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Durante dos días no pasó nada. La reconciliación no se confirmó, ni la real declaración fue revocada. Parecía como si la corte no pudiera cumplir su palabra. Entonces los electores de París tomaron cartas en el asunto. Siguieron reunidos después de las elecciones, y propusieron la formación de una guardia cívica, la organización de una Comuna electiva anual, y formular una petición para que el rey retirara las tropas acantonadas en Versalles y revocara el real decreto del día 23. Aquel mismo día los soldados de la Guardia francesa desertaron de los cuarteles para confraternizar con el pueblo en el Palais Royal y se negaron a obedecer cualquier orden contra la Asamblea Nacional. De resultas, once soldados fueron arrestados por su coronel, el señor de Chátelet.

Mientras tanto, la petición de los electores llegaba a manos del rey. Y además, una minoría de la nobleza, con el duque de Orleans a la cabeza, se unía espontáneamente a la Asamblea Nacional para gran alegría de todos en París.

El rey, prudentemente aconsejado por Necker, decidió que se reuniesen los Estados Generales tal como lo pedía la Asam blea Nacional. Hubo gran júbilo en Versalles, y así, aparentemente, se restableció la paz entre los privilegiados y el pueblo. Si hubiera sido así realmente, todo hubiera ido bien. Pero los aristócratas no habían aprendido la lección, ni la aprenderían hasta que fuese demasiado tarde. La reunión no fue más que otra burla, concebida por los contemporizadores nobles, quienes, como empezaba a ser obvio, estaban al acecho, aguardando el primer pretexto para emplear la fuerza, que era lo único en lo que creían.

Y la oportunidad se presentó en los primeros días de julio. El coronel de Chátelet, hombre autoritario y altanero, propuso trasladar a los once soldados arrestados desde la cárcel militar de la Abadía a la inmunda prisión de Bicétre, reservada para los delincuentes comunes de la peor calaña. Cuando el pueblo lo supo decidió oponer la violencia a la violencia. Unas cuatro mil personas entraron en la Abadía y liberaron no sólo a los once guardias, sino también al resto de los prisioneros, excepto a uno, que devolvieron a su celda, pues descubrieron que era un vulgar ladrón.

Ahora sí había tenido lugar una abierta rebelión, y los privilegiados sabían cómo tratar adecuadamente a los rebeldes. La garra de hierro de las tropas extranjeras estrangularía al amotinado París. Enseguida se tomaron medidas. El viejo mariscal de Broglie, veterano de la guerra de los Siete Años, impregnado de desprecio por los civiles, consideró que cuando vieran los uniformes sería suficiente para restaurar la paz y el orden, y nombró a Besenval como su segundo comandante. Los regimientos extranjeros se acantonaron en los alrededores de París. Unos regimientos cuyos nombres ya eran una ofensa para el pueblo de Francia: el regimiento de Reisbach, el de Diesbach, el de Nassau, el Esterhazy y el Roehmer. A la Bastilla se mandaron refuerzos de soldados suizos y en sus almenas ya se veían el 13 de junio las amenazadoras bocas de los cañones.

El 10 de julio los electores de París se dirigieron una vez más al rey pidiéndole que retirara las tropas. ¡Al otro día les contestaron que aquellas tropas servían al propósito de defender la libertad de la Asamblea! Y al siguiente día, que era domingo, el filántropo doctor Guillotin -cuya filantrópica máquina de matar sin dolor tendría después tanto trabajo- salió de la Asamblea, de la que era miembro, para asegurar a los electores de París que todo iba bien, a pesar de las apariencias, ya que Necker estaba más firme que nunca en su puesto. No sabía que, en aquel mismo momento, el tantas veces despedido y tantas veces solicitado Necker, acababa de ser destituido otra vez por la hostil camarilla de la reina. Los privilegiados querían medidas tajantes, y las tendrían, pero contra ellos mismos.

Al mismo tiempo, otro filántropo, también doctor, un tal Jean Paul Mara, oriundo de Italia y más conocido por Marat -su nombre de adopción afrancesado-, como hombre de letras que era también, pues había publicado en Inglaterra varios libros de sociología, escribía-: «¡Cuidado! Considerad cuál sería el fatal desenlace de un movimiento sedicioso. Si tuvierais la desgracia de ceder a ese impulso, se os trataría como a un pueblo rebelde y la sangre correría a raudales».

Aquel domingo por la mañana, cuando la noticia de la nueva destitución de Necker se difundió llevando consigo el desaliento y la rabia, André-Louis estaba en los jardines del Palais Royal, en cuya plaza todo el mundo se daba cita, pues estaba llena de pequeñas tiendas, teatros de títeres, circos, cafés, casas de juego y prostíbulos.

André-Louis vio cómo un joven delgado, con una cara marcada por la viruela donde lo único que no era feo eran sus ojos, se subía a una mesa en la terraza del Café de Foy y, empuñando la espada, gritaba: «¡A las armas!». Y al hacerse el silencio que su grito impuso, el joven soltó un verdadero torrente de inflamada elocuencia, aunque por momentos tartamudeaba. Dijo a la gente que los regimientos alemanes del Champ de Mars entrarían aquella noche en París para hacer una carnicería con sus habitantes. «¡Hagamos una escarapela!», gritó arrancando la hoja de un árbol que servía a su propósito: la escarapela verde de la esperanza.

El entusiasmo se adueñó de la multitud, compuesta por hombres y mujeres de todas las clases, desde vagabundos hasta nobles, desde rameras hasta señoras encopetadas, y súbitamente el árbol se quedó sin hojas, y la verde escarapela se vio en casi todos los sombreros.

– ¡Estamos entre la espada y la pared! -continuó la voz incendiaria-. Estamos entre los alemanes del Champ de Mars y los suizos de la Bastilla. ¡A las armas, ahora, a las armas!

La multitud hervía excitada. De una cerería sacaron un busto de Necker y otro de ese comediante del duque de Orleans, uno de tantos oportunistas en ciernes dispuesto a pescar en el río revuelto de aquellos días turbulentos. El busto de Necker quedó cubierto de crespones.

André-Louis sintió miedo al ver todo esto. El panfleto de Marat le había impresionado. Expresaba lo que él mismo había dicho hacía medio año ante el populacho de Rennes. Había que parar a aquella multitud. Algo había que hacer o aquel irresponsable incendiaría la ciudad antes del anochecer. El joven, un abogado sin pleitos llamado Camille Desmoulins, que luego sería muy famoso, bajó de la mesa blandiendo la espada y gritando: «¡A las armas! ¡Seguidme!». André-Louis avanzó para subirse a la mesa y tratar de contrarrestar el discurso incendiario de Desmoulins. Al abrirse paso a través del gentío, súbitamente se topó con un hombre alto, elegantemente vestido, de cuyo bello rostro emanaba la más glacial firmeza y en cuyos ojos, profundamente sombreados, ardía una furia reprimida.

Así, cara a cara, mirándose a los ojos, se quedaron un rato, mientras la multitud excitada pasaba por su lado. Entonces André-Louis se echó a reír:

– Ese joven también tiene un peligroso don de elocuencia, señor marqués -dijo-. Y para desgracia de algunos parece que en la Francia de hoy hay muchos como él. Cualquiera diría que brotan como hongos del suelo que vos y los vuestros habéis regado con la sangre de los mártires de la libertad. Quizá sea vuestra sangre la que muy pronto la riegue. La tierra está seca y sedienta de ella.

– ¡Maldito pájaro de mal agüero! -contestó el marqués de La Tour d'Azyr-. La policía se ocupará de ti. Le diré al procurador general que estás en París.

– ¡Por Dios, señor! -gritó André-Louis-. ¿Es que nunca aprenderéis? ¿A quién se le ocurre hablar ahora de procuradores generales cuando París está a punto de arder? Delatadme ante esta gente, señor marqués; hacedlo y en un instante me convertiréis en un héroe. ¿O preferís que sea yo quien os denuncie? Sí, eso es lo mejor. Ya va siendo hora de que recibáis vuestro merecido. ¡Eh, pueblo de París! ¡Escuchad! Voy a presentaros a…

Una oleada de gente lo empujó, arrastrándole y separándole a la fuerza del marqués, con quien se había encontrado de modo tan azaroso. En vano trató de volver adonde estaba el marqués, quien pudo permanecer en el mismo sitio, y lo último que André-Louis vio de él fue una sonrisa siniestra en su boca crispada.