Ahora que la sede de la Asamblea Nacional estaba en París, veía con más frecuencia a Le Chapelier, y la intimidad entre ambos aumentó. Solían comer juntos en el Palais Royal o en otros sitios. Por medio de Le Chapelier, André-Louis empezó a relacionarse, aunque procuraba declinar las frecuentes invitaciones a los salones donde reinaba el espíritu de los nuevos republicanos y los filósofos.
Sin embargo, una noche de la siguiente primavera asistió a una función de la Comedia Francesa. Representaban la tragedia Charles IX, de Chénier, en medio de no pocas protestas. Fue una velada tempestuosa: las alusiones que salían del escenario eran cazadas al vuelo por el público para convertirse en consignas que se lanzaban entre sí los partidos políticos hostiles, los del antiguo y el nuevo régimen. El momento álgido llegó cuando algunos hombres de la platea insistieron en no descubrir sus cabezas. La Comedia Francesa tenía un palco regio, y una ley no escrita que decía que por respeto a la realeza allí todos debían descubrirse, aunque el palco destinado a los reyes estuviera vacío.
Los hombres que se negaron a descubrirse eran republicanos, y lo hicieron como protesta contra una ley que consideraban absurda. Pero al ver el rugido de indignación que causaba aquel gesto simbólico, un rugido que no dejaba oír lo que decían los actores, se apresuraron a quitarse los sombreros. Sin embargo, hubo un hombre que se obstinó en permanecer con el sombrero puesto, mientras volvía su gran cabeza leonina a derecha y a izquierda, riéndose de quienes le pedían que se descubriera. De pronto, se oyó el trueno de su voz:
– Vamos a ver, ¿quién es el valiente que me va a quitar el sombrero?
Era el colmo de la provocación. Las amenazas brotaron por doquier. El hombre se levantó impasible, exhibiendo una enorme complexión atlética, el cuello hercúleo, la solapa abierta mostrando el ancho pecho, y un rostro indeciblemente horrible. Se rió en la cara de sus detractores y de un manotazo se hundió más aún el sombrero en la frente.
– ¡Firme como el sombrero de Servandony! -se burló enarbolando un puño desafiante.
André-Louis tuvo que reírse. Había algo grotesco y también heroico en aquella gran figura, burlona e impávida en medio del creciente revuelo. De no haber intervenido a tiempo la policía para llevárselo, allí se hubiera armado la gorda. Estaba claro que aquel hombre no era de los que ceden.
– ¿Quién es? -le preguntó André-Louis al espectador que estaba a su lado cuando ya todo estuvo en orden.
– No lo sé -respondió el otro-. Dicen que se llama Danton y que es el fundador del Club de los Cordeliers. Es un loco, un energúmeno. Y acabará mal.
Al otro día aquel episodio fue la comidilla de todo París que, por un momento, flotó sobre la superficie de asuntos más graves. En la academia de esgrima no se habló de otra cosa que de la Comedia Francesa y la rivalidad entre Taima y Naudet, que estaba a la sazón en su apogeo. Pero pronto André-Louis tuvo que concentrarse en algo más importante. Hacia el mediodía recibió la visita de Le Chapelier.
– Te traigo noticias. Tu padrino está en Meudon. Llegó hace dos días. ¿Lo sabías?
– Claro que no. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Y qué hace en Meudon? -preguntó experimentando una vaga inquietud que apenas conseguía explicar.
– No lo sé. Ha habido nuevos disturbios en Bretaña. Puede que se deba a eso.
– ¿Ha venido a refugiarse en casa de su hermano? -preguntó André-Louis.
– A casa de su hermano, sí, pero no con él. ¿En qué mundo vives, André? ¿No estás al tanto de las noticias? Étienne de Gavrillac emigró hace meses. Era de la casa de Artois y cruzó con él la frontera. Sabemos que ambos están en Alemania, conspirando contra Francia, que es lo que hacen los emigrados. La austríaca de las Tullerías acabará hundiendo la monarquía francesa.
– Sí, sí -dijo André-Louis impaciente, pues aquella mañana la política le tenía sin cuidado-. Pero ¿y mi padrino?
– Ya te dije que está en Meudon, instalado en la casa que le dejó su hermano. ¿O es que no hablo bien el francés? Creo que Rabouillet, su administrador, ha quedado a cargo de Gavrillac. Tan pronto lo supe todo, quise venir a decírtelo. Pensé que querrías ir a Meudon.
– Por supuesto, iré enseguida. Mejor dicho, cuando pueda. Ni hoy ni mañana podré ir. Tengo demasiado trabajo aquí.
Señaló la sala, de donde llegaba el ruido del choque de espadas, de las pisadas y la voz del instructor Le Due.
– Bien, bien. Ése es tu problema. Y como estás tan ocupado, ahora te dejo. Esta noche cenaremos en el Café de Foy. Kersain estará en la tertulia.
– ¡Un momento! -gritó André-Louis cuando su amigo ya se iba-: ¿Está la señorita de Kercadiou con su tío?
– ¿Cómo rayos quieres que lo sepa? Ve allí y averígualo.
Le Chapelier salió y André-Louis permaneció un momento absorto en sus pensamientos. Luego dio media vuelta y reanudó la explicación que le estaba dando a su discípulo, el vizconde Villeniort, sobre la contra de Danet, demostrándole con una pequeña espada las ventajas de utilizarla.
Después practicó con el vizconde que, en aquel entonces, era quizás el más hábil de sus discípulos. Pero en realidad sus pensamientos volaban a Meudon, y mientras repasaba de memoria las lecciones que tenía que impartir aquel día y al siguiente, trataba de encontrar la forma de aplazarlas sin afectar el ritmo de trabajo de la academia. Cuando hubo tocado al vizconde tres veces seguidas, hizo una pausa y, de vuelta a la realidad, se admiró de la precisión con que le había derrotado, pues había sido de un modo totalmente automático. Sin dedicarle ninguna atención al juego de su muñeca, del brazo y de las rodillas, había ejecutado todos los movimientos perfectamente gracias a más de un año de práctica.
Hasta el domingo no pudo hacer André-Louis lo que había acabado por convertirse en su mayor anhelo. Más acicalado que de costumbre, exquisitamente peinado por uno de los peluqueros de la nobleza -uno de los muchos que habían perdido su empleo por el continuo flujo de emigrantes-, André-Louis subió a un elegante carruaje de alquiler y fue a Meudon.
La casa del hermano menor de los Kercadiou se parecía tan poco a la del cabeza de familia como ambos hermanos entre sí. Mientras que el padrino de André-Louis era esencialmente un hombre del campo, su hermano menor era un cortesano, un oficial de la casa del conde de Artois, que había edificado para él y su familia una imponente mansión en el cerro de Meudon, en un parque en miniatura, convenientemente situado a mitad de camino entre Versalles y París, y fácilmente accesible desde ambos lugares. El señor de Artois -el regio jugador de pelota- había sido uno de los primeros en emigrar, junto con los Conde, los Contis, los Polignacs y otros consejeros privados de la reina, así como el viejo mariscal de Broglie y el príncipe de Lámbese, quienes comprendiendo hasta qué punto sus nombres se habían hecho odiosos para el pueblo, abandonaron Francia a raíz de la toma de la Bastilla. El conde de Artois no sólo se había ido a jugar a pelota al otro lado de la frontera, sino también a conspirar para destruir la monarquía francesa, como ya habían hecho él y los otros cuando vivían en Francia. Junto con él, entre varios de sus allegados, se fue Étienne de Kercadiou, y con éste, su esposa y sus cuatro hijos. De esta forma, y en ausencia de su hermano, el señor de Gavrillac ocupó la villa del cortesano en Meudon.