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A pesar de alegrarse de haber escapado de una provincia tan convulsa como Bretaña -cuyos nobles eran los más intransigentes de Francia-, el padrino de André-Louis no se sentía feliz en Meudon. Un hombre como él, de costumbres casi espartanas, habituado a un estilo de vida sencilla, se sentía algo incómodo en aquel ambiente sibarítico, entre tantas alfombras y tantos dorados, rodeado por el batallón de silenciosos sirvientes que su hermano había dejado atrás. En Gavrillac siempre estaba entretenido en cuestiones agrícolas, y ahora se aburría soberanamente. A modo de defensa, dormía muchas horas y, de no ser por Aline, que no disimulaba el placer de estar tan cerca de París, ya se hubiera largado de allí. Quizá con el tiempo acabaría resignándose a aquel lujo tan ocioso. Pero de momento, estaba irritado con el cambio. Así que cuando André-Louis visitó a su padrino aquella tarde del mes de junio, se encontró a un señor de Kercadiou malhumorado y soñoliento.

CAPÍTULO V En Meudon

A André-Louis e hicieron pasar sin anunciarlo, como era costumbre en Gavrillac, pues Bénoit, el viejo ayuda de cámara de Kercadiou, había acompañado a su señor en aquella aventura, y vivía allí soportando las burlas de los criados que el otro Kercadiou había dejado al emigrar. Cuando Bénoit vio a André-Louis se puso tan contento que casi brincó a su alrededor como un perro fiel mientras le conducía al salón donde estaba el señor de Gavrillac quien, según aseguró el sirviente, también se alegraría de verlo.

– ¡Señor! ¡Señor! -gritó nerviosamente mientras entraba adelantándose un par de pasos al visitante-. Aquí está el señorito André… Vuestro ahijado, que viene a besaros la mano. ¡Aquí está!… Y tan elegante que no lo vais a conocer. ¡Aquí está, señor! ¿No está guapo?

Y mientras decía esto, el viejo sirviente se frotaba las manos de alegría, convencido de que su amo compartiría su emoción.

André-Louis cruzó aquella gran habitación alfombrada cuyos dorados deslumbraban. Las ventanas que daban al jardín eran tan altas que casi llegaban al techo de la habitación. Los adornos dorados abundaban en el mobiliario, como se estilaba en las casas de los nobles. En ninguna otra época se usó tanto oro en la decoración interior, a pesar de que acuñado era tan difícil de encontrar que pusieron en circulación el papel moneda para suplir su escasez. André-Louis solía decir que si los aristócratas se hubieran decidido a empapelar sus paredes con los billetes dejando el oro en sus bolsillos, las finanzas del reino se hubieran saneado rápidamente.

El señor de Kercadiou, de lo más emperifollado para armonizar con el entorno, se levantó sobresaltado al ver irrumpir a Bénoit, quien estaba casi tan alicaído como su amo desde que había llegado a Meudon.

– ¿Qué sucede? ¿Eh? -sus ojos miopes descubrieron al fin al visitante-. ¡André! -dijo con tono entre sorprendido y severo. Y su cara, de suyo enrojecida, se puso más colorada aún.

Bénoit, de espaldas a su amo, le hacía muecas y guiños a André-Louis para que no se desanimara ante la aparente hostilidad de su padrino. Cuando terminó sus gesticulaciones, el inteligente criado se retiró discretamente.

– ¿Qué vienes a buscar aquí? -refunfuñó el señor de Kercadiou.

– Como dijo Bénoit, sólo vengo a besar vuestra mano, padrino -sumiso, André-Louis, inclinó la cabeza.

– Te las has ingeniado para pasar dos años sin besarla.

– Señor, no me reprochéis ahora mi infortunio.

El señor de Kercadiou estaba muy envarado. Echaba hacia atrás la cabeza y su clara mirada se mostraba adusta.

– ¿Ya olvidaste que me ofendiste escapando de un modo tan desconsiderado y sin darnos la menor noticia de si estabas vivo o muerto?

– Al principio era muy peligroso descubrir mi paradero. Luego, durante un tiempo, padecí necesidad, estaba casi en la miseria, pero, después de lo que había hecho y de la opinión que debíais tener de mí, mi orgullo me impedía apelar a vuestra ayuda. Después…

– ¿En la miseria? -le interrumpió el señor de Kercadiou.

Por un momento, sus labios temblaron. Después recobró su presencia de ánimo y frunció las cejas mientras observaba el esplendor del vestido de André-Louis, las hebillas y los tacones rojos de su calzado, la espada con puño de plata incrustado de perlas, y el cabello -que él siempre había visto despeinado- ahora cuidadosamente cortado y peinado.

– Pues ahora no pareces estar en la miseria -dijo mofándose de él.

– No lo estoy. He prosperado bastante desde entonces acá. En eso me distingo del hijo pródigo que vuelve sólo para pedir ayuda. Yo he vuelto únicamente porque os amo, y para decíroslo. He venido a veros en cuanto supe de vuestra presencia aquí. ¡Querido padrino! -exclamó avanzando con la mano tendida.

Pero el señor de Kercadiou permaneció inflexible, encastillado en su rencor, en su fría dignidad.

– Cualesquiera que hayan sido tus tribulaciones, no son nada comparadas con lo que merecía tu conducta, y advierto que no han disminuido tu descaro. ¿Crees que basta con llegar aquí y exclamar «¡querido padrino!» para que todo sea perdonado y olvidado? Estás equivocado. Has hecho demasiado daño, has atacado todo cuanto yo creo y sostengo, incluyéndome a mí, pues traicionaste la confianza que había depositado en ti. Tú eres uno de los malditos granujas responsables de esta revolución.

– ¡Ay, ya veo que incurrís en el error más común! Esos malditos granujas sólo piden una Constitución, como les prometió la Corona. Ellos no podían saber que la promesa era falsa o que su realización sería obstaculizada por las clases privilegiadas. Si alguien ha radicalizado esta revolución son los nobles y los curas.

– ¿A estas alturas todavía te atreves a decir delante de mí tan abominables mentiras? ¿Te atreves a decir que los nobles han hecho la revolución cuando muchos de ellos, siguiendo el ejemplo del duque de Aiguillon, han dejado sus privilegios y hasta sus títulos en manos del pueblo? ¿Acaso puedes negarlo?

– ¡Oh, no! Después de incendiar su casa, ahora tratan de apagar las llamas echándole agua, y cuando fracasan le echan toda la culpa al fuego.

– Veo que has venido aquí a hablar de política.

– Nada más lejos de mi intención. He venido, si es posible, a explicarme. Comprender es siempre perdonar. Eso dijo Montaigne. Si yo pudiera haceros comprender…

– No puedes. Jamás comprenderé cómo te convertiste en algo tan odioso para Bretaña.

– ¿Odioso? Eso no.

– Digo odioso para los que importan. Dicen que eres Omnes Omnibus, cosa que no puedo ni quiero creer.

– Pues es cierto.

El señor de Kercadiou se atragantó.

– ¿Confiesas que eres tú?

– Lo que un hombre se ha atrevido a hacer, debe atreverse a confesarlo, a menos que sea un cobarde.

– ¡Oh! Seguramente fuiste muy valiente cada vez que escapabas después de actuar, cuando te convertiste en cómico de la legua para esconderte mejor y para seguir haciendo más daño, cuando provocaste una revuelta en Nantes y volviste a escapar para convertirte en Dios sabe qué cosa… ¡En algo deshonesto a juzgar por la ropa que llevas! ¡Dios mío! Te aseguro que en estos dos años pasados he deseado muchas veces que estuvieras muerto y me desilusiona profundamente saber que no lo estás.

Entonces dio una palmada y gritó con voz chillona:

– ¡Bénoit!

Luego se dirigió a la chimenea con el rostro púrpura y tembloroso.

– Muerto -prosiguió-, podría perdonarte como a quien ha pagado sus maldades y su locura. Pero estando vivo, jamás podré perdonarte. Has ido demasiado lejos, y sólo Dios sabe cómo acabarás. Bénoit -añadió cuando vio entrar al criado-, acompaña al señor André-Louis Moreau a la puerta.

El tono del anciano era enérgico. Ante aquel rapapolvo a guisa de despedida, André-Louis se quedó pálido, conteniendo a medias su dolor, pero con el corazón en un puño. Vio al pobre Bénoit, alzando sus brazos temblorosos en un amago de reproche a su amo. Y entonces se oyó otra voz, fresca, cantarína, pero también algo indignada: