Ahora que estaba autorizado, el pueblo trabajó tanto que en treinta y seis horas se habían forjado sesenta mil picas, y a las nueve de la mañana del martes había treinta mil hombres ante Les Invalides. A las once, habían saqueado el depósito de armas, sacando de allí unos treinta mil mosquetes, mientras otros se apoderaban del arsenal y del polvorín.
Ahora estaban preparados para resistir el ataque que aquella misma tarde sufriría la ciudad en siete puntos distintos. Pero París no esperó a que la atacaran. Tomó la iniciativa. En su arrebato, los parisienses concibieron el loco propósito de apoderarse de la imponente y amenazadora fortaleza de la Bastilla, y, como es sabido, la tomaron antes de las cinco de aquella tarde, ayudados por los cañones de la misma guardia francesa.
La noticia llegó a Versalles gracias a Lámbese, que huyó con sus dragones ante aquella vasta fuerza armada que parecía haber brotado del adoquinado de París. El hecho aterrorizó a la corte. El pueblo estaba en posesión del armamento capturado en la Bastilla, estaban levantando barricadas en las calles y emplazando su artillería. El ataque se había retrasado demasiado. Ahora había que desistir de él, pues sería infructuoso y perjudicaría el ya deteriorado prestigio de la realeza.
Así las cosas, la corte, acicateada por un miedo que aconsejaba prudencia, prefirió contemporizar. Llamarían otra vez a Necker y los tres Estados se sentarían juntos, como demandaba la Asamblea Nacional. Era la más completa rendición de la fuerza ante la fuerza, el único argumento posible. El rey fue solo a informar a la Asamblea Nacional de aquella resolución de última hora para gran alivio de sus diputados, que veían alarmados el lamentable giro que estaban tomando los acontecimientos en París. «No habrá más fuerza que la razón y los argumentos», era su lema. Y así sería durante los dos años siguientes, durante los que respondieron con paciencia y firmeza a las incesantes provocaciones de los que aún no habían recibido su justo castigo.
Cuando el rey salió de la Asamblea, una mujer se echó a sus pies y, abrazándole las rodillas, resumió con estas palabras la pregunta que toda Francia se hacía:
– ¡Oh, señor! ¿Sois realmente sincero? ¿Estáis seguro de que no cambiaréis de opinión?
Pero esa pregunta no se formuló cuando un par de días después el rey fue sin escolta a París a ultimar el arreglo de la paz, la capitulación de los privilegiados. La corte estaba aterrorizada. ¿Acaso no eran los «enemigos» aquellos amotinados parisienses? ¿Era prudente dejar que el rey se metiera en la boca del lobo? Si el rey sentía aquel miedo -y su pesimismo daba a entender que sí- pudo comprobar que era infundado. Aquellos doscientos mil hombres insuficientemente armados -sin uniforme y con la más extraordinaria mezcla de armas nunca vista- lo esperaban, pero para ser su guardia de honor.
El alcalde Bailly, en las barricadas, le recibió con las llaves de la ciudad y le dijo:
– Éstas son las llaves que fueron presentadas a Enrique IV. Él había reconquistado a su pueblo. Ahora el pueblo ha reconquistado a su rey.
En el Hotel de Ville, el alcalde Bailly le ofreció la nueva escarapela, el símbolo tricolor de la Francia constitucional, y cuando el monarca hubo dado su conformidad a la formación de la Garde Bourgeoise y a los acuerdos de Bailly y Lafayette, partió de nuevo hacia Versalles entre aclamaciones de «¡Viva el rey!» de su pueblo leal.
Y por fin los privilegiados se sometieron ante las bocas de los cañones, esos cañones que evitaron un baño de sangre, sangre sobre todo azul. El clero y la nobleza se unieron a la Asamblea Nacional para colaborar en la creación de una Constitución que regeneraría a Francia. Pero esa reunión fue otra burla, igual que el Te Deum que cantó el arzobispo de París por la caída de la Bastilla, que fue el más grotesco e increíble de todos aquellos acontecimientos. Lo que realmente sucedió fue que en la Asamblea Nacional se infiltraron quinientos o seiscientos enemigos para estorbar e impedir sus deliberaciones.
Pero ésta es una historia harto conocida cuyos detalles pueden leerse en otros libros. Aquí sólo aparecen los episodios registrados en los escritos de André-Louis, expresados casi con sus mismas palabras y que reflejan la evolución de sus convicciones. Ahora creía en todas las cosas en las que no creía cuando las predicaba.
Entretanto, junto con su prosperidad económica, también disfrutaba de un cambio en su situación respecto a la ley, y que era consecuencia de lo que ocurría a su alrededor. Ya no tenía que esconderse. ¿Quién iba a acusarlo ahora de sedicioso por sus discursos de Bretaña? ¿Qué tribunal iba a enviarle a la horca por haber dicho antes que nadie lo que ahora toda Francia decía? En cuanto a la otra posible acusación, por el asesinato del miserable Binet, si realmente lo había asesinado como él esperaba, ¿quién podría arrestarlo si había sido en defensa propia?
Así las cosas, un espléndido día de principios de agosto, André-Louis no trabajó en la academia, que ahora marchaba viento en popa gracias a sus ayudantes, alquiló un coche y partió hacia Versalles, deteniéndose en el Café de Amaury, que era donde se daban cita los bretones, semillero de donde surgió aquella Sociedad de Amigos de la Constitución, más conocidos como jacobinos. André-Louis buscaba a Le Chapelier, que había sido uno de los fundadores del club y se había convertido ahora en un hombre prominente. Era presidente de la Asamblea, y en aquella época deliberaban precisamente sobre la Declaración de los Derechos del Hombre.
La importancia de Le Chapelier se reflejó en lo servicial que se mostró el camarero cuando André-Louis preguntó por él. El señor Le Chapelier estaba arriba con unos amigos. El camarero se desvivía por servir al caballero, pero temía interrumpir la reunión en la que el señor diputado se encontraba.
André-Louis le dio una moneda de plata para animarlo y se sentó a una mesa de mármol, junto a la ventana, para admirar la amplia plaza bordeada de árboles. Allí, en aquella sala desierta a media tarde, fue a verle el insigne hombre. Hacía un año que André-Louis se le había adelantado para la realización de una misión delicada, y ahora era el otro quien estaba en la cumbre, entre los grandes líderes de la nación, mientras André-Louis se mantenía abajo, en la sombra, confundido con la masa.
Este pensamiento rondaba la mente de ambos mientras examinaban la transformación que unos meses habían operado en sus respectivas fisonomías. André-Louis observó en Le Chapelier cierto refinamiento en el vestir y en la apostura. Estaba más delgado, tenía el rostro más pálido y miraba a su amigo con ojos cansados a través de sus lentes con montura de oro. Por su parte, el diputado bretón notó en André-Louis cambios aún más pronunciados. El manejo casi constante de la espada le había dado a su amigo una gracia, una elasticidad de movimientos, un porte, y un no sé qué de dignidad y de mando. Eso le hacía parecer más alto y, aunque con sencillez, iba elegantemente vestido. Llevaba, como era de rigor, una pequeña espada con puño de plata, y sus cabellos negros, cuyos mechones Le Chapelier recordaba siempre caídos sobre su frente, estaban ahora lustrosos y bien peinados.
Sin embargo, en ambos las transformaciones eran sólo superficiales, como enseguida advirtieron. Le Chapelier seguía siendo el bretón sincero y algo brusco de siempre. Al verlo, se quedó un rato sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegría, y luego abrió los brazos. Los dos amigos se abrazaron, bajo la atónita mirada del camarero, que desapareció en el acto.
– ¡André-Louis, amigo mío! ¿Cómo es que te has dejado caer por aquí?
– Se suele caer de arriba. En cambio, yo vengo de abajo para contemplar de cerca a quien está en las alturas.