– Creo que vuestra oración no tardará en ser escuchada -contestó el marqués-. Ese maldito joven tiene otro duelo mañana, y puede que le ajusten definitivamente las cuentas.
Hablaba con tanta calma y convicción que sus palabras sonaron a sentencia de muerte. Súbitamente desapareció la rabia del señor de Kercadiou. Su rostro purpúreo se tornó pálido, y el miedo se reflejó en sus ojos desorbitados y en el temblor de sus labios. El marqués comprendió que la furia del señor de Kercadiou contra André-Louis no era más que un enfado irreflexivo, y que su deseo de que alguien castigara pronto a su ahijado había sido inconscientemente falso. Enfrentado ahora a la posibilidad de que tuviera un justo castigo, la bondad, que era la esencia de su carácter, triunfó sobre su enojo convirtiéndolo en terror. El cariño que sentía por André-Louis surgió a la superficie haciendo que el pecado de su ahijado pareciera poca cosa comparado con el castigo que le amenazaba.
El señor de Kercadiou se humedeció los labios.
– ¿Con quién es el duelo? -preguntó esforzándose por aparentar serenidad.
– Conmigo -contestó el señor de La Tour d'Azyr bajando los ojos, consciente de que su respuesta causaría una pena profunda. Enseguida, advirtió el débil grito de Aline y vio que el señor de Kercadiou daba un paso atrás. Entonces procedió a dar la explicación que consideró necesaria:
– En vista de sus relaciones con vos, señor de Kercadiou, y a causa del profundo respeto que os profeso, traté de impedirlo, aunque, como comprenderéis, la muerte de mi amigo y primo Chabrillanne exigía una respuesta de mi parte. Eso sin contar que mi circunspección ya empezaba a suscitar las críticas de mis amigos. Pero ayer ese temerario joven hizo lo imposible por sacarme de mis casillas. Me provocó deliberadamente y en público. Me insultó groseramente, y… mañana por la mañana… nos batiremos en el Bois.
Al final vaciló un poco, consciente de la atmósfera hostil que de pronto le rodeaba. La hostilidad del señor de Kercadiou ya la esperaba, pues había visto el cambio repentino que se había producido en él; pero la hostilidad de Aline le cogió por sorpresa.
El marqués empezó a vislumbrar un cúmulo de dificultades. Un nuevo obstáculo surgía en su camino. Pero su orgullo herido y su sentido de la justicia no admitían ninguna debilidad.
Amargamente se daba cuenta, tanto si miraba al tío como a la sobrina, de que aunque mañana lo matara, incluso después de muerto André-Louis se vengaría de él. No había exagerado al decirse que aquel joven era la pesadilla de su vida. Ahora veía claramente que, hiciera lo que hiciere, jamás podría vencerlo. André-Louis siempre diría la última palabra. Su amargura, su rabia y su humillación -algo casi desconocido para él- revelaban su impotencia, y eso mismo hizo que su propósito fuera aún más firme.
Por eso ahora se mostraba sosegado e inflexible, dando a entender que aceptaba lo ineluctable. No había en su actitud nada que pudiera reprocharse, nada que hiciera pensar que renunciaría al funesto encuentro. Así lo advirtió el señor de Kercadiou, quien suspiró:
– ¡Dios mío!
Como siempre, el señor de La Tour d'Azyr hizo lo que era de rigor. Se despidió, pues permanecer más tiempo en un sitio donde sus palabras provocaban tal efecto hubiera sido impropio. De modo que se fue con una amargura sólo comparable a su anterior optimismo; la miel de la esperanza se había transformado en hiel nada más llevársela a los labios. ¡Oh, sí, la última palabra siempre la tenía André-Louis Moreau!
Tío y sobrina se miraron cuando el caballero salió, y en los ojos de ambos se reflejaba el horror. La lividez de Aline era casi cadavérica y no dejaba de retorcerse las manos angustiada.
– ¿Por qué no le pediste… por qué no le rogaste…? -exclamó.
– ¿Para qué? -contestó su tío-. Él tiene razón, y… y… hay cosas que no se pueden pedir, cosas que sería humillante pedir -y se sentó suspirando-. ¡Oh, pobre muchacho… pobre muchacho descarriado!
Ninguno de los dos tenía la más mínima duda acerca del desenlace de aquel duelo. El aplomo con que había hablado el marqués no auguraba nada bueno. El señor de La Tour d'Azyr nunca fanfarroneaba, y ellos sabían que era muy diestro con la espada.
– ¿Qué importa humillarse cuando la vida de André-Louis está en peligro? -protestó Aline.
– Lo sé… ¡Dios mío! Y yo mismo me humillaría si supiera que así puedo evitar ese duelo. Pero el marqués es un hombre duro, inflexible y…
Ella le dejó, y salió bruscamente al jardín. Corrió hasta alcanzar al marqués cuando iba a subir al carruaje. Al oír su voz, él se volvió y se inclinó.
– ¿Señorita?…
Enseguida adivinó su propósito, saboreando anticipadamente la amargura de tener que decirle que no. Pero Aline insistió tanto que volvió con ella al vestíbulo de suelo ajedrezado en blanco y negro. Él se apoyó en una mesa de roble y ella se sentó en el sillón tapizado con seda carmesí que estaba al lado.
– Señor, no puedo permitir que partáis así. No podéis imaginar el golpe que sería para mi tío si… si mañana tiene lugar ese funesto encuentro. Las expresiones que él usó al principio…
– Señorita, me he dado cuenta de lo que en realidad significaban esas expresiones. Creedme, me siento profundamente desolado ante lo inesperado de las circunstancias. Es preciso que me creáis. Es todo cuanto os puedo decir.
– ¿Eso es realmente todo? ¡Mi tío quiere tanto a André! -exclamó ella.
El tono suplicante de Aline hirió al marqués como un cuchillo, y súbitamente surgió en su alma otra emoción, una emoción absolutamente indigna del orgullo de su linaje, que casi parecía mancharle, pero que no pudo reprimir. Vaciló ante la posibilidad de exteriorizar semejante sospecha, vaciló ante la idea de sugerir ni remotamente que un hombre de tan innoble ascendencia pudiera ser su rival. Pero aquel repentino ataque de celos fue más fuerte que su orgullo.
– ¿Y vos, señorita? ¿Vos también queréis a ese André-Louis Moreau? Os pido perdón por la pregunta, pero necesito saberlo con claridad.
Entonces vio que la joven se ruborizaba. Primero vio en su rostro confusión, y luego el brillo de los ojos azules de Aline le anunció que era más bien enojo. Eso le consoló, pues al fin y al cabo la había insultado. No se le ocurrió pensar que aquel enojo pudiera tener otro origen.
– André-Louis y yo fuimos compañeros de juegos en la infancia. También yo le quiero mucho; casi le considero un hermano. Si yo necesitara algo y mi tío no estuviese a mi lado, André-Louis sería el único hombre a quien iría en busca de ayuda. ¿Basta con esta respuesta, caballero? ¿O queréis saber algo más?
Él se mordió los labios. Pensó que estaba nervioso aquella mañana; de otro modo, no se le hubiera ocurrido hacer aquella estúpida pregunta con que la había ofendido. Hizo una profunda reverencia.
– Señorita, perdonad que os haya molestado con mi pregunta. Habéis dicho más de lo que yo hubiera podido esperar.
Y no dijo nada más dándole a ella la posibilidad de seguir hablando. Pero Aline no sabía qué palabras emplear. Se quedó callada, frunciendo las cejas y tamborileando nerviosamente con los dedos en la mesa, hasta que al fin entró precipitadamente en el tema que le interesaba.
– Señor, os ruego que suspendáis ese duelo.
Vio cómo el marqués arqueaba ligeramente las cejas, vio su efímera sonrisa apenada, y prosiguió:
– ¿Qué honor podéis satisfacer en semejante encuentro?
Astutamente ella apelaba a su arrogancia, pues sabía que era el sentimiento dominante en el marqués, un sentimiento que no le había sido muy provechoso.
– No busco satisfacer ningún honor, señorita, sino justicia. El encuentro, como ya expliqué antes, no lo he buscado yo. Me ha sido impuesto, y mi honor no me permite retroceder.