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Excitada, Aline corrió hacia la puerta de entrada a tiempo para oír a la señora de Plougastel exclamar con agitación:

– ¿Se ha ido ya? ¡Oh! Pero ¿cuánto tiempo hace?

Evidentemente el motivo de la visita de la señora de Plougastel debía de ser idéntico al suyo, pensó Aline en medio de su afligida confusión. Después de todo, aquello no tenía nada de asombroso. El singular interés de la señora de Plougastel por André-Louis le parecía suficiente explicación. Sin pensarlo dos veces, salió de detrás de la puerta y corrió hacia ella exclamando:

– ¡Señora! ¡Señora!

La rolliza y solemne ama de llaves se apartó y las dos damas se encontraron en el zaguán. La señora de Plougastel estaba muy pálida, fatigada y asustada.

– ¿Aline, tú aquí? -exclamó. Y entonces, rápidamente, sin ceremonias-: ¿Tú también has llegado demasiado tarde?

– No, señora; le he visto, le he implorado, pero no quiso escucharme.

– ¡Oh, esto es horrible! -exclamó la señora de Plougastel estremecida-. Hace sólo media hora que me enteré, y he venido inmediatamente para evitarlo a toda costa.

Las dos mujeres se miraron estupefactas, desoladas. Ante la puerta de la academia, en la calle iluminada por el sol de la mañana, algunos mendigos harapientos se acercaban para admirar el espléndido carruaje de la señora de Plougastel con sus caballos bayos. También miraban con curiosidad a las dos grandes damas desde el umbral. Desde la acera de enfrente llegó el estridente pregón de un reparador de fuelles ambulante: «A raccommoder les vieux souffletsl 1».

La señora de Plougastel se volvió al ama de llaves.

– ¿Cuánto tiempo hace que salió el señor?

– Apenas unos diez minutos -dijo la criada, amable pero flemáticamente, pues pensaba que aquellas grandes damas eran amigas de la última víctima de su invencible amo.

La señora de Plougastel se retorció las manos.

– ¡Diez minutos! ¡Oh! ¿Y qué camino tomó?

– El duelo es a las nueve en punto, en el Bois de Boulogne -le informó Aline-. Podríamos ir tras él. Quizá podríamos evitar el encuentro…

– ¡Oh, Dios mío! ¿Pero cómo vamos a llegar a tiempo? ¡A las nueve en punto! Y un duelo suele durar poco más de un cuarto de hora. ¡Dios mío, Dios mío! -exclamaba angustiada la dama-. ¿Sabes al menos en qué lugar del bosque se encontrarán?

– No; sólo sé que será allí… en el bosque.

– ¡En el bosque! -repetía la dama, frenética-. El bosque es casi tan grande como París. Vamos, Aline, entra en el coche -agregó jadeando y ambas salieron a la calle. Una vez dentro del carruaje, la señora le ordenó a su cochero:

– ¡Al Bois de Boulogne por el camino de la Cours la Reine y lo más rápido que puedas! Si llegamos a tiempo, os regalaré diez pistolas. ¡Hala, hombre!

El pesado vehículo, demasiado pesado para una carrera tan rápida, se puso en marcha al instante. Y corrió enloquecido por las calles, en medio de las maldiciones de los transeúntes que saltaban a las aceras para no caer bajo sus ruedas.

La señora de Plougastel se recostó en su asiento. Cerró los ojos. Sus labios temblaban y estaba pálida, casi a punto de desmayarse. Aline la miraba en silencio. Le parecía que sufría tanto y sentía tanto miedo como ella. Más tarde, Aline se admiraría de eso. Pero en aquel momento sólo podía pensar en su desesperada misión.

El carruaje atravesó la plaza Louis XV, y al fin se adentró en la Cours la Reine. Al llegar a la bella avenida bordeada de árboles que se extiende entre los Champs Elysées y el Sena, casi vacía a aquella hora, pudieron correr más, dejando tras de sí una nube de polvo.

Pero a pesar de la velocidad vertiginosa a la que iba el carruaje, las dos mujeres sentían que no era suficiente. Ya estaban llegando al bosque cuando, detrás de ellas, una campana dio las nueve. Tanto se impresionaron que, tañido tras tañido, les pareció que estaban tocando a muerto.

Al llegar a la barrera de la Cours la Reine, tuvieron que hacer un alto momentáneo. Aline preguntó al sargento de guardia cuánto tiempo hacía que había pasado un cabriolé cuya descripción le facilitó. El militar le respondió que haría unos veinte minutos había pasado por allí un vehículo en que viajaban el diputado Le Chapelier y el paladín del Tercer Estado, el señor Moreau. El sargento estaba muy bien informado. Según afirmó sonriendo con una mueca, podía adivinar adonde, y con qué fin, iba el señor Moreau a esa hora tan temprana del día.

Ahora el carruaje corría a campo traviesa, siguiendo el camino que bordeaba el río. Las dos mujeres viajaban en silencio mientras Aline apretaba con fuerza las manos de la señora de Plougastel. A lo lejos, cruzando la pradera que estaba a mano derecha, ya podían ver la obscura línea de los árboles del Bois. Y el carruaje dobló velozmente en esa dirección, alejándose del río y tomando por un atajo hacia las arboledas.

– ¡Oh! ¡Es imposible que lleguemos a tiempo! ¡Imposible! -gritó Aline rompiendo el silencio.

– ¡No digas eso! -exclamó la señora de Plougastel.

– ¡Es que ya son más de las nueve, señora! André ha sido puntual, y estos… asuntos no toman mucho tiempo. Ya… ya habrá acabado todo.

La señora de Plougastel sintió un escalofrío y cerró los ojos. Sin embargo, enseguida volvió a abrirlos, excitada. Entonces sacó la cabeza por la ventanilla.

– Un carruaje se acerca -anunció con voz ronca que hacía adivinar cuál era su temor.

– ¡Todavía no! ¡Oh, no! -se lamentó Aline expresando el mismo temor. Respiraba con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Tenía un nudo en la garganta y una especie de nube le empañaba la visión.

En medio de una gran polvareda, regresando del Bois, una calesa se acercaba al carruaje de la señora Plougastel. Demudadas, enmudecidas, casi sin aliento, las dos mujeres la veían venir. A medida que se aproximaban, ambos coches disminuían su paso, pues el camino era muy angosto. Aline y la señora de Plougastel, asomadas a la ventanilla, miraban con ojos asustados hacia el interior de la calesa.

– ¿Cuál de ellos es, señora? -balbuceó Aline tapándose los ojos, sin atreverse a mirar.

Dentro de la calesa, a través de la ventanilla más cercana a ellas, vieron a un joven caballero de piel atezada, que ninguna de las dos conocía. Sonreía hablando con su compañero. Entonces vieron a este último, que estaba sentado al otro lado. No sonreía. Tenía la cara rígida, blanca como el papel, sin expresión: era el rostro del marqués de La Tour d'Azyr. Durante un instante que duró una eternidad, ambas mujeres le contemplaron horrorizadas hasta que, al verlas, el marqués se quedó estupefacto. Entonces, lanzando un suspiro, Aline se desmayó a espaldas de la señora de Plougastel.

CAPÍTULO XII Deducciones

Su coche iba tan rápido que André-Louis había llegado al lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada. Allí estaba ya esperándolo el marqués de La Tour d'Azyr, acompañado por el señor d'Ormesson, un joven caballero moreno, con el uniforme azul de capitán de la guardia de Corps.

André-Louis había hecho todo el viaje en silencio. Le preocupaba el recuerdo de su reciente conversación con la señorita de Kercadiou y las precipitadas conclusiones que había sacado a propósito del motivo de aquella visita. -Decididamente -dijo- ese hombre tiene que morir. Le Chapelier no le había contestado. Casi le estremecía la sangre fría de su paisano. Él también era de los que en aquellos últimos días pensaba que André-Louis Moreau no tenía corazón. Aparte de eso, había algo incomprensible e incoherente en su actitud. Al principio, cuando le propusieron aquella misión para eliminar a los espadachines de la nobleza, reaccionó de forma altanera y desdeñosa. Pero después, al aceptarla, se había mostrado espantosamente cruel, con una ligereza y una indiferencia que, a veces, daban asco.