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Se volvió a los políticos y le notaron muy pálido. Sus ojos obscuros brillaban de un modo enigmático.

– Probablemente resulte un poco difícil encontrar alguien que sustituya a ese pobre Lagron -dijo-. Nuestros paisanos no tendrán muchas ganas de morir atravesados por las espadas de los privilegiados.

– Es bastante cierto -dijo Le Chapelier, sombrío, y entonces, como si de pronto le hubiera leído el pensamiento a André-Louis, gritó-: ¡André-Louis! ¿Quieres ser su suplente?

– Eso mismo estaba pensando. Eso legitimaría mi presencia en la Asamblea. Si el señor de La Tour d'Azyr decide provocarme, su sangre caerá sobre su propia cabeza. No seré yo quien lo impida -sonrió de un modo extraño-. Yo no soy más que un pícaro que busca la manera de ser honrado. De hecho, sigo siendo Scaramouche; un hijo de la sofistería. ¿Creéis que Ancenis me querrá como su representante?

– ¿Tener a Omnes Omnibus como representante? -exclamó Le Chapelier alborozado-. Para Ancenis eso será el mayor orgullo. No es lo mismo que representar a Nantes o a Rennes, como antes te propuse. Pero de todas maneras serás la voz de Bretaña.

– ¿Tendré que ir a Ancenis?

– Eso no será necesario. Bastará una carta mía a la municipalidad para que confirmen tu designación enseguida. No tienes que salir de París. En un par de semanas todo quedará arreglado. ¿Te parece bien?

André-Louis siguió pensando antes de dar una respuesta definitiva. Estaba el trabajo en su academia, aunque Le Due y Galoche podrían encargarse de las clases mientras él se limitaba a dirigirlos. Después de todo, ya Le Due era un maestro consumado y digno de confianza. En cualquier caso, si era necesario, podía emplear a un tercer ayudante.

– Bien, acepto -dijo por fin.

Le Chapelier le estrechó la mano dándole las gracias, pero el hombretón de la casaca escarlata, que seguía en la puerta, los interrumpió:

– Exactamente ¿qué es lo que se traen entre manos? -preguntó-. ¿Si te hacen representante de Bretaña no tendrás escrúpulo en matar de una estocada al marqués?

– Si el señor marqués así lo desea, como sin duda sucederá, no tendré ningún inconveniente.

– Advierto la distinción. Eres muy ingenioso -dijo Danton entre burlón y despreciativo, y volviéndose a Le Chapelier, añadió-: ¿Cómo dices que empezó este***, como abogado, verdad?

– Sí, primero fue abogado y después saltimbanqui.

– ¡Y he aquí el resultado!

– Como si dijéramos. Después de todo, tú y yo nos parecemos en algo -dijo André-Louis.

– ¿Qué?

– Al igual que tú, una vez yo incité a otros para que mataran al hombre que yo quería ver muerto. Por supuesto, tú dirías que eso es una cobardía.

Le Chapelier se preparó para lo peor, dispuesto a separar a los dos hombres, pues un nubarrón apareció en la frente del gigante. Pero enseguida se disipó, y una gran carcajada vibró en la habitación.

– Me has tocado por segunda vez, y en el mismo sitio. Se ve que sabes esgrimir, muchacho. Seremos buenos amigos. Puedes visitarme en la rue des Cordeliers. Cualquier golfo en el barrio te dirá dónde está la casa de Danton. Desmoulins vive en los bajos. Te espero cualquiera de estas tardes. Para un amigo siempre hay una botella de vino.

CAPÍTULO VIII Los espadachines 1

Después de una ausencia de más de una semana, el señor marqués de La Tour d'Azyr estaba de regreso en su escaño de la Asamblea Nacional. En realidad, en aquel entonces ya se podía hablar de él como el ex marqués de La Tour d'Azyr, pues en septiembre de 1790, ya hacía dos meses que se había aprobado el decreto -puesto en marcha por Le Chapelier, ese bretón que abogaba en pro de la igualdad de derechos- suprimiendo la nobleza hereditaria, pues así como la marca con hierro candente o la horca no ultrajan a los posiblemente honrados descendientes de un malvado presidiario, tampoco el blasón glorifica automáticamente al posible indigno descendiente de alguien que ha probado su valía. De modo que aquel decreto envió al basurero de la historia los escudos de armas que una ilustrada generación de filósofos no toleraba. El señor conde de La Fayette, que apoyó la moción, dejó la Asamblea convertido simplemente en el señor Motier, el gran tribuno conde de Mirabeau pasó a ser el señor Riquetti, y el marqués de La Tour d'Azyr se transformó en el señor Lesarques. La idea surgió en uno de aquellos momentos de exaltación motivados por la proximidad del gran Festival Nacional del Champ de Mars, y sin duda los que se prestaron a ello se arrepintieron al día siguiente. De este modo, a pesar de ser una nueva ley, nadie se preocupaba por hacerla respetar.

En fin, que corría el mes de septiembre, y el tiempo era lluvioso, y algo de su humedad y de su lobreguez parecía haber penetrado en el gran salón del Manége, donde en ocho hileras de verdes escaños, dispuestos elípticamente en gradas ascendentes en el espacio conocido como La Piste , se sentaban unos ochocientos o novecientos representantes de los tres Estados que ahora componían la nación.

Estaban debatiendo si la Corporación que iba a suceder a la Asamblea Constituyente trabajaría conjuntamente con el rey, si sería periódica o permanente, y si tendría dos Cámaras o una.

El abate Maury -hijo de un zapatero remendón, y, por consiguiente, en aquellos días de antítesis, orador del partido de la derecha- estaba en la tribuna y hablaba a favor de los privilegiados. Parecía aconsejar la adopción de dos Cámaras, sistema copiado del modelo inglés. Más interminables y monótonos que su hábito, sus argumentos adoptaban cada vez más la forma de un sermón, y la tribuna de la Asamblea Nacional poco a poco se convirtió en un pulpito; pero los diputados, a la inversa, se parecían cada vez menos a una congregación de feligreses. Aquella pomposa verbosidad empezaba a inquietarlos, cuchicheaban entre ellos, se cambiaban de sitio, y en vano los cuatro ujieres con calzones de satén negro y pelucas empolvadas circulaban por la sala dando suaves palmadas y susurrando: «¡Silencio! ¡Vuelvan a sus escaños!».

También en vano sonaba continuamente la campanilla del presidente desde su mesa frente a la tribuna. El abate Maury había hablado demasiado tiempo y ya nadie le escuchaba. Aparentemente se dio cuenta, cesó de hablar, y el zumbido de mil conversaciones a la vez se hizo general. Pero ese murmullo de colmena también cesó bruscamente. Hubo un silencio de expectación, todas las cabezas se volvieron, los cuellos se estiraron. Hasta los secretarios, sentados alrededor de la mesa redonda que estaba bajo el estrado de la presidencia, salieron de su habitual apatía para mirar al joven que por primera vez subía a la tribuna de la Asamblea.

– ¡André-Louis Moreau, diputado suplente del difunto Emmanuel Lagron por Ancenis, en el distrito del Loira!

El señor de La Tour d'Azyr salió de su melancólica abstracción. Cualquiera que fuese el sucesor del diputado a quien él había dado muerte, debía ser objeto de su interés. Pero lógicamente ese interés aumentó a oír aquel nombre y reconocer en aquel André-Louis Moreau al joven sinvergüenza que incesantemente se cruzaba en su camino ejerciendo contra él una siniestra influencia que a cada instante le hacía lamentar haberle perdonado la vida hacía dos años, en Gavrillac. Que aquel joven pasara a ocupar el puesto del difunto Lagron le pareció al señor de La Tour d'Azyr algo más que una mera coincidencia, era un desafío directo.