– ¡Tío! -y luego exclamó-: ¡André! -Era una voz calurosa, que denotaba alegría, aunque mezclada con un timbre de sorpresa.
Los tres hombres se volvieron para ver a Aline entrando por una de las grandes puertas ventanas del jardín. Llevaba una de esas cofias de lechera que eran el último grito de la moda, aunque sin la escarapela tricolor que generalmente solía adornar ese tocado. André-Louis sonrió al verla. A su mente acudió el recuerdo de su último encuentro con ella. Se vio en las calles de Nantes, ardiendo de indignación mientras la carroza de Aline se alejaba por la avenida de Gigan.
Ahora ella venía hacia él con las manos tendidas, con las mejillas ligeramente ruborizadas y una sonrisa de bienvenida. Él hizo una profunda reverencia y besó su mano en silencio.
Entonces, con una mirada y un gesto, Aline le indicó a Bénoit que podía retirarse, y con voz imperiosa se convirtió en abogada de André ante la áspera despedida que había escuchado al asomarse a la ventana que daba al jardín.
– Querido tío -dijo dejando a André-Louis y acercándose al señor de Kercadiou-, me asombra vuestra actitud. ¿Cómo permitís que un mal humor pasajero sea superior a todo el cariño que sentís por André?
– Yo no le tengo ningún cariño. Eso era antes. Él quiso prescindir de mi cariño. ¡Que se vaya al diablo! Y no permitiré que te inmiscuyas en este asunto.
– Pero si él mismo ha confesado que ha hecho mal…
– Él no confiesa absolutamente nada. Viene aquí a discutir conmigo sobre esos infernales Derechos del Hombre. Lejos de arrepentirse, se enorgullece de haber sido, como aseguran todos los bretones, el canalla que se ocultó bajo el seudónimo de Omnes Omnibus. ¿Puedo perdonarle eso?
Ella se volvió a André-Louis:
– ¿Es eso verdad? ¿No te arrepientes, André, ni siquiera ahora que puedes ver todo el daño que nos han hecho?
Era una clara invitación, una súplica para que se arrepintiera e hiciera las paces con su padrino. Por un momento, casi se conmovió. Pero luego, considerando que era un subterfugio indigno, contestó con el dolor vibrando en su voz:
– Confesar arrepentimiento sería como confesar un crimen monstruoso. ¿No os dais cuenta? ¡Oh, señor, un poco de paciencia, por favor, y os lo explicaré todo! Decís que soy en parte al menos responsable de cuanto os ha sucedido. Mis exhortaciones al pueblo, primero en Rennes y luego en Nantes, decís que influyeron en lo que luego allí tuvo lugar. Es posible. No puedo negarlo categóricamente. Después vino la revolución y el derramamiento de sangre. Y puede que aún no haya ocurrido lo peor. Pero arrepentirse significa reconocer que se ha obrado mal. ¿Cómo voy a admitir que he obrado mal y cargar sobre mi conciencia con toda esa sangre derramada? Voy a hablaros con el corazón en la mano, para que veáis cuan lejos estoy del arrepentimiento. Lo que hice, lo hice contra mis convicciones de aquella época. Como no había justicia en Francia para castigar al asesino de Philippe de Vilmorin, no me quedó más remedio que seguir mi propio camino para conseguir ese propósito. Entonces descubrí que yo estaba en un error, y que Philippe de Vilmorin y los que pensaban como él tenían razón. Cuando en un gobierno no hay justicia, la emancipación del hombre es imposible. Pero yo pensaba que fuera cual fuera la clase que llegara al gobierno, abusaría del poder. Después comprendí que la única garantía contra el abuso del poder es que el gobierno esté en manos del pueblo. Si no hubiera comprendido esto, ¿cuál sería ahora mi situación? Me remordería la conciencia pensando incesantemente que, por una insensata tentativa de venganza, había perpetrado un mal mucho más atroz que el que trataba de vengar. Así pues, debéis comprender que no tengo nada de qué arrepentirme, sino más bien al contrario, pues cuando a Francia le sea otorgado el inestimable beneficio de una Constitución, como pronto sucederá, podré enorgullecerme del papel que he desempeñado para que eso sea posible.
Hizo una pausa. El rostro del señor de Kercadiou estaba al rojo vivo.
– ¿Has terminado ya? -preguntó ásperamente.
– Si me habéis comprendido, sí.
– ¡Oh, sí! Te he comprendido… y te repito que te vayas.
André-Louis se encogió de hombros y agachó la cabeza. Después del anhelo y la alegría que le había impulsado a acudir allí, lo despedían con cajas destempladas. Miró a Aline. Su rostro estaba pálido y turbado. Esta vez no se le ocurría nada para ayudarlo. En su excesiva honestidad, André-Louis había quemado todas sus naves.
– Muy bien, señor. Quiero que recordéis, cuando me haya ido, que no he venido en busca de ayuda ni obligado por la necesidad. Como ya dije, no soy el hijo pródigo. Nada necesito, nada pido, soy dueño de mi destino, y sólo vine estimulado por el cariño y la gratitud que continuaré profesándoos.
– ¡Oh, sí! -exclamó Aline volviéndose a su tío. Al fin encontraba un argumento a favor de André, o al menos eso pensaba-. Ésa es la pura verdad. Seguro que…
Exasperado, su tío le ordenó que se callara.
– Quizás a partir de ahora -prosiguió André-Louis- lo que os he dicho sirva para que penséis en mí más bondadosamente.
– A partir de ahora no tendré ocasión de pensar en ti. Te repito que te marches.
André-Louis miró un instante a Aline, como si aún vacilara.
Ella le contestó mirando a su furioso tío, encogiéndose levemente de hombros y frunciendo el ceño, profundamente desalentada. Era como si dijera: «Ya ves el humor que tiene. No hay nada que hacer».
Con la gracia que la práctica de la esgrima le había dado, André-Louis saludó y salió.
– ¡Oh, esto es cruel, muy cruel! -gritó Aline con voz ahogada, retorciéndose las manos y dirigiéndose a la puerta ventana por la que antes había entrado.
– ¡Aline! ¿Adonde vas? -gritó su tío.
– No sabemos dónde encontrarle…
– Ni falta que hace…
– Puede que nunca volvamos a verle.
– Es lo que fervientemente deseo.
– ¡Uf! -exclamó Aline y salió al jardín.
Su tío la llamó ordenándole que volviera. Pero Aline, que era una chica obediente, se tapó los oídos para poder desobedecer y corrió hacia el camino para alcanzar a André-Louis.
Cuando él salía, con el corazón encogido, ella apareció entre los árboles que bordeaban el camino.
– ¡Aline! -exclamó él alegremente.
– No quiero que te vayas así. No puedo permitirlo -explicó la joven-. Le conozco mejor que tú y sé que se arrepentirá después. Seguramente querrá volver a verte, y entonces no sabremos dónde encontrarte.
– ¿Realmente lo crees?
– Estoy segura. Llegaste en mal momento. El pobre está de muy mal humor desde que vino aquí. No está acostumbrado a todo este lujo. Se aburre lejos de su entrañable Gavrillac, de sus tierras y de sus cacerías, y la verdad es que en el fondo te culpa de todo lo que ha sucedido. Bretaña, como debes saber, se ha vuelto un lugar muy inseguro. Hace unos meses incendiaron el castillo del marqués de La Tour d'Azyr, al igual que otros muchos. De un momento a otro, las pasiones pueden volver a estallar en Gavrillac. Por eso ha tenido que venir aquí, y por eso te culpa a ti y a tus compañeros. Pero pronto cambiará de parecer. Lamentará haberte dejado partir así, pues yo sé que te adora, a pesar de todo. A su debido tiempo, se lo haré comprender. Y entonces querrá saber dónde podemos encontrarte.
– En el número trece de la rue du Hasard. El número es aciago, pero el nombre de la calle trae suerte. Así que ambas cosas son fáciles de recordar.
– Te acompañaré hasta la puerta -dijo la joven. Y juntos bajaron lentamente por el largo camino, a la sombra de los árboles, que atenuaba el sol de junio-. Tienes muy buen aspecto. Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, y me alegro de tu prosperidad. -Y entonces, sin darle tiempo a contestar, cambió bruscamente de tema-. ¡He deseado tanto verte durante estos meses, André! ¡Eras el único que podía ayudarme, el único que podía decirme la verdad, y me disgustaba que no escribieras diciéndome dónde podía encontrarte!