André-Louis sonrió suspirando.
– Se necesita valor para eso -dijo hipócritamente.
– Por supuesto. Pero, según parece, a usted le sobra valor.
– No lo suficiente, quizás. Pero haré lo que pueda.
Atravesaron el vestíbulo, y aunque allí estaban los aristócratas aguardando enfurecidos al joven que les había insultado flagrantemente desde la tribuna, la escolta que acompañaba a André-Louis evitó que se le acercaran.
Sin embargo, cuando salieron al aire libre, bajo la marquesina de la puerta cochera, sus improvisados guardaespaldas se dispersaron. Afuera llovía a cántaros. El suelo estaba lleno de barro, y por un momento, André-Louis, que seguía acompañado por Le Chapelier, vaciló antes de salir bajo aquel diluvio.
El vigilante Chabrillanne creyó que había llegado la ocasión que estaba esperando y, exponiéndose a mojarse con la lluvia, fue a situarse frente al osado bretón. Ruda, violentamente, empujó a André-Louis, como para hacerse sitio bajo la marquesina.
André-Louis supo al instante cuál era el propósito deliberado de aquel hombre. Todos los que estaban a su alrededor también lo comprendieron y trataron de rodearlo en vano. André-Louis experimentó una profunda desilusión: no era a Chabrillanne a quien él quería. Al reflejarse en su rostro esa frustración, el otro la interpretó equivocadamente. Pero en fin, si Chabrillanne era el designado para luchar con él, procuraría hacerlo lo mejor posible.
– No me empujéis, caballero -dijo cortésmente, apartando al recién llegado y procurando conservar su sitio debajo de la marquesina.
– ¡Tengo que resguardarme de la lluvia! -vociferó el otro. -Para hacerlo, no es necesario que me piséis. No me gusta que me pisen. Tengo los pies muy delicados. Os ruego que no hablemos más.
– ¿Por qué, si todavía no he hablado yo, insolente? -clamó el caballero en tono descompuesto. -¿Ah, no? Yo pensaba que ibais a disculparos. -¡Disculparme! -gritó Chabrillanne y se echó a reír-. ¿Disculparme con vos? ¡Sois muy chistoso! -y sin dejar de reírse, intentó meterse de nuevo bajo la marquesina, empujando a André-Louis más violentamente.
– ¡Ay! -gritó André-Louis haciendo una mueca de dolor-. Me habéis pisado otra vez. Ya os he dicho que no me empujéis. Había levantado la voz para que todos le oyeran, y de nuevo apartó a Chabrillanne enviándolo bajo la lluvia. A pesar de su delgadez, el constante ejercicio de la esgrima le había dado a André-Louis un brazo con músculos de hierro. Así que el otro salió disparado hacia atrás, trastabilló, tropezó con una viga de madera dejada allí por los trabajadores aquella mañana, y cayó de nalgas en el lodo.
Un coro de risas saludó la espectacular caída del caballero, que se levantó todo embarrado y embistió furiosamente a André-Louis. Le había puesto en ridículo, y eso era imperdonable.
– Ésta me la pagaréis -balbuceó-. Os mataré.
Su cara enrojecida estaba casi pegada a la de André-Louis, quien se echó a reír. En medio del silencio, todos pudieron oír su risa y sus palabras:
– ¿Era eso lo que estabais buscando? ¿Por qué no lo dijisteis antes? Me hubierais ahorrado el trabajo de lanzaros al suelo. Yo creía que los caballeros de vuestra clase siempre se comportaban en estos lances con decoro y con cierta gracia. De haberlo hecho así, os hubierais ahorrado unos calzones.
– ¿Cuándo podremos concertar el duelo? -dijo Chabrillanne, lívido de furor.
– Cuando os plazca, señor. A vos os corresponde decidir cuándo os conviene matarme, pues tal es vuestra intención, como habéis anunciado, ¿verdad?
– Mañana por la mañana en el Bois 1. Supongo que traeréis a un amigo.
– En efecto. Mañana por la mañana, pues. Espero que tengamos buen tiempo. Detesto la lluvia.
Chabrillanne le miró bastante asombrado. André-Louis sonreía serenamente.
– No os robaré más tiempo, señor. Todo ha quedado claro entre nosotros. Mañana por la mañana estaré en el Bois a las nueve en punto.
– Es demasiado tarde para mí, señor.
– Otra hora sería para mí demasiado temprano -explicó André-Louis- No me gusta cambiar mis horarios. A las nueve en punto, o a ninguna hora.
– Pero yo debo estar en la Asamblea a las nueve para la sesión de la mañana.
– Mucho me temo que antes tendréis que matarme, y por una especie de superstición, no me gusta morir antes de las nueve de la mañana.
Aquello trastornaba los procedimientos habituales del señor de Chabrillanne y no podía aguantarlo. Allí estaba aquel rústico diputado adoptando precisamente el tono de siniestra burla con que él y los de su clase solían tratar a sus víctimas del Tercer Estado. Y para irritarlo más todavía, André-Louis, siempre en su papel de Scaramouche, sacó su caja de rapé y la alargó con pulso firme a Le Chapelier antes de servirse él.
Todo parecía indicar que Chabrillanne, después de lo que había tenido que sufrir, no iba a tener ni siquiera una salida airosa.
– De acuerdo, señor -dijo-, a las nueve en punto. Ya veremos si luego habláis con tanta petulancia.
Y acto seguido se escabulló entre las befas de los diputados bretones. Para colmo, también los rapazuelos que se encontró al bajar por la rue Dauphine se burlaron de él, riéndose del barro que manchaba sus fondillos de raso y los faldones de su elegante casaca.
Pero, aunque exteriormente se mofaban de Chabrillanne, en el fondo los miembros del Tercer Estado temblaban de miedo e indignación. Aquello era demasiado. Lagron había muerto a manos de uno de aquellos espadachines, y ahora su sucesor también era desafiado, y moriría un día después de ocupar el puesto del muerto. Varios diputados le pidieron a André-Louis que no fuera al Bois al día siguiente, que ignorara el desafío y todo aquel asunto, pues no era más que un deliberado intento de asesinarlo. El joven escuchó seriamente, sacudió la cabeza y prometió que lo pensaría.
En la sesión de la tarde estaba otra vez en su escaño de la Asamblea, sereno, como si nada le preocupara.
Pero al otro día por la mañana, cuando la Asamblea se reunió, su asiento y el del señor de Chabrillanne estaban vacíos. El temor y la angustia reinaban entre los miembros del Tercer Estado, y sus debates tenían un tono áspero que no era habitual. Unos desaprobaban la falta de circunspección del recién reclutado diputado, otros criticaban su temeridad, y sólo unos pocos -los pertenecientes al grupito de Le Chapelier- tenían esperanzas de volverlo a ver.
De modo que muchos se sorprendieron aliviados cuando, unos minutos después de las diez, lo vieron entrar, tranquilo y sereno, y dirigirse a su asiento. El orador que ocupaba la tribuna en aquel momento, un miembro del partido de los privilegiados, se interrumpió y le miró boquiabierto, entre incrédulo y desalentado. Había algo incomprensible en todo aquello. Entonces, como queriendo conciliar el asombro de ambos bandos de la Asamblea, alguien explicó desdeñosamente lo que había pasado:
– No ha habido duelo. Éste se acobardó en el último momento.
Así debía de ser, pensaron todos. Cesó la expectación y todos volvieron a arrellanarse en sus asientos. Cuando André-Louis oyó aquella voz explicando el caso para satisfacción de todos, se detuvo un momento antes de sentarse. Pensó que debía esclarecer los hechos, y dijo:
– Señor presidente, presento mis excusas por haber llegado tarde.
Desde luego, André-Louis no tenía que dar ninguna explicación. Aquello no era más que un golpe de efecto teatral, tan en consonancia con el temperamento de Scaramouche, que no podía renunciar a él. Por eso continuó:
– Me he retrasado un poco debido a un compromiso impostergable. También os presento excusas en nombre del caballero de Chabrillanne quien, desgraciadamente, en lo sucesivo estará permanentemente ausente de su puesto de la Asamblea.