Cuando él tenía diez años, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama había visitado al señor de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando él vivía en la casa de Rabouillet, y allí le presentaron a la señora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada -tan culta que parecía hablar una lengua desconocida en Bretaña-, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asustó un poco al niño que entonces él era. Pero pronto ella disipó gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se ganó la admiración del chiquillo. Ahora André-Louis recordaba el terror que le sobrecogió cuando le ordenaron que la abrazara y cómo después se separó a regañadientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba también que ella olía como a perfume de lilas, pues nada es más tenaz que la reminiscencia olfativa.
Durante los tres días que la dama permaneció en Gavrillac, él fue diariamente a su casa, y pasó varias horas en su compañía. Como ella no tenía hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encariñó con aquel niño de ojos precozmente inteligentes.
– Dámelo, primo Quintin -recordó que ella le dijo el último día a su padrino-. Déjame llevarlo a Versalles como hijo adoptivo.
Pero el señor de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habló más del asunto. Y entonces, cuando se despidió de él -sólo ahora lo recordaba- la dama tenía lágrimas en los ojos.
– Piensa en mí alguna vez, André-Louis -fueron sus últimas palabras.
Ahora también evocaba cuánto le había halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensación de regocijo le duró varios meses, hasta que finalmente cayó en el olvido.
Pero ahora, al cabo de dieciséis años, lo recordaba todo nítidamente. ¿Cómo no reconoció enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben dueños de sí mismos? André-Louis no dejaba de reprochárselo en silencio.
Aline la abrazó cariñosamente, y luego, contestando a la interrogadora mirada que la dama dirigió a su acompañante, le explicó:
– Es André-Louis. ¿No os acordáis de él, señora?
La dama se quedó en vilo, casi sin aliento. Y entonces aquella voz que André-Louis recordaba tan musical, ahora más profunda, repitió su nombre:
– ¡André-Louis!
Por el tono de su voz, André-Louis intuyó que tal vez su nombre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juventud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras él se inclinaba ante ella.
– Por supuesto que me acuerdo de él -dijo acercándose y tendiéndole la mano que él besó sumisa e instintivamente-. ¿Cómo ha podido crecer tanto? -se asombró contemplándole atentamente. -Y André-Louis se sonrojó al oír la satisfacción que delataba la voz de la señora. Ahora le parecía que súbitamente remontaba aquellos dieciséis años transcurridos, para volver a ser el chiquillo bretón de entonces. La dama se volvió a Aline-: Supongo que el señor de Kercadiou estará encantado de haberle vuelto a ver, ¿verdad?
– Tan encantado, señora, que enseguida me ha puesto de patitas en la calle -dijo André-Louis.
– ¡Ah! -exclamó la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros-. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero ésos no son modos. Yo defenderé vuestra causa, André-Louis. Soy una buena abogada.
Él le dio las gracias y se despidió:
– Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, señora.
Y así, a pesar de la mala acogida de su padrino, André-Louis tarareaba una canción mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en París. Aquel encuentro con la señora de Plougastel le había animado, y su promesa de defender su causa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabaría bien.
Esa confianza se confirmó cuando el siguiente jueves, a mediodía, el señor de Kercadiou apareció en la academia de esgrima. Gilles, el paje, le anunció la visita, y André-Louis, interrumpiendo enseguida la lección que estaba impartiendo, se quitó la careta y echó a correr -con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo- hasta el modesto salón de la planta baja donde le esperaba su padrino. El señor de Gavrillac se levantó para recibirle como si estuviera retándolo.
– Me han convencido de que debo perdonarte -anunció huraño, como dando a entender que había aceptado sólo para que no le importunaran más.
André-Louis no se dejó engañar. Sabía que no era más que una pose adoptada por su padrino para quedar en posición airosa.
– Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan feliz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.
Tomó la mano que el señor de Gavrillac le ofrecía, y la besó, cediendo al impulso de la costumbre de sus días infantiles. Era un acto de total sumisión, que restablecía entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. Más que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quería. El rostro del señor de Kercadiou se puso más rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emoción, murmuró:
– ¡Hijo querido! -y entonces se animó, irguiendo su gran cabeza y frunciendo el ceño. Su voz se había aclarado-. Supongo que admitirás que te has portado terriblemente… terriblemente… e ingratamente.
– Eso depende del punto de vista, ¿no? -dijo André-Louis con su tono de voz más amable y conciliador.
– Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, confío en que, de hoy en adelante, tendrás intención de enmendarte.
– Tengo la intención de… de no participar en cuestiones políticas -asintió André-Louis, pues esto era lo más que podía decir sin faltar a la verdad.
– Algo es algo.
El padrino cedió al ver que por lo menos hacía una concesión a su justo resentimiento.
– ¿No queréis sentaros, padrino?
– No, no. Vengo a buscarte para que me acompañes a hacer una visita. Mi perdón se lo debes a la señora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.
– Es que tengo aquí compromisos… -empezó a decir André-Louis, pero cambió de idea-: ¡No importa! Arreglaré el asunto. Es sólo un momento…
Y cuando se disponía a volver a la academia, su padrino se fijó en el florete que llevaba bajo el brazo y le preguntó:
– ¿Qué compromisos? ¿Por casualidad eres profesor de esgrima?
– Profesor y dueño de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la más floreciente que hay actualmente en todo París.
Su padrino quedó estupefacto.
– ¿Eres dueño de todo esto?
– Sí, heredé la academia cuando murió Bertrand des Amis.
Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella novedad, André-Louis subió a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.
– ¿De modo que por eso ahora ciñes espada? -dijo el señor de Kercadiou más tarde, cuando subía al coche con su ahijado.
– Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.
– ¿Y cómo se explica que un hombre que vive de una profesión honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, filósofos y panfletistas, que esparcen por doquier la difamación y la rebeldía?
– Olvidáis que también soy picapleitos, y que lo soy por deseo vuestro, caballero.
El señor de Kercadiou refunfuñó, tomó un poco de rapé, y le preguntó:
– ¿Dices que la academia es floreciente?
– Así es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.