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Pero las cosas no podían quedar como estaban después de tanto esfuerzo. Apartando la vista del grupo de caballeros, André-Louis levantó la voz para que todos pudieran oírlo:

– Según parece, mis temores a pasarme el resto de mis días en el Bois eran infundados.

Por el rabillo del ojo pudo advertir la agitación que esas palabras provocaron en el grupo. Los caballeros le miraron, pero eso fue todo. André-Louis pensó que tendría que decir algo más atrevido. Pasando lentamente entre sus amigos, comentó:

– Lo más sorprendente es que el asesino de Lagron no haya provocado al sucesor de Lagron. Tal vez tenga sus razones. Quizás el caballero es muy prudente.

Había pasado de largo por delante del grupo cuando dejó caer esta última frase, a la que acompañó con una insolente y provocadora carcajada. No tuvo que esperar mucho. Sintió unos pasos que le seguían y una mano cayó sobre su hombro haciéndole girar violentamente sobre sus talones. Ahora estaba frente a frente con el señor de La Tour d'Azyr, en cuyo rostro sereno había unos ojos llameantes de ira. Detrás de él, venían lentamente algunos de los caballeros que estaban en el grupo. Los otros, al igual que los compañeros de André-Louis, contemplaban la escena a prudencial distancia.

– Si no me equivoco, creo que habláis de mí -dijo el marqués sin alterarse.

– En efecto, hablaba de un asesino. Pero sólo estaba hablando con estos amigos míos.

La actitud de André-Louis era tan sosegada como la de su interlocutor, o incluso más, pues de los dos era el que más experiencia tenía como actor.

– Habláis lo bastante alto para ser oído por los demás -dijo el marqués contestando a la insinuación de que él estaba escuchando a escondidas.

– Los que quieren oír por casualidad, suelen conseguirlo con bastante frecuencia.

– Me parece que tenéis la intención de ofenderme.

– ¡Oh, estáis en un error, señor marqués! No deseo ofenderos. Pero no me gusta que me pongan la mano encima, mucho menos tratándose de manos que no puedo considerar limpias. En estas circunstancias, no puedo ser cortés.

El señor de La Tour d'Azyr parpadeó. Casi admiraba la actitud de André-Louis. Más bien temía salir perdiendo si la comparaban con la suya. Y eso lo sacó de sus casillas.

– Me habéis llamado el asesino de Lagron. Como veis, no soy sordo. Y también recuerdo que no es la primera vez.

– ¡Cuánto me halaga que os acordéis de mí, señor!

– En aquella ocasión me llamasteis asesino porque usé mi habilidad para eliminar a un fanático que representaba un peligro para mí, ni más ni menos como hacéis vos, maestro de esgrima, cuando os enfrentáis a otros cuyo dominio de la espada es inferior al vuestro.

Los amigos del señor de La Tour d'Azyr estaban serios y desconcertados. Era realmente increíble que aquel gran caballero descendiera a discutir con un canalla abogado espadachín. Y, lo que era peor, que en aquella discusión quedara en ridículo.

– ¿Me enfrento yo a ellos? -dijo André-Louis en tono de burla-. Perdonad, señor marqués, pero fueron ellos los que me provocaron estúpidamente. Me empujaban, me abofeteaban, me pisaban los pies, me insultaban. Eso no tiene nada que ver con el hecho de que yo sea maestro de esgrima. ¿Acaso por serlo tengo que soportar los malos tratos de vuestros groseros amigos? ¿O es que de haber sabido antes que yo era maestro de esgrima, sus modales hubieran sido más correctos? Pero yo no tengo la culpa de eso. ¡Qué injusticia!

– ¡Payaso! -le apostrofó desdeñosamente el marqués-. Nada de lo que decís viene al caso. ¿Esos hombres con los que os habéis enfrentado viven de la espada como vos?

– Al contrario, señor marqués. Por lo que he podido comprobar, son hombres que mueren por la espada con asombrosa facilidad. No creo que sea vuestro deseo ser uno de ellos. -¿Y por qué no? -dijo el señor de La Tour d'Azyr con el rostro enrojecido.

– ¡Oh! -exclamó André-Louis enarcando las cejas y crispando los labios-. Porque vos, señor, preferís las víctimas fáciles, los Lagron y los Vilmorin de este mundo, meras ovejas para vuestro matadero.

El marqués de La Tour d'Azyr le dio una bofetada a André-Louis, quien retrocedió. Sus ojos brillaron por un momento; después se echó a reír en la cara de su enemigo.

– Después de todo, sois como los demás. ¡Muy bien! La historia se repite, aunque con ligeras variaciones, pues el pobre Vilmorin no pudo soportar la vil mentira con la que le provocasteis, y entonces os abofeteó; y ahora vos no podéis soportar una verdad igualmente vil, y por eso me abofeteáis. Pero siempre la vileza está de vuestra parte. Y ahora, como entonces, para el que abofetea… -se interrumpió y luego dijo-: pero, en fin, no hace falta decirlo. Debéis recordarlo, puesto que vos mismo lo escribisteis aquel día con la punta de vuestra espada. Y ya que así lo deseáis, caballero, nos batiremos. -¿Y qué otra cosa iba a desear? ¿Hablar? André-Louis se volvió a su amigo suspirando. -Como ves, tendré que ir de nuevo al Bois, Isaac. ¿Podrías hacerme el favor de hablar con cualquiera de estos amigos del señor marqués y concertar el duelo para mañana a las nueve en punto, como de costumbre?

– Mañana, no -le dijo el marqués a Le Chapelier-. Tengo que visitar a alguien en el campo y no puedo dejar de ir. Le Chapelier miró a André-Louis y éste dijo: -Entonces nos batiremos el domingo a la misma hora. -Tampoco puedo ir el domingo -explicó el marqués-. No soy tan pagano como para infringir la fiesta de guardar. -Pero seguramente Dios no condenará a un caballero tan devoto como el señor marqués porque falte a una misa -dijo André-Louis-. Muy bien, Isaac, fija el encuentro para el lunes si es que no hay otra solemne festividad ni ningún compromiso impostergable que se lo impida al señor marqués. Lo dejo en tus manos.

Saludó con el aire de alguien a quien aburren esos detalles y, cogiendo del brazo a Kersain, se alejó.

– ¡Dios mío! ¡Qué estilo tienes para estos asuntos! -le dijo Kersain, que de estas cosas no sabía nada.

– De ellos lo aprendí -dijo echándose a reír. Estaba de muy buen humor. Y Kersain se sumó a los que creían que André-Louis era un inconsciente o un hombre sin corazón.

Pero en sus Confesiones nos dice -y eso nos permite descubrir al hombre verdadero detrás de su máscara- que aquella noche se arrodilló para pedirle al espíritu de su difunto amigo Philippe que fuera testigo de cómo estaba a un paso de cumplir el juramento hecho sobre su cuerpo, hacía dos años, en Gavrillac.

CAPÍTULO X Orgullo herido

La persona a la que el señor de La Tour d'Azyr tenía que visitar en el campo era el señor de Kercadiou. Ese día muy temprano se dirigió con su coche a Meudon, llevando consigo el último número de Actes des Apotres, cuyas sátiras sobre los innovadores tanto divertían al señor de Gavrillac. El venenoso desprecio destilado contra aquellos golfos le hacía olvidar los sinsabores que ellos mismos le habían causado obligándolo a desterrarse de Bretaña.

Durante el último mes, el marqués había visitado dos veces al señor de Gavrillac, y al ver a Aline, tan dulce y lozana, tan bella e inteligente, las cenizas del pasado, que él creía ya apagadas, volvieron a encenderse. La deseaba más que a nada en el mundo. Creía que era su pasión más pura, y que, de haberla experimentado siendo más joven, le hubiera convertido en otro hombre. Le había dolido en el alma que, después del asunto del Teatro Feydau, ella hubiera manifestado que no quería volver a verle. De un golpe, a causa de aquel malhadado motín, había perdido una amante que le gustaba y una mujer que idolatraba. El sórdido amor de la señorita Binet le hubiera podido consolar al perder el amor de Aline, del mismo modo que su exaltado amor por Aline le había inclinado a sacrificar su relación con la hija de Binet. Pero aquella riña tumultuaria en el teatro le había privado de ambas a la vez. Fiel a lo que le había prometido a Sautron, había roto definitivamente con la actriz para encontrarse con que también Aline rompía definitivamente con él. Y cuando ya se había recuperado de su pesar, cuando volvió a pensar en la señorita Binet, la comedianta ya había desaparecido sin dejar rastro.