– ¿Qué deshonra puede haber en perdonarle? ¿Acaso alguien osaría poner en duda vuestro valor? Nadie podría mal interpretar vuestros motivos.
– Os equivocáis, señorita. Sin duda mis motivos serían mal interpretados. Olvidáis que ese joven ha adquirido en la última semana cierta reputación capaz de hacer vacilar a cualquiera que vaya a enfrentarse con él.
Ella contestó casi desdeñosamente, como si eso fuera algo sin importancia.
– A cualquiera menos a vos, señor marqués.
Se sintió halagado por la dulzura de su confianza. Pero detrás de aquella dulzura había un gran amargor.
– A mí también, señorita, puedo asegurarlo. Y hay algo más. Ese desafío al cual el señor Moreau me ha forzado no es ninguna novedad. Es la culminación de la larga persecución de que me ha hecho víctima.
– Persecución que os habéis buscado -dijo ella-. Ésa es la verdad, señor marqués.
– Nada más lejos de mi intención, señorita.
– Vos matasteis a su mejor amigo.
– En ese sentido no tengo nada que reprocharme. Mi justificación está en las circunstancias, como ha quedado confirmado tras los disturbios que han estremecido este desdichado país.
– Y… -Aline titubeó, apartando por primera vez la mirada-. Y vos… vos le… ¿Y qué hay de la señorita Binet, con la que él pensaba casarse?
Él la miró sorprendido.
– ¿Con la que pensaba casarse? -repitió incrédulo, casi consternado.
– ¿No lo sabíais?
– Pero ¿y cómo lo sabéis vos?
– ¿No os dije que somos casi como hermanos? Él me lo dijo antes… antes de que vos lo hicieseis imposible.
Él desvió la mirada, pensativo y cabizbajo, casi aturdido.
– Hay -dijo quedamente- una singular fatalidad entre ese hombre y yo que hace que nuestros caminos se crucen constantemente…
Tras suspirar, volvió a mirarla frente a frente, y habló más enérgicamente.
– Señorita, hasta ahora yo no tenía conocimiento… no tenía ni la menor sospecha de eso. Pero… -se interrumpió, pensó un instante y se encogió de hombros-: Pero si le hice daño fue inconscientemente. Sería injusto acusarme de lo contrario. La intención es lo que cuenta en nuestros actos.
– Pero el daño sigue siendo el mismo.
– Eso no me obliga a negarme a lo que irrevocablemente he de hacer. Por otra parte, ninguna justificación podría ser mayor que la pena que esto le ocasiona a mi buen amigo, vuestro tío, y tal vez a vos misma, señorita.
Ella se levantó de pronto, desesperada, dispuesta a jugar su única carta.
– Señor -dijo-, hoy me hicisteis el honor de hablarme en ciertos términos, de… de aludir a ciertas esperanzas con las que me honráis.
Él la miró casi asustado. En silencio, esperó a que ella continuara.
– Yo… yo… Por favor, comprended, señor marqués, que si persistís en ese asunto, si… no anuláis ese compromiso de mañana en el Bois, no debéis conservar ninguna esperanza, pues jamás podréis volver a acercaros a mí.
Era lo último que podía hacer. A él correspondía ahora aprovechar la puerta que ella le abría de par en par.
– Señorita, vos no podéis…
– Sí puedo hacerlo, señor, irrevocablemente… Por favor, os ruego que lo comprendáis.
Él se puso pálido y la miró con lástima. La mano que el marqués antes había levantado en señal de protesta empezó a temblar. La dejó caer para que Aline no advirtiese aquel temblor. Así permaneció un breve instante, mientras en su interior se libraba una batalla, la lucha entre su deseo y lo que le dictaba su sentido del deber, sin percibir cómo aquel sentido del honor se transformaba en implacable sed de venganza. Suspender el duelo, se dijo, equivaldría a caer en la más abyecta vergüenza, y eso era inconcebible. Aline pedía demasiado. No podía saber lo que estaba pidiendo, porque si lo supiera no sería tan injusta, tan poco razonable. Al mismo tiempo, sabía que era inútil tratar de que lo comprendiera.
Era el fin. Aunque a la mañana siguiente matara a André-Louis Moreau, como esperaba hacer, la victoria siempre sería para aquel intrépido joven. El marqués se inclinó profundamente, con la pena que inundaba su corazón reflejada en el rostro.
– Señorita, os presento mis respetos -murmuró y se volvió para irse.
Azorada, atolondrada, ella se levantó llevándose una mano al corazón. Entonces gritó aterrada:
– Pero… ¡si aún no me habéis contestado!
Él se detuvo en el umbral y se volvió, y desde la sombra del vestíbulo Aline vio su graciosa silueta recortándose contra el resplandor del sol. Esa imagen suya la perseguiría obstinadamente como algo siniestro y amenazador a lo largo de las horas de pavor que seguirían.
– ¿Qué queréis que haga, señorita? He querido evitarme y evitaros el dolor de una negativa.
Y se fue, dejándola acongojada y furiosa.
Aline se dejó caer de nuevo en el gran sillón carmesí y allí permaneció, acodada en la mesa y cubriéndose el rostro con las manos.
Un rostro ardiente de vergüenza y de pasión.
¡Se había ofrecido y la habían rechazado! Aquello era inconcebible. Le parecía que semejante humillación era una mácula imborrable en su conciencia.
CAPÍTULO XI El regreso de la calesa
Aquel día el señor de Kercadiou escribió una carta:
Ahijado -empezaba sin ningún adjetivo que indicara afecto-, he sabido, con pena e indignación, que otra vez has faltado a la palabra que me diste de abstenerte de toda actividad política. Con mayor pena e indignación todavía, me he enterado de que, de un tiempo a esta parte, te has convertido en alguien que abusa de la destreza adquirida en la esgrima contra los de mi clase, contra los de la clase a la cual debes todo lo que eres. También sé que mañana tendrás un encuentro con mi buen amigo, el señor de La Tour d'Azyr. Un caballero de su alcurnia y abolengo tiene ciertas obligaciones que, por su nacimiento, le impiden suspender un compromiso de esa naturaleza. Pero tú no tienes esa desventaja. Un hombre de tu clase puede negarse a cumplir un compromiso de honor, o bien dejar de asistir a él sin que eso entrañe un sacrificio. Los partidarios de tus ideas opinarán que puedes hacer uso de una justificada prudencia. Por consiguiente, te suplico -y creo que por los favores que has recibido de mí, podría ordenártelo- que te abstengas de asistir a la cita de mañana. Si mi autoridad no basta, como se deduce de tu pasada conducta en la que ahora has reincidido, si tampoco puedo esperar de ti un justo sentimiento de gratitud hacia mí, entonces debes saber que en caso de sobrevivir a ese duelo, no quiero volver a verte, pues para mí habrás muerto. Si todavía te queda una chispa del afecto que alguna vez me demostraste, o si para ti significa algo mi afecto que, a pesar de los pesares, me hace escribir esta carta, no te negarás a hacer lo que te pido.
Ciertamente no era una carta diplomática. El señor de Kercadiou carecía de tacto. Cuando André-Louis la leyó el domingo por la tarde, sólo vio en aquella carta preocupación por la posible muerte del señor de La Tour d'Azyr, su buen amigo, como le llamaba, y futuro sobrino político.
El mozo que había traído la carta de su padrino y que ahora aguardaba la respuesta, tuvo que esperar una hora mientras André-Louis la redactaba. Aunque breve, le costó mucho escribirla. Finalmente, la carta decía:
Padrino,
Hacéis que me resulte extraordinariamente duro tener que negarme a lo que me suplicáis en virtud del afecto que os profeso. Si algo he deseado toda mi vida, ha sido tener una oportunidad de demostraros ese afecto. De ahí que me sienta tan desolado al ver que no puedo daros la prueba que ahora me pedís. Es demasiado grave lo que ocurre entre el señor de La Tour d'Azyr y yo. también me ofendéis, a mí y a los de mi clase -cualquiera que ésta sea- al decir injustamente que no estamos obligados por compromisos de honor. Hasta tal punto me obligan, que, aunque quisiera, no puedo retroceder.