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La carroza partió. Detrás, muy derecho en su puesto, iba el lacayo de peluca empolvada con su casaca azul y oro, mientras el señor de La Tour d'Azyr, desde la ventana, le decía adiós a Aline, quien respondía a su vez con un ademán de la mano.

Philippe de Vilmorin tomó del brazo a su amigo, y le dijo:

– Vamos, André.

– Pero ¿por qué no os quedáis los dos a comer? -exclamó el hospitalario señor de Gavrillac-. Beberemos brindando por… -añadió haciendo un guiño dirigido a la joven que se acercaba. El bueno del señor de Gavrillac carecía de astucia.

Philippe de Vilmorin deploró que una cita contraída anteriormente le impidiera aceptar tal honor. Se mostraba muy grave.

– ¿Y tú, André? -le preguntó a su ahijado.

– ¿Yo? No puedo quedarme; también he sido citado, padrino -mintió- Y tengo mi superstición contra los brindis…

En realidad André-Louis no quería quedarse allí. Estaba enojado con Aline por el risueño recibimiento que le había dispensado al marqués de La Tour d'Azyr y por el sórdido negocio que la convertía en mercancía. Sufría una terrible desilusión.

CAPÍTULO III La elocuencia de Vilmorin

Mientras bajaban la colina, Vilmorin permanecía callado mientras André-Louis hablaba. El tema de su peroración era la mujer en sentido general. Pretendía haberla descubierto aquella mañana, y las frases que se le ocurrían sobre las mujeres eran poco halagüeñas y, en ocasiones, casi groseras. Philippe de Vilmorin apenas le escuchaba; aunque pueda parecer extraño en un joven francés de su tiempo, no le interesaban las mujeres. El pobre Philippe era una excepción en muchos aspectos.

Frente a El Bretón Armado -posada y casa de postas situada a la entrada del pueblo de Gavrillac-, Philippe interrumpió a su compañero justo cuando llegaba a la culminación de su diatriba contra las mujeres, devolviéndolo súbitamente a la realidad, pues entonces advirtió la carroza del marqués de La Tour d'Azyr parada ante la puerta del mesón.

– No puedo creer que no me hayas estado escuchando -dijo André a su amigo.

– De haber estado menos absorto en tu propio discurso, lo hubieras notado antes y te habrías ahorrado la saliva. La verdad es que me das pena, André. Parece que has olvidado por completo a qué hemos venido. Sabes muy bien que estoy citado aquí con el marqués, quien desea que le explique mejor el asunto. Allá arriba, en Gavrillac, no podía resolverse nada. No era el momento oportuno. Pero confío en el marqués.

– ¿Confías… en qué?

– En que hará cuanto esté en sus manos para reparar el daño. Se encargará de la viuda y de los huérfanos. Si no fuera así. ¿Por qué habría de querer oírme de nuevo?

– ¡Me extraña tanta condescendencia en él! -exclamó André-Louis, y añadió-: Timeo Danaos et dona ferentes.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Philippe.

– Entremos y lo sabremos… a no ser que mi presencia sea un estorbo.

Los jóvenes entraron en una habitación que siempre estaba reservada para el marqués. Un fuego de leña ardía al fondo de la estancia, y allí estaban sentados el señor de La Tour d'Azyr y su primo, el caballero de Chabrillanne. Al entrar Vilmorin, ambos se levantaron. André-Louis permaneció en la puerta.

– Os estoy muy agradecido por vuestra cortesía, señor de Vilmorin -dijo el marqués en tono tan desdeñoso que desmentía la educación de sus palabras-. Sentaos, os lo ruego. ¡Ah! ¿El señor Moreau nos acompaña? -preguntó con frialdad.

– Si no tenéis inconveniente, señor marqués…

– ¿Por qué habría de tenerlo? Sentaos, Moreau.

Hablaba despectivamente, mirando a André por encima del hombro, como a un lacayo.

– Sois muy amable -dijo Philippe- al darme la oportunidad de explicaros el asunto que tan inoportunamente me llevó a Gavrillac.

El marqués se arrellanó cómodamente cruzando las piernas, y tendió una de sus finas manos hacia las llamas, para calentarse. Sin molestarse siquiera en volverse hacia el joven que estaba detrás de él, replicó:

– Dejemos a un lado lo amable de mi concesión -dijo en tono sombrío y Chabrillanne se rió. André-Louis consideró la facilidad con que reía el primo del marqués y casi, casi, le envidió tal capacidad.

– De todos modos os estoy agradecido -insistió Philippe-por condescender a oírme abogar por la causa de esa pobre gente.

El marqués abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Qué causa? -exclamó mirándole por encima del hombro.

– ¿Cómo que qué causa? Me refiero a la causa de la viuda y los huérfanos del infortunado Mabey.

El marqués dejó vagar la mirada de Vilmorin a su primo, quien de nuevo se echó a reír, dándose esta vez una palmada en la rodilla.

– Me parece -dijo lentamente el marqués- que ha habido un malentendido. Yo os pedí que vinierais aquí porque el castillo de Gavrillac no era el sitio más adecuado para tener una discusión, y porque vacilé en haceros recorrer el largo camino que hay hasta mi castillo. Pero a mí solamente me interesan ciertas frases pronunciadas por vos en el castillo de Gavrillac. Es a causa de esas frases por lo que estáis aquí y por lo que quiero oír vuestras explicaciones… si queréis honrarme con ellas.

André-Louis empezó a notar algo siniestro en el aire. Su intuición era más rápida que la de Vilmorin, quien únicamente se sentía un poco sorprendido.

– No comprendo, caballero -dijo el joven seminarista-. ¿A qué frases os referís?

– Parece, señor mío, que debo refrescaros la memoria -dijo el marqués ladeándose en su cómodo asiento de modo que, al fin, quedó frente a Philippe de Vilmorin-. Os referisteis, muy elocuentemente a pesar de estar completamente errado, a la «infamia» del hecho de sumaria justicia realizado por un criado mío sobre ese tal Mabey, o como se llame ese ladrón. «Infamia» fue precisamente la palabra empleada por vos. Y no os retractasteis de ella ni siquiera cuando tuve el honor de informaros que mi guardabosque actuó así cumpliendo una orden mía.

– Si fue un acto infame -dijo Vilmorin-, eso es algo que no puede cambiarlo la alcurnia de la persona responsable. Lejos de ser un atenuante, la altura de esa alcurnia es un agravante.

– ¡Ah! -dijo el marqués sacando una tabaquera de oro de su bolsillo-. Un acto infame, decís… ¿He de entender que ya no estáis tan convencido de esa «infamia» como, al parecer, lo estabais antes?

Philippe de Vilmorin estaba perplejo. No acababa de comprender adonde pretendía ir a parar con todo aquello.

– Se me ocurre pensar, señor marqués, en vista de vuestro deseo de asumir tal responsabilidad, que tal vez estáis convencido de tener alguna justificación que escapa a mi entendimiento.

– Así está mejor, mucho mejor.

El marqués tomó un poco de rapé y luego sacudió el polvo que había caído sobre el encaje de su chorrera. Entonces prosiguió:

– Me alegra que por fin comprendáis que, no siendo vos propietario, no teníais clara idea del caso y podíais haberos lanzado a una conclusión precipitada e injustificable. Que esto sea un aviso para vos, de ahora en adelante. Cuando os diga que desde hace meses me vienen molestando con parecidos saqueos, comprenderéis tal vez que era necesario imponer un correctivo lo bastante enérgico para acabar con ellos. Ahora que esa gentuza sabe el riesgo que corre, creo que al fin mis cotos de caza quedarán protegidos. Y aún hay algo más, señor de Vilmorin. No me enoja tanto el robo en sí como el desprecio hacia mi absoluto e inviolable derecho. Hay, señor mío, como no habréis dejado de observar, un diabólico espíritu de rebeldía en el ambiente, y sólo existe un modo de hacerle frente. La tolerancia, incluso la más leve, la indulgencia más insignificante que practiquemos hoy, nos obligará mañana a tener que tomar medidas más duras. Estoy seguro de que me comprendéis y de que también apreciaréis mi condescendencia al explicaros cosas que en modo alguno tengo que explicarle a nadie. Si algo de lo que acabo de decir no os parece suficientemente claro, os ruego acudáis a las leyes de caza, de las que vuestro amigo el abogado puede daros una idea.