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– No me animaste mucho que digamos cuando nos vimos en Nantes por última vez.

– ¿Cómo? ¿Todavía me guardas rencor?

– Nunca he sido rencoroso. Deberías saberlo -se enorgulleció él, pues se preciaba de ser un estoico-. Pero tengo una herida en el alma que se restañaría con tu retractación.

– Pues me retracto de lo que dije enseguida, André. Y ahora dime…

– Tu retractación es interesada -sonrió André-. Es un toma y daca. Muy bien, ¿qué me ibas a preguntar?

– Sí, André, dime… -se calló titubeante y prosiguió bajando los ojos- Dime la verdad sobre lo que sucedió en el Teatro Feydau.

Aquella alusión le hizo arrugar la frente. Enseguida sospechó la idea que la animaba a hacer aquella pregunta, y brevemente le contó su versión.

Ella le escuchó atentamente. Cuando hubo acabado, Aline suspiró pensativa.

– Eso fue lo que me contaron -afirmó-. Pero añadieron que el señor de La Tour d'Azyr había ido al teatro con el propósito de romper definitivamente con la hija de Binet. ¿Sabes si eso es verdad?

– No lo sé, ni veo ninguna razón para que así fuera. La hija de Binet le proporcionaba los favores a los que él y sus iguales están acostumbrados…

– Había una razón -le interrumpió Aline-. Y era yo. Yo hablé con la señora de Sautron y le dije que no estaba dispuesta a continuar mi relación con un hombre que me manchaba de esa manera.

La joven hablaba con cierta dificultad y su rostro gradualmente se arrebolaba.

– Si me hubieras escuchado… -comenzó a decir él, pero ella volvió a interrumpirlo.

– El señor de Sautron llevó mi mensaje al marqués y después me dijo que estaba desesperado, arrepentido, dispuesto a probar su sinceridad y su amor por mí. Me dijo que el señor de La Tour d'Azyr le había jurado que nunca más vería a esa señorita. Al día siguiente, oí decir que había estado a punto de perder la vida en aquella trifulca. Después de los juramentos que le hizo al señor de Sautron, después de decir que rompería para siempre con la hija de Binet, fue directamente al teatro. Yo estaba indignada y declaré que nunca volvería a ver al señor de La Tour d'Azyr. Claro que él insistió en darme explicaciones, diciendo que había ido al teatro para romper con ella, pero yo nunca le creí.

– ¿Quieres decir que ahora lo crees? -preguntó André-Louis-. ¿Por qué?

– No he dicho que ahora lo crea. Pero… pero… tampoco tengo motivos para dejar de creerle. Estando ya en Meudon, el marqués ha venido a verme para jurarme que todo sucedió como él lo cuenta.

– ¡Oh, si el señor marqués de La Tour d'Azyr lo ha jurado…! -empezó a decir André-Louis sonriendo sarcásticamente.

– ¿Le has oído mentir alguna vez? -le interrumpió ella-. Después de todo, el señor de La Tour d'Azyr es un hombre de honor, y los hombres de honor no mienten. ¿Puedes probar que alguna vez haya mentido?

– No -admitió André-Louis. La más elemental justicia le hacía confesar, al menos, esa virtud de su enemigo-. No le he oído nunca mentir. Es demasiado arrogante para recurrir a la mentira. Pero le he visto hacer otras vilezas.

– Nada es más vil que la mentira -afirmó ella en consonancia con los valores que le habían inculcado-. Para los únicos que no hay esperanza es para los mentirosos, primos hermanos de los ladrones. Sólo en la falsedad está la verdadera pérdida del honor.

– Cualquiera diría que estás defendiendo a ese fauno -dijo André-Louis fríamente.

– Quiero ser justa.

– La justicia te parecerá distinta cuando te hayas decidido a ser la marquesa de La Tour d'Azyr -concluyó el joven amargamente.

– No creo que llegue ese día.

– Pero, a pesar de todo, ¿sigues sin estar segura?

– ¿Hay algo seguro en este mundo?

– Sí. La necedad.

Ella, o no le oyó, o no le hizo caso, y preguntó:

– ¿Acaso puedes decirme que las cosas no ocurrieron como el señor de La Tour d'Azyr me las ha contado? ¿A qué fue aquella noche al Teatro Feydau?

– No, no puedo. Es posible que su versión sea correcta. Pero ¿qué importa todo eso?

– Sí que puede ser importante. Y dime otra cosa: ¿qué fue de esa mujer?

– No lo sé.

– ¿No lo sabes? -ella se volvió para mirarle a los ojos-. ¿Y lo dices con esa indiferencia? Yo pensaba que… que la amabas…

– Así fue durante poco tiempo. Confieso que me equivoqué. Gracias al marqués de La Tour d'Azyr descubrí la verdad. Algunas veces esos caballeros resultan útiles. Ayudan a los estúpidos como yo a descubrir la verdad. Tuve suerte de que la revelación, en mi caso, precediera al matrimonio. Ahora puedo mirar atrás y ver aquel episodio con ecuanimidad, agradecido por haber escapado a las consecuencias de lo que no era más que una aberración de los sentidos. Es algo que frecuentemente suele confundirse con el amor. El experimento, como puedes ver, fue muy aleccionador.

Ella le miró sorprendida.

– A veces pienso que no tienes corazón, André.

– Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. ¿Y tú, Aline? Tu actitud en la cuestión del marqués de La Tour d'Azyr, ¿acaso demuestra que tienes corazón? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabaríamos riñendo como la última vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo… Así que lo mejor será que cambiemos de tema.

– ¿Qué quieres decir?

– De momento, nada, puesto que no estás en peligro de casarte con esa bestia.

– ¿Y si lo estuviera?

– ¡Ah! En ese caso, el cariño que te tengo me haría descubrir algún medio para impedirlo, a no ser que…

Y se calló.

– ¿A no ser que qué…? -preguntó ella desafiante, irguiéndose en su pequeña estatura, con mirada imperiosa.

– ¡A no ser que también pudieras decirme que le amas! -dijo él sencillamente y con entera serenidad. Y luego añadió, sacudiendo la cabeza-: Pero eso, por supuesto, es imposible.

– ¿Por qué? -preguntó ella ahora en un tono más amable.

– Porque sé cómo eres, Aline. Y sé que eres buena, pura y adorable. Y los ángeles no se llevan bien con los demonios. Podrías llegar a ser su esposa, pero nunca su compañera. Nunca.

Habían llegado a la verja que cerraba el final del camino. A través de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que había llegado André-Louis. Muy cerca se oía el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareció otro vehículo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un magnífico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escudos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se apeó para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la saludó con un gesto afectuoso y dio una orden al lacayo.

CAPÍTULO VI La señora de Plougastel

Tras abrir la portezuela, el lacayo bajó la escalerilla y extendió un brazo para ayudar a apearse a su señora. La dama era una mujer de algo más de cuarenta años, que debió de haber sido muy bella y que aún resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia. -Me despido, pues veo que tienes visita -dijo André-Louis.

– ¡Pero si es una antigua conocida tuya! ¿No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

Él miró a la señora que se acercaba y hacia la cual ya corría Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque hacía dieciséis años que no la veía. Ahora acudía a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debió permitir que ulteriores sucesos borraran.