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– ¡En las alturas! Tú lo quisiste así, pues muy bien podrías estar ocupando ahora mi lugar.

– Las alturas me dan vértigo, y me parece que allá arriba la atmósfera está demasiado enrarecida. Tú mismo no pareces muy a gusto, Isaac, te noto muy pálido.

– La Asamblea celebró sesión hasta altas horas de la noche. Por eso me ves tan pálido. Esos condenados privilegiados multiplican nuestras dificultades. Evidentemente lo seguirán haciendo hasta que decretemos su abolición.

Los dos amigos se sentaron frente a frente.

– ¡Abolición! ¿A tanto aspiras? No es que me sorprenda. Siempre fuiste un extremista.

– Es la única forma de salvarles. Prefiero abolirlos oficialmente para salvarlos de otra abolición más peligrosa a manos de un pueblo que está exasperado.

– Entiendo. Pero ¿y el rey?

– El rey encarna a la nación. Junto con ella, lo liberaremos de la esclavitud del Privilegio. Nuestra Constitución lo conseguirá. ¿Estás de acuerdo?

– ¿Y eso qué importa? -exclamó André-Louis encogiéndose de hombros-. En política soy un soñador, no un hombre de acción. En los últimos tiempos he sido un moderado, más de lo que piensas. Pero ahora casi soy republicano. Lo he pensado detenidamente y he comprendido que este rey no es nada, un títere que baila al son que tocan.

– ¿Este rey, dices? ¿Y en qué otro rey estás pensando? ¿No serás de los que sueñan con el duque de Orleans? Tiene una especie de partido, y numerosos seguidores gracias al odio popular hacia la reina, pues todos saben que ella le detesta. Algunos incluso quisieran hacerle Regente, otros van más lejos; Robespierre, por ejemplo.

– ¿Quién? -preguntó André-Louis, quien nunca había oído aquel nombre.

– Robespierre, un ridículo abogado que representa a Arras, un tipo tímido y zafio, desarrapado, tonto y con voz nasal, que pronuncia arengas que nadie escucha; un ultra monárquico que los realistas y los orleanistas manejan a su antojo para sus propios fines. Es muy tenaz e insiste en ser escuchado. Puede que algún día lo escuchen. Pero ¿de ahí a que él o los demás hagan algo de Orleans?… ¡Bah!… Eso es algo que Orleans puede desear… pero que no conseguirá. La frase es de Mirabeau.

Cambió de tema para preguntarle a André-Louis por su vida.

– No me trataste como a un verdadero amigo cuando me escribiste -se quejó-. No me indicaste tu paradero ni, por tanto, la manera de ayudarte. Me tenías muy preocupado, André-Louis. Sin embargo, a juzgar por tu apariencia, creo que me preocupé en vano. Parece que gozas de prosperidad. ¿Cómo lo has conseguido?

André-Louis le contó con toda sinceridad lo que le había ocurrido.

– Lo que me has contado me deja pasmado -dijo el diputado-. De la toga al coturno, y del coturno a la espada. ¿Cuál será tu final?

– Probablemente la horca.

– ¡Bah! Seamos serios. ¿Por qué no la toga de senador en la Francia senatorial? Podrías serlo ahora si hubieras querido.

– Lo que yo decía, ése es el camino seguro para llegar a la horca -dijo André-Louis soltando una carcajada.

Le Chapelier hizo un gesto de impaciencia. ¿Acaso cruzó por su cabeza esa frase cuando, cuatro años después, iba en el carro de la muerte a la plaza de Gréve donde tenían lugar las ejecuciones?

– Somos sesenta y seis diputados bretones en la Asamblea. Si hubiera una vacante, ¿aceptarías ser suplente? Una palabra mía, unida al prestigio de tu nombre en Rennes y en Nantes, bastaría.

André-Louis volvió a reír.

– Cada vez que te veo tratas de meterme en política.

– Porque tienes dotes. Naciste para político.

– ¿Ah, sí? Ya tuve bastante haciendo el papel de Scaramouche en el teatro para hacerlo ahora en la vida real. Dime, Isaac, ¿qué sabes de mi antiguo e íntimo enemigo, el señor de La Tour d'Azyr?

– ¡Mal rayo lo parta! Está aquí, en Versalles. Es uno de los quebraderos de cabeza de la Asamblea. Le quemaron su castillo. Desgraciadamente él no estaba allí. Pero ni siquiera las llamas han conseguido chamuscar su insolencia. Se imagina que cuando acabe esta filosófica aberración, volverá a haber siervos que le reconstruyan la mansión.

– ¿Eso significa que ha habido disturbios también en Bretaña? -André-Louis se puso súbitamente serio y sus pensamientos volaron a Gavrillac.

– ¡Claro, como en todas partes! ¿No te das cuenta? La gente ha pasado mucha hambre en la comarca, y varios castillos han sido pasto de las llamas recientemente. Los campesinos copiaron el ejemplo de los parisienses, y vieron una Bastilla en cada castillo. Pero al igual que aquí, ahora reina de nuevo la calma.

– ¿Y de Gavrillac? ¿Sabes algo?

– Creo que todo va bien. El señor de Kercadiou no es el marqués de La Tour d'Azyr. Sus vasallos no le odian. No creo que lo ataquen. Pero ¿no mantienes correspondencia con tu padrino?

– Actualmente, no. Y lo que me cuentas complica más mi relación con él, pues debe considerarme como uno de los que encendieron la tea que ha reducido a cenizas tantos castillos de los de su clase. Trata de averiguar cómo está, y hazme llegar noticias suyas.

– Así lo haré.

Cuando André-Louis estaba a punto de subir al cabriolé para volver a París, quiso saber un poco más:

– ¿Por casualidad sabes si el marqués de La Tour d'Azyr se ha casado?

– No lo sé. Y eso quiere decir que no, porque, tratándose de un personaje tan encumbrado, ya hubiéramos oído algo.

– Es lógico -dijo André-Louis con indiferencia-. ¡Hasta la vista, Isaac! Ven a verme. Rue du Hasard, número 13. Ven pronto.

– ¡Tan pronto como me lo permitan mis obligaciones, que por el momento me tienen encadenado!

– ¡Pobre esclavo del deber para con tu evangelio de la libertad!

– Es cierto. Y precisamente por eso iré a verte. Tengo un deber que cumplir con Bretaña: convertir a Omnes Omnibus en su representante en la Asamblea Nacional.

– Te agradeceré que no cumplas con ese deber -sonrió André-Louis, y se fue.

CAPÍTULO IV Intermedio

A los pocos días Le Chapelier le devolvió a André-Louis la visita. Apareció con noticias frescas de Gavrillac. Todo estaba en calma y los súbditos de Kercadiou no habían tomado parte en los recientes disturbios de la región, que por suerte ya habían terminado.

Ahora, aunque el aguijón de la escasez seguía ensañándose con los pobres, a pesar de que las colas ante las puertas de las panaderías aumentaban a medida que avanzaba el otoño, la vida reanudaba su curso. Naturalmente, había en París explosiones de descontento, pero los parisienses empezaban a acostumbrarse a vivir en esa atmósfera explosiva y no consentían que afectara seriamente sus asuntos ni amargara sus diversiones. Por supuesto, aquellos estallidos podían haberse evitado, pero los privilegiados estaban decididos a luchar hasta quemar el último cartucho, y así, mientras de un lado oponían la más firme resistencia, del otro hacían los mayores sacrificios en aras de la patria. En septiembre, cuando el pueblo vio llegar el regimiento de Flandes a Versalles, se sintió de nuevo amenazado. Fue una señal de que los privilegiados alzaban de nuevo su orgullosa cabeza. Estaban conspirando para obligarlos a la sumisión, haciéndolos morir de hambre si era preciso. De ahí la llamada expedición de Maenads, la marcha de las vendedoras del mercado de París sobre Versalles, dirigidas por Maillard y, como resultado, a principios de octubre, el desalojo de toda la chusma que infestaba el Palacio de las Tullerías para alojar allí al rey. El rey debía vivir entre su pueblo. Aquel pueblo que lo amaba, quería tenerle en París, quería tenerlo como rehén para mayor seguridad de todos. Si tenían que morir de hambre, él también moriría con ellos.

André-Louis observaba estos acontecimientos preguntándose adonde iría a parar todo aquello. Los únicos nobles sensatos eran los que cruzaban la frontera antes de que los fanáticos, que constituían el grueso de los de su clase, acarrearan sobre ellos la destrucción total. Mientras tanto, André-Louis continuaba tan atareado con su floreciente academia que pensó en adquirir los bajos del edificio y contratar los servicios de un tercer ayudante. Pero el inquilino de los bajos, que era mercero, ponía demasiadas condiciones para marcharse. Salvo ese caso, ya la casa era toda suya. Acababa de adquirir el primer piso, convirtiéndolo en cómoda vivienda para él y sus dos ayudantes. Tenía un ama de llaves y un muchachito como paje.