si la nobleza y el clero renunciaban a sus privilegios pecuniarios; también decía que se respetarían las propiedades, particularmente los derechos feudales; que en el asunto de la libertad individual los Estados quedaban invitados a buscar y proponer medios para reconciliar la abolición de las lettres de cachet 1 con las precauciones necesarias a fin de no herir el honor de las familias y reprimir los brotes de sedición; que en la cuestión del empleo público para todos, el rey debía oponerse, particularmente en la medida en que afectaba al ejército, una institución en la cual no deseaba hacer ni la más mínima modificación, lo cual significa que la carrera militar debía seguir siendo un privilegio de la nobleza, como hasta ahora, y que nadie que no hubiera nacido noble podía aspirar a ningún rango superior al de oficial subalterno.
Y para que no quedara ni la más leve sombra de duda en la mente de los ya bastante desilusionados representantes del noventa y seis por ciento de los habitantes de la nación, el flemático y perezoso rey lanzó su reto:
«Si me abandonáis ante una empresa tan maravillosa, me ocuparé personalmente del bienestar de mi pueblo; y sólo yo me consideraré su verdadero representante.»
Y despidiéndolos, dijo:
«Yo os ordeno, señores, que os separéis enseguida. Mañana por la mañana iréis a las cámaras asignadas a los respectivos Estados para reanudar vuestras sesiones.»
Tras lo cual, Su Majestad se retiró, seguido por la nobleza y el clero. Regresó a su palacio para recibir las aclamaciones de la realeza. Y la reina, radiante, triunfante, anunció que confiaba la suerte de su hijo, el Delfín, a los nobles. Pero el rey no compartía el entusiasmo que se extendía por el palacio, estaba malhumorado y silencioso. El gélido silencio del pueblo cuando su coche pasó entre sus filas -un silencio al que no estaba acostumbrado- le había impresionado desfavorablemente. Sus nefastos consejeros tuvieron que discutir mucho con él para que consistiera en seguir avanzando por el nefasto camino que había emprendido.
El guante arrojado a la Asamblea fue recogido por el Tercer Estado. Cuando el maestro de ceremonias fue a recordarle a Bailly, el presidente, que el rey había ordenado que el Tercer Estado tenía que irse de allí, éste le contestó: «A mí me parece que la Asamblea Nacional no puede recibir órdenes de nadie».
Y entonces un gran hombre, Mirabeau -grande en cuerpo y en espíritu-, despidió al maestro de ceremonias con voz de trueno:
– Ya hemos oído lo que otros le han sugerido al rey, y no os corresponde a vos, señor, que aquí no tenéis ni voz ni voto, recordarnos lo que dijo. Idos y decid a los que os han enviado que estamos aquí por voluntad del pueblo, y que de aquí sólo nos sacarán por la fuerza de las bayonetas.
Aquello sí fue recoger el guante. Y la historia cuenta que el señor de Brézé, el joven maestro de ceremonias, quedó tan perplejo ante ese rapapolvo, y ante la majestad de aquel hombre, y ante la de los mil doscientos diputados que lo miraban silenciosamente, que salió de allí de espaldas, como si estuviera en presencia de la realeza.
Al enterarse de lo ocurrido, la multitud que estaba afuera marchó furiosa hacia palacio. Seis mil hombres invadieron los patios, los jardines y las terrazas. La alegría de la reina se transformó en pavor. Era la primera vez que le sucedía algo así, pero no sería la última, pues hizo oídos sordos a esta primera advertencia. Después recibiría varios avisos como aquél, cada vez más terribles, pero carecía de sabiduría. Sin embargo, ahora, fue tanto su pánico que le suplicó al rey que rápidamente anulara todo lo que ella y sus amigos habían hecho, y que llamara de nuevo al mago Necker, que era el único que podía salvar la situación.
Afortunadamente, el banquero suizo aún no se había marchado. Y como estaba cerca, bajó al patio para apaciguar a la multitud:
– ¡Sí, sí, hijos míos! Tranquilizaos. ¡Me quedaré! ¡Me quedaré!
Mientras se paseaba entre la muchedumbre, le besaban la mano, y lloró conmovido ante esa manifestación de fe popular. De este modo, cubriendo con su reputación de hombre honrado la brutal estupidez de la camarilla, obtuvo para ellos una tregua.
Eso ocurrió el 23 de junio. La noticia llegó rápidamente a París. André-Louis se preguntó si eso significaba que la Asam blea Nacional había ganado y que tendrían lugar las reformas cada vez más necesarias. Ojalá fuera así, pues en París cada día había más hambre, inquietud y desesperación. Las colas crecían ante las panaderías a medida que se incrementaba la escasez de pan, y las acusaciones de que se especulaba con el trigo cada vez eran más peligrosas, pues amenazaban con desencadenar graves disturbios.