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Si en el futuro persistís en vuestra anunciada intención, tendré que seguir sufriendo. Y podéis estar seguro de que sufriré.

Vuestro afectuoso y agradecido ahijado,

André-Louis

Entregó el billete al mozo del señor de Kercadiou y supuso que con esto quedaba zanjado el asunto. Se sentía herido en lo más hondo; pero actuaba con ese externo estoicismo que tan bien sabía afectar.

Al otro día por la mañana, vino Le Chapelier a desayunar con él. Pero a las ocho y cuarto, cuando se levantaban de la mesa para dirigirse al Bois, su ama de llaves le sobresaltó anunciándole la visita de la señorita de Kercadiou.

André-Louis consultó su reloj; aunque su cabriolé ya estaba a la puerta, aún disponía de unos minutos. Se excusó con Le Chapelier, y salió rápidamente a la antesala. La joven avanzó a su encuentro, impaciente, casi febril. -No ignoro a qué has venido -dijo él rápidamente para abreviar-. Pero tengo prisa, y te advierto que sólo una razón contundente me haría detenerme un solo instante.

Ella se sorprendió. Aquello era ya una negativa antes de que ella hubiera podido abrir la boca, y era lo último que esperaba de André-Louis. Además, notó en él cierto distanciamiento que no era habitual en su trato con ella. Y el tono de su voz era tajante y frío.

Esto la hirió. Aline no podía adivinar el motivo de aquella reacción. El motivo era que André-Louis cometía con ella el mismo error que la víspera había cometido con la carta de su padrino. Pensaba que tanto él como ella sólo estaban preocupados por la suerte del marqués de La Tour d'Azyr en aquel lance. No era capaz de concebir que el motivo de tanta inquietud fuera él. Tan absoluta era su convicción de que saldría victorioso de aquel encuentro que no se le ocurría pensar que alguien pudiera temer por su vida.

Creyendo que su padrino estaba angustiado por su predestinada víctima, se sintió irritado al leer su carta; del mismo modo que ahora la visita de Aline le enfurecía. Sospechaba que la joven no había sido franca con él; que la ambición la impulsaba a considerar como un honor casarse con el señor de La Tour d'Azyr. Y eso -aparte de vengar el pasado- era lo que más le acicateaba para batirse con el marqués: salvarla de caer en sus garras.

La joven le contempló boquiabierta, asombrada de su serenidad en aquel momento.

– ¡Qué tranquilo estás, André! -exclamó.

– Yo nunca pierdo la calma, de lo cual me enorgullezco.

– Pero… ¡Oh, André! Ese duelo no debe tener lugar -dijo acercándose a él y poniéndole las manos en los hombros mientras le sostenía la mirada.

– ¿Conoces alguna razón de peso para que no tenga lugar? -dijo él.

– Podrías morir -contestó ella y sus pupilas se dilataron.

Aquello era tan distinto de lo que él esperaba que, por un momento, sólo atinó a mirarla asombrado. Entonces creyó comprender. Se echó a reír mientras apartaba las manos de la joven de sus hombros y retrocedía un paso. Aquello no era más que una trivial estratagema, una niñería indigna de ella.

– ¿Realmente pensáis, tanto tú como mi padrino, que conseguiréis vuestro propósito tratando de asustarme? -y se echó a reír burlonamente.

– ¡Oh! ¡Estás loco de atar! Todo el mundo sabe que el marqués de La Tour d'Azyr es el espadachín más peligroso de Francia.

– Esa fama, como sucede en la mayoría de las ocasiones, es injustificada. Chabrillanne era también un espadachín peligroso, y está bajo tierra. La Motte -Royau era todavía más diestro con la espada, y está en manos de un cirujano. Y así son todos esos espadachines, que no son más que matarifes que sueñan con descuartizar a este abogado de provincia como si fuera un carnero. Hoy le toca el turno al jefe de todos ellos, ese matón de capa y espada. Tenemos que arreglar una vieja cuenta pendiente. Y, ahora, si no tienes otra cosa que decir…

Era el sarcasmo de André-Louis lo que la dejaba perpleja. ¿Cómo podía estar tan seguro de que saldría ileso de aquel duelo? Al desconocer su maestría como espadachín, Aline llegó a la conclusión de que toda aquella entereza no era más que otra de sus comedias. Y en cierto modo era verdad que André-Louis estaba actuando.

– ¿Recibiste la carta de mi tío? -le preguntó ella cambiando de táctica.

– Sí, y ya la contesté.

– Lo sé. Y lo que te advierte en su carta, lo cumplirá. Si llevas a cabo tu horrible propósito, ni sueñes con su perdón.

– Ahora sí, esa razón es más poderosa que la otra -dijo él-. Si hay una razón en el mundo que pueda conmoverme, es ésa. Pero lo que ocurre entre el señor de La Tour d'Azyr y yo es algo muy grave. Por ejemplo, un juramento que hice sobre el cadáver de Philippe de Vilmorin. Jamás pensé que Dios me ofrecería una oportunidad como ésta para cumplir mi promesa.

– Aún no la has cumplido -comentó ella.

Él le sonrió.

– Es verdad. Pero falta poco para las nueve. Permíteme una pregunta -dijo súbitamente-, ¿por qué no has ido con esta petición al señor de La Tour d'Azyr?

– Ya lo hice -contestó ella ruborizándose al recordar su negativa del día anterior. Y él interpretó aquella señal de su rostro erróneamente.

– ¿Y él? -preguntó André-Louis.

– El sentido del honor del señor de La Tour d'Azyr… -empezó a decir la joven, pero se detuvo para añadir brevemente-: El marqués se negó.

– Muy bien, muy bien. Era su deber, costara lo que costara. Y, sin embargo, en su lugar, a mí no me costaría nada. Pero, ya ves, los hombres somos distintos -suspiró-. Del mismo modo, en tu lugar, yo no hubiera insistido más. Pero en fin…

– No te entiendo, André.

– Pues está muy claro. Todo en mí está claro. Piénsalo bien. Quizás eso te consuele -volvió a consultar su reloj y añadió-: Quédate aquí, estás en tu casa. Ahora tengo que irme.

Le Chapelier asomó la cabeza desde la puerta de la calle.

– Perdona, André, pero se nos hace tarde.

– Ya voy -contestó André-. Te agradeceré, Aline, que aguardes mi regreso. Sobre todo, tomando en cuenta lo que tu tío ha decidido.

Ella no le contestó. Había perdido el habla. Confundiendo su silencio con el consentimiento, André-Louis salió no sin antes inclinarse profundamente ante ella. Como una estatua, Aline oyó alejarse los pasos de André-Louis; lo oyó hablar tranquilamente con Le Chapelier y notó que su voz seguía siendo sosegada y normal.

¡Oh, estaba loco de atar! ¡La vanidad le cegaba! Cuando su carruaje partió, Aline se sentó con una sensación de cansancio, casi de hastío. Se sentía débil y estaba muerta de horror. André-Louis corría a arrojarse en brazos de la muerte. Esa convicción -una convicción insensata que probablemente le había transmitido el señor de Kercadiou- embargaba su alma. Así se quedó un rato, paralizada por la desesperanza. Pero de pronto, se puso en pie de un salto, retorciéndose las manos. Tenía que hacer algo para evitar aquel horror. Pero ¿qué podía hacer? Seguirlo hasta el Bois de Boulogne y tratar de separarlos sería dar un escándalo en vano. Las más elementales normas de conducta, nacidas de la costumbre, se alzaban ante ella como una barrera infranqueable. ¿No habría nadie capaz de ayudarla?

A pesar de estar frenética en medio de su impotencia, oyó en la calle el ruido de otro carruaje que se acercaba hasta detenerse ante la academia de esgrima. ¿Habría regresado ya André-Louis? Apasionadamente se asió a esa frágil esperanza. Alguien llamaba a la puerta de la calle, aporreándola fuertemente. Entonces oyó los zuecos del ama de llaves de André-Louis bajando por la escalera para abrir.

Aline corrió a la puerta de la antesala y, entreabriéndola, escuchó jadeante. La voz que oyó procedente de la calle no era la que tan desesperadamente necesitaba oír. Era una voz de mujer preguntando con urgencia si el señor André-Louis había salido; una voz que primero le resultó vagamente familiar a Aline, y después, muy conocida: era la voz de la señora de Plougastel.