Y entonces apareció el señor de Kercadiou, un poco nervioso, diciendo que tenía que regresar a Meudon, y que se llevaría a su ahijado para dejarlo en su casa.
– Quiero que vengáis otra vez, Quintín -dijo la condesa al despedirse de los dos.
– Volveremos cualquier día de éstos -contestó vagamente el señor de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del vehículo, le preguntó de qué había hablado con la condesa.
– Es muy amable, y muy cariñosa -dijo André-Louis pensativo.
– ¡Maldita sea! No te he preguntado tu opinión sobre ella, sino qué te ha dicho…
– Trató de sacarme de mi erróneo camino. Habló de las grandes cosas que yo podría hacer, brindándome su generosa ayuda, si es que me decidía a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.
– Ya veo. ¿Te dijo algo más?
La pregunta era tan apremiante, que André-Louis se volvió para mirarle.
– ¿Qué más esperabais que me dijera, padrino?
– ¡Oh, nada!
– Entonces, ¿la visita ha resultado tan buena como esperabais?
– ¿Eh? ¡Diablos! ¿Por qué no hablas claro, de modo que cualquiera te entienda sin tener que pensar tanto?
Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el señor de Kercadiou permaneció cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareció a André-Louis. Al final, su silenciosa meditación se tornó pesimista, a juzgar por su expresión.
– No dejes de venir a vernos a Meudon -le dijo a André-Louis al despedirse-. Pero, por favor, a partir de ahora, si quieres conservar mi amistad, no debes meterte en política revolucionaria.
CAPÍTULO VII Los políticos
Una mañana de agosto Le Chapelier llegó a la academia de esgrima acompañado por un hombre cuya hercúlea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a André-Louis. Tendría unos treinta años, y unos ojos muy pequeños hundidos en una cara enorme.
Sus pómulos eran prominentes, su nariz estaba torcida como si le hubieran dado un puñetazo, y su boca casi no tenía forma debido a una cicatriz, pues un toro le había corneado la cara cuando era niño.
Y por si fuera poco, para hacer más horrible su apariencia, las mejillas estaban marcadas por la viruela. Vestía chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpicadas de barro.
Su camisa, algo empercudida, estaba desabrochada en el pecho, donde caía una tirilla siempre deshecha, lo cual permitía ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bastón, que era casi una cachiporra, y en el sombrero cónico llevaba una escarapela. Erguía la cabeza, como en constante desafío, y su aire era truculento, imponente.
Le Chapelier, también con expresión grave, se lo presentó a André-Louis:
– Éste es Danton, de quien ya habrás oído hablar. Es un colega, también abogado, fundador y presidente del Club de los Cordeliers.
Por supuesto que André-Louis había oído hablar de aquel hombre.
¿Quién no lo conocía aunque fuera de oídas?
Ahora recordaba dónde le había visto. Era aquel hombre que se había negado a quitarse el sombrero en la Comedia Francesa la noche de la tormentosa representación de la tragedia Charles IX.
Mientras le contemplaba, André-Louis se preguntó por qué casi todos los jefes de la revolución tenían la viruela.
Mirabeau, el periodista Desmoulins, el filántropo Marat, Robespierre, el abogadillo de Arras, aquel colosal Danton y otros que André-Louis recordaba, mostraban en su rostro las cicatrices de la viruela. Casi estaba por pensar que había alguna relación entre ambas cosas.
¿Producirían las viruelas ciertos resultados morales que conducían a la Revolución?
El vozarrón de Danton rompió el hilo de sus especulaciones.
– Este*** Chapelier, me ha hablado de ti. Dice que eres un patriota*** 1.
Más que por el tono, André-Louis se sobresaltó por las irrepetibles obscenidades que el gigante prodigaba ante un extraño. Se echó a reír. No podía hacer otra cosa.
– Si te ha dicho eso, sólo ha dicho la verdad. Soy un patriota. El resto, mi modestia me obliga a ignorarlo.
– Según parece, también eres un bromista -vociferó el otro, riéndose con tanta estridencia que los cristales de las ventanas temblaron-. No te ofendas por lo que digo. Así soy yo.
– ¡Qué pena! -dijo André-Louis.
Esta frase desconcertó a Danton.
– ¿Eh? ¿Qué significa esto, Chapelier? ¿De qué se las da tu amigo?
El acicalado bretón, que al lado de su acompañante parecía un petimetre, aunque compartía con Danton cierta brutalidad en sus modales, se encogió de hombros.
– Es que simplemente no le gustan tus maneras, lo cual no me sorprende, pues tu educación es execrable.
– ¡Bah! Todos ustedes los *** bretones son iguales. Hablemos de lo que nos ha traído aquí. ¿No sabes lo que ocurrió ayer en la Asamblea? ¿No? ¡Dios mío! ¿En qué mundo vives? ¿No sabes tampoco que el otro día ese canalla que se autodenomina rey de Francia permitió pasar por nuestro territorio a las tropas austriacas que van a aplastar a los que en Bélgica luchan por la libertad? ¿Cómo rayos no sabes nada de esto?
– Sí -dijo André-Louis fríamente, disimulando su indignación ante los aspavientos de su interlocutor-. He oído decir algo.
– ¡Ah! ¿Y qué piensas?
Con los brazos en jarras, el coloso miraba desde arriba a André-Louis, quien se volvió a Le Chapelier, y dijo:
– No entiendo nada. ¿Has traído aquí a este caballero para que examine mi conciencia?
– ¡Maldita sea! ¡Es más arisco que un puercoespín! -protestó Danton.
– No, no -dijo Le Chapelier con tono conciliador-. Es que necesitamos tu ayuda, André-Louis. Danton piensa que tú eres el hombre que necesitamos. Ahora escucha…
– Eso es. Habla tú con él -agregó Danton-, Ambos hablan el mismo remilgado francés de***. Seguramente que se entenderán.
Le Chapelier prosiguió sin hacer caso de la interrupción:
– La violación que ha cometido el rey, quebrantando los más elementales derechos de un país que está elaborando una Constitución que le hará libre, ha destruido las pocas ilusiones que nos quedaban. Algunos han llegado a decir que el rey es el peor enemigo de Francia. Pero esto, por supuesto, es exagerado.
– ¿Quién dice eso? -gritó Danton echando horribles maldiciones para expresar su discrepancia. Le Chapelier le hizo seña para que se callara, y continuó:
– De todas maneras, ese hecho ha sido la gota que colma el vaso, pues sumado a todo lo demás, ha conseguido alterar la Asamblea. La guerra se ha declarado otra vez entre el Tercer Estado y los privilegiados…
– ¿Acaso hubo paz alguna vez?
– Quizá no. Pero ahora todo presenta un nuevo cariz. ¿No has oído hablar del duelo entre Lameth y el duque de Castries?
– Es un asunto sin importancia.
– En sus resultados, sí. Pero pudo haber sido peor. En todas las sesiones se insulta y se desafía a Mirabeau. Pero él no se deja provocar y sigue su camino con sangre fría. Otros no son tan circunspectos; a cada insulto responden con otro insulto, golpe por golpe, y todos los días corre la sangre en duelos personales. Los espadachines de la nobleza han reducido el asunto a eso.
André-Louis movió la cabeza en un gesto afirmativo. Estaba pensando en Philippe de Vilmorin.
– Sí -dijo-, es un viejo ardid. Y es tan sencillo y directo como ellos mismos. Lo que me asombra es que no hayan empleado antes ese recurso. En los primeros días de la Asamblea General, en Versalles, podía haberles resultado muy eficaz. Ahora me parece que es un poco tarde.
– ¡Maldita sea, por eso mismo quieren recuperar el tiempo perdido! -estalló Danton-. Aquí y allí se multiplican los desafíos entre esos matones, que son espadachines profesionales, y los pobres diablos togados que sólo saben esgrimir la pluma. Son verdaderos*** asesinatos. Pero si yo empezara a romperles las cabezas a los nobles con mi bastón y a retorcerles el pescuezo con mis manos, la ley me condenaría a la horca. ¡Y eso en un país que se esfuerza por conquistar su libertad! ¡*** Dios! Ni siquiera me dejan ponerme el sombrero en el teatro. Pero ellos*** esos***.