Los preparativos se hicieron deprisa y en silencio, aunque sin precipitación ni otra señal de nerviosismo por ninguna de las dos partes. Ambos adversarios estaban siniestramente decididos a enfrentarse. El contrincante debía morir, allí no podía haber medias tintas. Despojados de casaca y chaleco, sin zapatos y con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, por fin estaban frente a frente, decididos a saldar definitivamente la cuenta pendiente entre ellos. Era como si ninguno de los dos abrigara dudas acerca de cuál sería el resultado final.
También frente a frente, al lado de cada uno, Le Chapelier y el joven capitán los contemplaban alertas y vigilantes.
– Allez, messieurs 1!
Los brillantes y perversamente finos aceros chocaron, y a poco ya era casi imposible seguirlos con la vista, pues daban vueltas arremolinándose, raudos y centelleantes como relámpagos. El marqués atacó impetuosa y vigorosamente, y enseguida André-Louis supo que estaba ante un adversario muy superior a los duelistas de la semana anterior, incluyendo a La Motte -Royau, cuya reputación era terrible.
El marqués no sólo poseía la rapidez que da una continua práctica, sino también una técnica casi perfecta. Además, aventajaba a André-Louis físicamente por su gran resistencia y una mayor estatura. También tenía mucha sangre fría y aplomo. ¿No habrá nada que le haga temblar?, se admiraba André-Louis, quien quería que el castigo fuese tan completo como merecía. No contento con matar al marqués como él había matado a su amigo, quería que, antes de morir, se sintiera tan impotente como debió de sentirse Philippe. Sólo así se sentiría satisfecho André-Louis. El señor marqués debía empezar apurando la copa de la desesperación; eso formaba parte del desquite.
Cuando André-Louis, con un vertiginoso movimiento, paró la profunda estocada que remataba la primera serie de fintas, se echó a reír como un niño que disfruta con su juego favorito.
Aquella extraña risa intempestiva hizo que el señor de La Tour d'Azyr se pusiera en guardia más deprisa y, por tanto, menos dignamente que de costumbre. Aquella carcajada le sobresaltó, y también le desconcertaba el haber fallado con una estocada que siempre había tenido por certera.
Él también comprendía ahora que la fuerza y la agilidad de su oponente eran muy superiores a todo lo que había imaginado. De modo que puso sus cinco sentidos para llegar cuanto antes al desenlace.
Más que aquel quite, la carcajada que le acompañó parecía demostrarle que lo que él pensaba era el final no era más que el principio. Y, sin embargo, era el final de algo. Era el fin de la absoluta confianza en sí mismo que hasta entonces había tenido el señor de La Tour d'Azyr. Ya no estaba tan seguro del resultado de aquel duelo. Si quería ganar, tendría que actuar con más cautela y esgrimir como nunca lo había hecho en su vida.
Volvieron a enfrentarse. Y considerando que la mejor defensa es el ataque, el marqués arremetió primero, cosa que André-Louis no sólo le permitía, sino que fomentaba, pues de ese modo su contrincante agotaría su resistencia, quedando en desventaja ante la destreza acumulada por el joven maestro de esgrima durante casi dos años. Limitándose a detener con soltura y elegancia los ataques del marqués, André-Louis se mantuvo a la defensiva en aquel segundo ataque que también culminó en una estocada del marqués.
Esta vez André-Louis estaba esperándola, y pudo pararla desviándola de un golpe. Y acto seguido avanzó súbitamente, penetrando la guardia de su enemigo, colocándolo tan a su merced, que el marqués, como fascinado, ni siquiera atinó a cubrirse.
Esta vez André-Louis no se rió. Se limitó a sonreír ante la mirada atónita del marqués y no aprovechó su evidente ventaja.
– ¡Vamos, vamos, señor! -gritó André-Louis enérgicamente-. No me gusta atacar a un hombre que no está en guardia. -Deliberadamente retrocedió para que su tembloroso contrario pudiera asumir la postura correcta.
El señor d'Ormesson suspiró aliviado tras un momento de terror. Le Chapelier murmuró: «¡Caramba! ¡No hay que tentar a la suerte esgrimiendo de esa manera tan demencial!».
André-Louis advirtió la profunda palidez que cubría el rostro de su adversario.
– Señor mío, me parece que empezáis a sentir lo mismo que debió de sentir Philippe de Vilmorin aquel día en Gavrillac. Eso era lo primero que yo quería. Así que, ahora, ¡vamos hasta el fin!
Y comenzó a luchar con la rapidez del rayo. Por un momento, la punta de su espada le pareció al señor de La Tour d'Azyr que estaba en todas partes a la vez, y entonces André-Louis le acometió vigorosamente hasta terminar en una estocada destinada a traspasar al marqués quien, de resultas de una serie de amagos anteriores calculados por su adversario, había quedado al descubierto. Pero, para asombro y pesar de André-Louis, el señor de La Tour d'Azyr paró el golpe. Lo que más le pesó fue que lo hizo demasiado tarde. De haberlo parado antes, todo hubiera ido bien para André-Louis. Pero con aquel quite en la última fracción de segundo, el marqués desvió su espada poniendo a salvo su cuerpo, aunque no lo bastante para evitar que el acero de André-Louis le rasgara los músculos del brazo.
Ninguno de estos detalles era visible. Lo único que vieron los padrinos fue el torbellino de las espadas centelleantes y el ataque a fondo de André-Louis, cuyas piernas se extendieron hasta casi tocar el suelo en una estocada ascendente que hirió al marqués en el brazo derecho, justo debajo del hombro.
La herida hizo que los dedos del señor de La Tour d'Azyr se crisparan dejando caer su espada. Desarmado, mordiéndose los labios, pálido y jadeante, se mantuvo firme ante su contrario. Con la punta de la espada ensangrentada, André-Louis le miraba con saña, como un cazador viendo huir a la presa que por su torpeza se le escapa en el último momento. Más tarde, tanto en la Asamblea como en los periódicos, dirían que había sido una nueva victoria del paladín del Tercer Estado, pero sólo él conocía la magnitud de aquel fracaso.
Ahora el señor d'Ormesson acudía en ayuda del marqués.
– ¡Estáis herido! -gritó estúpidamente.
– No es nada -dijo el señor de La Tour d'Azyr-. Ha sido sólo un rasguño.
Pero sus labios se crisparon en una mueca de dolor mientras la rasgada manga de su camisa de cambray se empapaba de sangre.
El capitán d'Ormesson, acostumbrado a estos lances, sacó un pañuelo de hilo y rápidamente lo rompió en tiras improvisando un vendaje.
André-Louis continuaba inmóvil, en la misma posición de su estocada, mirando aturdido. Siguió así hasta que Le Chapelier le tocó en el brazo. Sólo entonces se irguió, suspiró y, tras volver a vestirse, se alejó del lugar sin dignarse mirar a su contrario.
Mientras andaba lentamente y en silencio, al lado de Le Chapelier, hacia la salida del bosque, donde habían dejado su carruaje, pasó ante ellos la calesa que llevaba al señor de La Tour d'Azyr y a su padrino, quienes habían llegado en coche casi hasta el mismo lugar del duelo. El marqués llevaba el brazo en un cabestrillo improvisado con el cinturón de su compañero. Con la casaca azul celeste abotonada al cuello, su manga derecha colgaba vacía. Por lo demás, salvo cierta palidez, su aspecto era el de siempre.
Así se explica que el marqués fuera el primero en salir del bosque, y por eso, al verlo regresar en su calesa, aparentemente sano y salvo, las dos damas que querían evitar el duelo conjeturaron que había ocurrido lo que más temían.
La señora de Plougastel trató de llamar al marqués; pero su voz se negaba a obedecerla. Trató de abrir la portezuela de su carruaje; pero sus dedos no encontraban la manija. Mientras la calesa pasaba despacio frente a ella, la mirada pesimista del señor de La Tour d'Azyr buscaba ansiosamente a Aline. Entonces la señora de Plougastel vio algo más. Cuando el señor d'Ormesson se echó hacia atrás para que su compañero pudiera saludar a la condesa, ella descubrió la manga vacía del marqués. Más aún, como su casaca azul sólo estaba abotonada al cuello, también pudo ver la manga de la camisa ensangrentada.