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Y dicho esto, el caballero se volvió de nuevo hacia el fuego. Era como si hubiera dado por terminada la entrevista. Y, sin embargo, el perplejo y vagamente inquieto André-Louis no tenía la misma impresión. El joven abogado pensaba que aquella disertación era tan extraña como sospechosa. Sospechaba que el aristócrata fingía dar explicaciones con palabras corteses mientras que, en realidad, no hacía sino estimular y aguijonear con su tono calculadamente insolente la impaciencia de un hombre con las ideas de Philippe de Vilmorin. Y esto fue precisamente lo que sucedió.

Philippe se puso en pie.

– ¿Pero es que no hay en el mundo otras leyes que las de caza? -preguntó enérgicamente-. ¿No habéis oído hablar jamás de las leyes que no están escritas, las leyes de la humanidad?

El marqués suspiró fastidiado de tener que continuar la conversación:

– ¿Y qué tengo yo que ver con las leyes de la humanidad? -dijo extrañado.

Vilmorin le miró un instante sin saber, en medio de su estupor, cómo contestarle.

– Nada, señor marqués; lo veo claramente. Pero ojalá no tengáis que recordarlo cuando os veáis precisado de apelar a esas leyes de las que ahora os burláis.

El señor de La Tour d'Azyr echó atrás la cabeza con gesto altanero.

– ¿Qué significan esas palabras? No es la primera vez que hoy os expresáis en términos ambiguos que acaso pudieran contener una velada amenaza.

– No es una amenaza, señor marqués, es… una advertencia. Una advertencia de que actos como este que se ha cometido contra un ser humano, una criatura de Dios… ¡Oh, podéis burlaros, señor, pero esas gentes también son criaturas de Dios, ni más ni menos como vos y como yo… aunque esa idea pueda herir vuestro orgullo! A los ojos de Aquel que todo lo ve…

– Por favor, no me echéis ahora un sermón, futuro señor abate.

– Os burláis, señor marqués. Os reís. ¿Os reiréis acaso cuando Dios os pida cuenta de la sangre y del saqueo que manchan vuestras manos?

– ¡Señor! -gritó el caballero de Chabrillanne haciendo restallar esa palabra como un látigo y poniéndose en pie de un salto. Pero el marqués lo contuvo.

– Sentaos, caballero. Habéis interrumpido al señor abate y me gustaría seguir oyéndole. Me interesan mucho sus raras teorías.

Un poco apartado de los demás, André también se había puesto en pie, realmente alarmado ante la expresión que leyó en el hermoso rostro del señor de La Tour d'Azyr. Entonces se acercó a la chimenea y tomó del brazo a su amigo:

– Será mejor que nos vayamos -le dijo.

Pero Philippe de Vilmorin, dando rienda suelta a la pasión largo tiempo reprimida, se precipitó sin reflexionar:

– ¡Oh, señor! -dijo-, pensad en lo que sois y lo que seréis. Deteneos a pensar cómo vos y los vuestros vivís exclusivamente de abusos que, a la larga, sólo pueden acarrear otros abusos.

– ¡Revolucionario! -espetó el marqués con desprecio-. ¿Tenéis el descaro de presentaros ante mí para soltarme esa fétida jerga de los que ahora os hacéis llamar intelectuales?

– ¿Jerga? ¿Lo pensáis así de veras? ¿Os parece una jerga recordarle al señor feudal cómo oprime en su provecho todo lo que encuentra a su paso? ¿No ejerce sus derechos sobre las aguas del río, sobre el fuego devorador, sobre el pan, la hierba o la cebada del pobre, en fin, sobre el viento que hace girar las aspas del molino? La verdad de mi jerga os dice que el pobre campesino no puede dar un paso en el sendero, cruzar un puente sobre el río ni comprar una vara de tela sin tropezarse con la rapacidad feudal y sin que lo carguen con impuestos feudales. ¿No os parece ya bastante, señor marqués? ¿Debe exigirse también la mísera vida de cada uno en pago del menor delito contra vuestros sacrosantos privilegios, sin que os importe que queden viudas y huérfanos desvalidos? ¿No estáis contentos si vuestra sombra no sobrevuela el país como una maldición? ¿Acaso vuestro orgullo os hace creer que Francia, este paciente Job de las naciones, ha de sufrir eternamente?

Philippe se detuvo como aguardando una respuesta. Pero no hubo réplica. El marqués le contemplaba extrañamente, con ojos siniestros y sonriendo a medias, desdeñosamente.

– Vamonos, Philippe -dijo André-Louis tirando de la manga de su amigo.

Pero el joven seminarista se libró de su mano, y siguió hablando exaltado:

– ¿No veis cómo se amontonan las nubes anunciando tormenta? ¿Imagináis quizá que la Asamblea Nacional convocada por Necker y prometida para el año que viene sólo os dará nuevos medios para contribuir a la bancarrota del Estado? Os engañáis. En esa reunión, el Tercer Estado, al que tanto despreciáis, será la fuerza preponderante y hallará la forma de poner fin a la llaga gangrenosa de los privilegios que devora a nuestro desgraciado país.

El marqués se movió en su sillón y al fin contestó:

– Tenéis, caballero, el peligroso don de la elocuencia. Es un don que no emana tanto de vuestra causa como de vos mismo. Porque, después de todo, ¿qué es lo que me ofrecéis? Los platos recalentados de los efusivos discursos pronunciados en vuestros salones literarios e inspirados en míseros emborronadores de papel como Voltaire, Jean-Jacques y otros. Entre vuestros jóvenes filósofos no hay ni uno sólo con suficiente talento para comprender que somos una clase consagrada por derecho de antigüedad y que, al defender nuestros derechos y privilegios, nos asiste la autoridad de los siglos.

– La humanidad -replicó Philippe- es más antigua que la aristocracia. Los derechos del hombre empezaron cuando el hombre fue creado.

El marqués se echó a reír, encogiéndose de hombros.

– He ahí una respuesta que debía haberme esperado. Es la misma cantinela de todos los filósofos.

Entonces terció el caballero de Chabrillanne:

– ¿Para qué tantos rodeos? -dijo a su primo con impaciencia.

– Para llegar hasta este punto -respondió el marqués-. Primero quería estar bien seguro.

– A fe mía que ahora no podéis tener ninguna duda.

– Ahora no.

El marqués se levantó y se volvió a Vilmorin, quien no había comprendido el sentido del breve diálogo entre La Tour d'Azyr y su primo.

– Señor abate -dijo el aristócrata-, realmente tenéis el peligroso don de la elocuencia. Ese don puede arrastrar a otros hombres a su ruina. De haber nacido caballero, no hubierais adquirido con tanta facilidad esos falsos puntos de vista que proclamáis.

El señor de Vilmorin le miró fijamente sin comprender.

– ¿De haber nacido yo caballero? -repitió lentamente y confundido-. Pero he nacido caballero, señor. Mi familia es tan antigua y mi sangre tan pura como la vuestra.

El marqués enarcó las cejas y pestañeó con indulgente sonrisa. Sus ojos obscuros y líquidos se clavaron en el rostro de Philippe de Vilmorin.

– Temo que en ese punto os han engañado.

– ¿Engañado…?

– Vuestros sentimientos delatan la indiscreción en la que, sin duda, incurrió vuestra señora madre.

Después de aquel insulto brutal en son de burla, dicho con total frialdad, sobrevino un silencio sepulcral. André-Louis permanecía mudo, aterrado, mientras su amigo escudriñaba el rostro del señor de La Tour d'Azyr como buscando un significado que se le escapaba. Súbitamente entendió la vil afrenta. La sangre le subió a las mejillas y la indignación ardió en sus ojos. Un convulsivo estremecimiento lo sacudió. Entonces, tras lanzar un grito inarticulado, alzó la mano y le propinó una bofetada al marqués en su cara burlona.

Como un relámpago, el caballero de Chabrillanne se levantó poniéndose entre los dos hombres.

André-Louis había visto la trampa demasiado tarde. Las palabras del señor de La Tour d'Azyr eran como una jugada en una especie de ajedrez verbal, calculada para exasperar al contrario impulsándole a reaccionar de un modo que le dejara enteramente a su merced.