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Se amargaba culpando de todo esto a André-Louis. Ese aldeano mal nacido que le perseguía implacablemente con su afán justiciero, convirtiéndose en la pesadilla de su vida. Sí, eso era aquel joven: ¡la pesadilla de su vida! Y el lance que tendría lugar el lunes… No quería pensar en lo que iba a suceder el lunes. No era que le tuviera miedo a la muerte. Como todos los de su clase, era valiente, tal vez más de la cuenta, y confiaba demasiado en su destreza para pensar ni remotamente en la posibilidad de morir en un duelo. Pero aquel duelo le parecía la culminación de todo el mal que había sufrido directa o indirectamente por culpa de ese André-Louis Moreau, y perecer a manos de él sería innoble. Ya casi le parecía oír aquella insolente y burlona voz, en la primera sesión de la Asamblea, el lunes por la mañana, proclamando el festivo anuncio de su muerte.

Enojado por estas visiones, el marqués sacudió la cabeza. Aquello era absurdo. Después de todo, aunque Chabrillanne y La Motte -Royau eran excepcionales espadachines, ninguno de los dos podía igualarse a él. Al ver los campos iluminados por el sol de septiembre, su espíritu se reanimó y sintió como una premonición de su victoria. Sí, el lunes pondría fin a esa persecución de que era víctima. Aniquilaría a aquel impertinente que le hacía la vida imposible. Y diciéndose esto se sintió más optimista, y hasta concibió mayores esperanzas con Aline.

Un mes antes, cuando volvieron a verse, él fue absolutamente sincero con ella. Le había contado toda la verdad acerca del motivo de su visita al Teatro Feydau, reprochándole que fuera tan injusta con él. Pero de ahí no pasó.

Sin embargo, para empezar, con eso era suficiente, como quedó demostrado en su último encuentro, dos semanas atrás, cuando ella ya le recibió con franca cordialidad. Aún se mostraba algo retraída, pero era de esperar que se comportara así hasta que él le confesara sus esperanzas de reconquistarla. Había sido una necedad no haber venido antes y dejar que transcurrieran catorce días sin verla.

De este modo, lleno de renovada confianza -una confianza nacida de las cenizas del pesimismo-, el marqués llegó aquella mañana a Meudon. Se mostró alegre y jovial mientras hablaba con el señor de Kercadiou en el salón, aunque en realidad aguardaba a que apareciera la señorita. Hablaba del futuro del país, en el que también confiaba. Ya había indicios de un cambio en la opinión pública, o al menos era más moderada. La nación empezaba a advertir que aquella chusma de abogados la arrastraba al abismo. Sacó el ejemplar de Actes des Apotres y leyó un párrafo muy divertido. Entonces apareció la señorita y el marqués le dejó el periódico al señor de Kercadiou.

El señor de Gavrillac, preocupado por el futuro de su sobrina, salió a leer el periódico al jardín, donde ocupó un sitio estratégico, ni tan lejos que no pudiera vigilarlos discretamente, ni tan cerca que pudiera oírlos. El marqués aprovechó al máximo aquella breve ocasión de hablar con la joven a solas. Le declaró su amor, implorando su perdón, suplicándole que, al menos, le permitiera abrigar alguna esperanza de que un día no muy lejano no se negaría a iniciar una relación con él.

– Señorita -dijo con voz vibrante de emoción-, vos no podéis albergar dudas acerca de mi sinceridad. La misma constancia de mis sentimientos lo demuestra. Fue un acto de justicia verme desterrado de vuestra presencia, ya que me demostró a mí mismo cuan indigno era del gran honor al que aspiraba. Pero ese destierro en modo alguno ha disminuido mi devoción. Si pudierais imaginar cuánto he sufrido, comprenderíais que he expiado completamente mi culpa.

Ella le contempló con cierta melancolía en su bello rostro.

– Yo no dudo de vos, señor, sino de mí misma.

– ¿De vuestros sentimientos hacia mí?

– Sí.

– Eso puedo comprenderlo. Después de lo sucedido…

– Siempre fue así, señor -interrumpió ella suavemente-. Habláis como si hubierais perdido mi cariño a causa de vuestros actos. Pero eso sería decir demasiado. Voy a hablaros con el corazón en la mano. No era posible que perdierais mi cariño. Soy consciente del gran honor que me hacéis. Y os aprecio profundamente…

– Pero entonces -exclamó él en tono esperanzado- con eso basta para iniciar…

– ¿Quién me asegura que eso sea el comienzo de algo? ¿Y si ese sentimiento no pasara de ahí? De haberos querido, después de lo de aquella noche en el teatro, os hubiera enviado a buscar. Como mínimo, no os hubiera condenado sin antes oír vuestra explicación. Pero ya veis… -y encogiéndose de hombros, sonrió amable y tristemente.

Pero en su optimismo, el marqués, lejos de darse por vencido, se sentía estimulado.

– Pero eso es darme esperanzas, señorita. Con lo que ya me dais, puedo esperar más confiadamente. Os demostraré que soy digno de vos. Os juro que lo haré. ¿Quién, teniendo el privilegio de estar tan cerca de vos, no haría cualquier cosa por merecer vuestro amor?

En eso, antes de que ella pudiera contestarle, el señor de Kercadiou entró por la puerta que daba al jardín con el rostro enrojecido y las lentes en su frente. Agitaba el ejemplar de Actes des Apotres y, al parecer, estaba mudo de estupefacción.

De haber podido expresar en voz alta su enojo, el marqués hubiera dicho una grosería. Pero se resignó a morderse la lengua ante aquella inoportuna interrupción. Alarmada por la excitación de su tío, Aline se puso en pie de un salto.

– ¿Qué sucede?

– ¿Que qué sucede? -exclamó por fin el señor de Kercadiou-. ¡El muy canalla! ¡Ese perro infiel! Consentí en olvidar el pasado con la condición de que no volvería a meterse en política para apoyar a los revolucionarios. Aceptó esa condición y ahora -le dio un manotazo a una página del periódico- ha vuelto a hacer de las suyas. No sólo me ha traicionado otra vez metiéndose en política, sino que es miembro de la Asamblea, y, lo que es peor, usa su destreza de maestro de esgrima para convertirse en un espadachín asesino. ¡Oh, Dios mío! ¿Es que también las leyes han emigrado de Francia?

De pronto, el señor de La Tour d'Azyr sintió que una duda perturbaba sus esperanzas con respecto a Aline. Una duda originada en la intimidad de aquel Moreau con el señor de Kercadiou. Sabía cuál había sido antes esa relación y cómo luego se interrumpió a causa de la ingratitud de Moreau al volverse contra la clase a la que pertenecía su benefactor. Lo que no sabía era que se habían reconciliado. Durante el último mes -puesto que las circunstancias le habían llevado a romper su promesa de evitar cualquier contacto con los políticos-, el joven no se había aventurado a pasar por Meudon, y su nombre nunca salió a relucir en presencia del marqués en el transcurso de sus visitas. Por eso, y sólo ahora, el marqués se enteraba de aquella reconciliación, pero al mismo tiempo, se enteraba de que la ruptura entre padrino y ahijado se reiteraba, haciendo que el abismo entre ellos fuera mayor que nunca. Así que no vaciló en revelar su verdadera situación.

– Hay una ley. La ley que ese joven imprudente invoca: la ley de la espada -dijo el marqués muy serio, casi triste, pues sabía que era un tema delicado-. No se puede permitir que continúe indefinidamente su carrera de maldad y asesinatos. Tarde o temprano se encontrará con una espada que vengará a las otras. Como sabréis, mi primo Chabrillanne está entre sus víctimas, pues lo mató el martes pasado.

– Si no os he dado mi pésame -dijo el caballero de Kercadiou-, es porque la indignación ahoga en mí cualquier otro sentimiento. ¡El muy canalla! ¡Decís que tarde o temprano encontrará una espada que vengará las otras! ¡Quiera Dios que sea pronto!