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– Tienes razón -dijo Le Chapelier-. La situación es insoportable. Hace dos días, el señor de Ambly amenazó a Mirabeau con su bastón en presencia de toda la Asamblea. Ayer el señor de Faussigny se levantó para arengar a los suyos invitándoles a matar. «¿Por qué no matáis a esos granujas con vuestras espadas?» Eso gritó delante de todos.

– Eso es mucho más sencillo que hacer leyes -dijo André-Louis.

– Lagron, el diputado por Ancenis, en el distrito del Loira, le contestó algo que no oímos. Al salir del salón del Manége, uno de esos matones diestros en la espada le insultó groseramente. Lagron se limitó a dar un codazo y seguir de largo; pero aquel tipejo gritó que le había golpeado, y le desafió. Esta mañana se batieron en los Champs Elysées, y, por supuesto, Lagron murió con el estómago atravesado por un hombre que esgrimía como un maestro, mientras que el pobre Lagron ni siquiera llevaba espada. Tuvieron que prestarle una.

André-Louis seguía pensando en Philippe de Vilmorin, cuyo caso veía ahora repetido hasta en los más mínimos detalles, y sintió que le hervía la sangre en las venas. Apretó los puños y las mandíbulas. Los ojillos de Danton lo escudriñaban.

– ¿Y bien? ¿Qué piensas de todo eso? «Nobleza obliga», ¿eh? Si ellos se sienten obligados a honrar su nombre, nosotros también estamos obligados a*** a esos***. Debemos pagarles con la misma moneda; luchar con sus mismas armas, aniquilarlos y mandarlos al mismísimo infierno.

– Sí, pero ¿cómo?

– ¿Cómo? ¡Maldita sea! ¿No lo he dicho ya?

– Por eso necesitamos tu ayuda -agregó Le Chapelier-. Entre tus mejores discípulos debe de haber hombres de sentimientos patrióticos. La idea de Danton es que un grupo de ellos, digamos unos seis contigo a la cabeza, podrían escarmentar a esos matones.

André-Louis frunció el ceño.

– ¿Y cómo piensa el señor Danton que eso podría hacerse?

El aludido contestó con vehemencia:

– Muy sencillo. Os dejamos apostados en el salón del Manége a la hora en que se suspende la sesión de la Asamblea. Os decimos quiénes son los seis flebotomianos que nos están desangrando, y dejamos que les insultéis, antes de que ellos tengan tiempo de insultar a nuestros representantes. Y mañana por la mañana, esos seis***sangradores serán a su vez desangrados secundum artem. Esto asustará a los otros. Y si fuera necesario, la dosis podría repetirse para asegurar la curación. Cuantos más de esos*** matéis, mejor.

Se calló y su cetrino semblante enrojeció entusiasmado con la idea. André-Louis le contemplaba, con expresión inescrutable.

– Y bien, ¿qué dices?

– Que es muy ingeniosa la idea -dijo André-Louis, volviéndose a mirar por la ventana.

– ¿Y eso es todo?

– No digo todo lo que pienso porque, probablemente no me vais a comprender. Al menos tú, Danton, tienes la excusa de que no me conoces; pero tú, Isaac, ¿cómo se te ocurre traer aquí a este caballero con semejante proposición?

Le Chapelier parecía confuso.

– Confieso que vacilé -se disculpó-. Pero Danton no quiso oírme cuando le expliqué que esto no sería de tu agrado.

– No quise creerte -rugió Danton manoteándole casi en la cara a Le Chapelier-, porque me dijiste que este hombre era un patriota. El patriotismo no conoce escrúpulos. ¿Y tú le llamas patriota a este melindroso profesor de minué?

– ¿Te convertirías tú en asesino por patriotismo?

– Por supuesto. ¿No he dicho ya que contento iría con mi porra y los aplastaría como si fueran *** cucarachas?

– Y entonces, ¿por qué no lo haces?

– ¿Por qué? También lo dije antes. Porque me ahorcarían.

– ¿Y qué importa que te ahorquen si es en nombre de la patria? ¿Por qué, como un nuevo Curcio, no saltas al vacío, si estás tan seguro de que tu país se beneficiaría con tu muerte?

Danton contestó exasperado:

– Porque mi país se beneficia mucho más si estoy vivo.

– Pues yo también participo de esa vanidad, señor mío.

– ¿Tú? ¿Qué peligro habría para ti? Eres un experto, lucharías en un ***duelo igual que ellos.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que la Ley juzgaría implacablemente a un profesor de esgrima que mate a su adversario, sobre todo si ha sido ese profesor quien ha provocado el duelo?

– ¡Diablos! -gritó Danton con un gesto de desprecio-. Ahora resulta que tienes miedo.

– Si te gusta pensar eso, puedes hacerlo. Tengo miedo de hacer astuta y traidoramente lo que un apasionado patriota como tú tiene miedo de hacer franca y abiertamente. Tengo también otras razones. Pero con ésta basta.

Danton se quedó boquiabierto, y acto seguido empezó a despotricar echando sapos y culebras por la boca.

– ¡Maldita sea! Tienes razón -admitió para sorpresa de André-Louis- Tienes razón y yo estoy equivocado. Soy tan cobarde y tan mal patriota como tú.

Entonces invocó a todos los próceres del Panteón como testigos de su autocrítica. Y agregó:

– Sólo que, ya ves, yo soy alguien importante, y si me cogen y me ahorcan… ¡No! Tenemos que encontrar otra forma de hacerlo. Perdona las molestias. Adiós.

Y tendió su manaza a André-Louis. Le Chapelier permanecía vacilante, alicaído.

– André, lamento mucho lo ocurrido…

– No hace falta que digas nada, por favor. Vuelve pronto por aquí. Me gustaría que te quedaras un rato más, pero ya casi son las nueve y mi primer discípulo está al llegar.

– Yo tampoco permitiría que se quedara -dijo Danton mientras arrastraba a Le Chapelier hasta la puerta-. Tenemos que encontrar el modo de suprimir al señor de La Tour d'Azyr y a sus amigos.

– ¿A quién?

La pregunta sonó como un pistoletazo en los oídos de Danton, haciendo que se detuviera en seco. Dio media vuelta, y Le Chapelier también.

– He dicho que hay que suprimir al señor de La Tour d'Azyr.

– ¿Ese caballero tiene algo que ver con la proposición que me acaban de hacer?

– ¡Claro que tiene que ver! Él es el jefe de los matones.

Y Le Chapelier añadió:

– Él fue quien mató a Lagron.

– No será amigo tuyo, ¿verdad? -preguntó Danton.

– ¿Y es a La Tour d'Azyr a quien tengo que matar? -preguntó André-Louis lentamente, como sumido en sus pensamientos.

– En efecto -dijo Danton-. Y no es trabajo para un aprendiz, de eso puedes estar seguro.

– ¡Ah, bueno, eso es harina de otro costal! -dijo André-Louis pensando en voz alta-. Eso es una gran tentación para mí.

– ¿Entonces***? -exclamó el hombretón dando un paso hacia André-Louis.

– Espera un momento -dijo André-Louis levantando una mano; y entonces, cabizbajo, paseó por la habitación, como si estuviera ausente, extraviado en sus meditaciones. Le Chapelier y Danton se miraron, luego le miraron a él y esperaron a que lo pensara.

André-Louis estaba admirado. ¿Cómo no se le había ocurrido antes aquella idea para saldar la cuenta pendiente con el señor de La Tour d'Azyr? ¿Para qué había adquirido tanta destreza en la esgrima si no la usaba para vengar a Vilmorin y para salvar a Aline de su propia ambición? ¡Qué fácil sería insultar gravemente al señor de La Tour d'Azyr y concluir el asunto! Eso sería un asesinato, casi tan artero como el que cometió el marqués con Philippe de Vilmorin, pues ahora las posiciones se habían invertido, y era André-Louis quien mejor dominaba la esgrima. Era un obstáculo moral del que André-Louis podía desentenderse. Pero quedaba aún el obstáculo legal que él le había expuesto a Danton. Las leyes seguían existiendo en Francia, las mismas leyes que le impidieron actuar legalmente contra el marqués, pero que en aquel caso caerían sobre él con todo su peso. Y entonces, súbitamente, como en una inspiración, André-Louis vio el camino. Un camino que probablemente haría recaer la justicia sobre el señor de La Tour d'Azyr, que haría que fuera él mismo quien, con su insolencia, con su confianza en sí mismo, se arrojara sobre la espada de André-Louis.