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Mientras tanto, los jardines se fueron quedando vacíos, pues la gente seguía al revoltoso tartamudo de la escarapela vegetal. El torrente humano, todos con sus escarapelas, fluyó por la rue de Richelieu, y André-Louis tuvo que seguirlo hasta la rue du Hasard. Allí logró separarse, pues no quería morir en medio de aquel tropel de locos. Se desvió calle abajo y pudo entrar en la academia de esgrima. Aquel día no había clases, ni siquiera estaba el maestro que, al igual que André-Louis, había salido para enterarse de lo que sucedía en Versalles.

Eso no era normal en la academia de Bertrand des Amis. Pasara lo que pasase en París, en la sala de esgrima siempre había alumnos. Generalmente, el maestro y su ayudante trabajaban desde la mañana hasta la noche, y André-Louis cobraba por las lecciones que impartía, pues el maestro le había confiado la mitad de sus discípulos. Los domingos la academia cerraba al mediodía, pero por la mañana solían asistir algunos alumnos. Sin embargo, aquel domingo, la ciudad estaba en tal estado de efervescencia que al ver que a las once de la mañana no aparecía nadie, Bertrand y André-Louis decidieron salir. Poco podían imaginar cuando se despidieron amigablemente aquella mañana, pues habían llegado a ser muy buenos amigos, que nunca volverían a verse en este mundo.

Aquel día, la sangre corrió en París. En la plaza Vendóme un destacamento de dragones aguardaba a la muchedumbre de la que André-Louis había logrado apartarse. Los jinetes cargaron contra el populacho, dispersándolo. Rompieron la efigie de cera de Necker y mataron a un hombre, un desventurado guardia francés que no quiso retroceder. Esto fue el comienzo. De resultas, Besenval acudió con sus suizos del Champ de Mars y marcharon en formación de batalla hasta los Champs Elysées, donde emplazaron cuatro piezas de artillería. Los dragones se apostaron en la plaza Louis XV.

Por la noche, la enorme multitud que fluía a lo largo de los Champs Elysées y los jardines de las Tullerías, contemplaba alarmada aquellos preparativos de guerra. Hubo algunos insultos a los mercenarios extranjeros y se arrojaron algunas piedras.

Enloquecido o cumpliendo instrucciones, Besenval ordenó a sus dragones que dispersaran a la gente. Pero aquella masa era demasiado compacta para dispersarla tan fácilmente y los dragones sólo podían moverse atropellando a la gente. Varias personas murieron aplastadas, y en consecuencia, cuando los dragones, capitaneados por el príncipe de Lámbese, penetraron en los jardines de las Tullerías, el populacho ultrajado los recibió con un diluvio de piedras y botellas.

Lámbese ordenó abrir fuego.

El pueblo retrocedió impetuosamente, en una estampida que se extendió desde las Tullerías a través de toda la ciudad divulgando la noticia de cómo la caballería alemana arremetía contra mujeres y niños, y ahora todos coreaban la consigna «¡A las armas!» lanzada al mediodía por Desmoulins en el Palais Royal.

Cuando recogieron las víctimas, entre ellas estaba Bertrand des Amis que -como todos los que vivían de la espada- había sido un ardiente defensor de la nobleza y murió bajo los cascos de los caballos de los soldados extranjeros, capitaneados por un noble, y lanzados contra el pueblo por la aristocracia.

Así pues, André-Louis, que aguardaba en la academia el regreso de su amigo y maestro, recibió de manos de cuatro hombres del pueblo el cuerpo sin vida de una de las primeras víctimas de la Revolución, que ahora había empezado en serio.

CAPÍTULO III El presidente Le Chapelier

Las convulsiones que agitaban París y que durante los dos días siguientes convirtieron la ciudad en un campo de batalla retrasaron el entierro de Bertrand des Amis hasta el miércoles de aquella semana. En medio de acontecimientos que estaban sacudiendo los cimientos de la nación, la muerte de un maestro de esgrima pasó casi inadvertida, incluso para sus discípulos, la mayoría de los cuales no acudieron a la academia durante los dos días que el cuerpo del maestro permaneció allí. Sin embargo, unos pocos se presentaron y éstos llevaron la noticia a los demás, de manera que el féretro del maestro fue llevado al cementerio de Pére La Chaise por una veintena de jóvenes, a la cabeza de los cuales iba André-Louis.

Él no sabía a qué familiares tenía que avisar, pero una semana después de la muerte de Bertrand, llegó de Passy una hermana suya reclamando la herencia. El patrimonio era considerable, pues el maestro había ahorrado bastante, invirtiendo la mayor parte del dinero en la Compañía del Agua y en la deuda pública. André-Louis le indicó a la hermana de Bertrand que fuera a ver a los abogados del finado y no la vio nunca más.

La muerte de Bertrand lo dejó tan desolado que no cayó en la cuenta de la súbita fortuna que automáticamente había dejado en sus manos. La hermana del maestro heredaba la riqueza que el difunto había reunido, pero a André-Louis le correspondía la mina de donde había salido aquella riqueza: la escuela de esgrima, pues ahora su prestigio era tal que los discípulos le consideraban capaz de continuar con el trabajo de Bertrand des Amis. Para mayor fortuna, en aquellos tiempos tan convulsos las academias de esgrima experimentaron una enorme prosperidad, pues todos los hombres afilaban sus espadas y se adiestraban en su manejo.

Tuvieron que transcurrir quince días para que André-Louis comprendiera lo que realmente le había sucedido, pues su agotamiento era tan grande que advirtió que llevaba dos semanas haciendo el trabajo de dos hombres. Afortunadamente se le ocurrió poner a sus discípulos más aventajados a practicar entre ellos, pues de otro modo, no hubiera podido seguir adelante con su tarea. De todas maneras, tenía que esgrimir durante seis horas diarias, y era tal el cansancio que arrastraba, que a punto estuvo de caer enfermo. Al final, tuvo que contratar a un ayudante para que instruyera a los novatos, que eran los que más trabajo daban. Por suerte lo halló enseguida en Le Due, uno de sus discípulos. Como el verano avanzaba y el número de alumnos seguía aumentando, tuvo que contratar otro ayudante -un joven muy hábil llamado Galoche- y alquiló otra habitación en el piso de arriba.

Nunca en su vida André-Louis había trabajado tanto, ni siquiera en los tiempos en que organizaba la Compañía Binet, así que también eran días de extraordinaria prosperidad. En sus Confesiones, lamenta el hecho de que su amigo Bertrand des Amis tuviera la mala suerte de morir la víspera de ponerse de moda la esgrima.

El escudo de armas de la Academia del Rey, al que André-Louis no tenía derecho, seguía en la puerta de la escuela.

A la manera de Scaramouche, André-Louis resolvió ese problema.

Dejó el escudo y el rótulo «Academia de Bertrand des Amis, maestro de esgrima de la Academia del rey», pero le añadió esta leyenda: «Dirigida por André-Louis».

Ya no tenía tiempo para pasear, así que se enteraba por sus discípulos y por los periódicos -que ahora se multiplicaban en París gracias al establecimiento de la libertad de prensa- de los procesos revolucionarios que siguieron a la toma de la Bas tilla.

Este suceso había tenido lugar cuando el cadáver de Bertrand des Amis yacía de cuerpo presente, la víspera de su sepelio, y fue precisamente lo que motivó su retraso.

En parte, aquel acontecimiento había sido el resultado de la temeraria carga del príncipe de Lámbese, en la cual había muerto el maestro de esgrima.

El pueblo ultrajado había acudido al Hotel de Ville 1 para pedirles a los electores armas con que defenderse de los asesinos extranjeros pagados por el despotismo. Al fin los electores consintieron en darles armas, o mejor dicho -pues no las había-, en permitirles que se armaran ellos mismos como pudieran. También les dieron una nueva escarapela, roja y azul, los colores de París. Pero como éstos eran también los colores de la librea del duque de Orleans, se añadió el blanco -el del antiguo estandarte de Francia- y así nació la bandera tricolor. Más tarde, formaron un Comité Permanente de Electores para velar por el orden público.