La señora de Plougastel llegó a la lógica conclusión de que, a pesar de haber sido herido, quizás el marqués había herido más gravemente a su adversario. Al fin recobró la voz y le pidió al cochero del señor de La Tour d'Azyr que se detuviera. El señor d'Ormesson se apeó para encontrarse con la dama en el pequeño espacio que quedaba entre los dos carruajes.
– ¿Dónde está el señor Moreau? -preguntó la condesa dejando boquiabierto al amigo del marqués.
– Indudablemente sois partidaria de él, señora -replicó el capitán sobreponiéndose a su asombro. -¿No está herido?
– Desgraciadamente hemos sido nosotros los que… Pero el señor d'Ormesson no pudo terminar su frase, pues la voz del señor de La Tour d'Azyr le interrumpió secamente: -Ese interés vuestro por el señor Moreau, querida condesa…
A su vez el marqués se interrumpió al notar un aire de desafío en la actitud de la dama hacia él. Pero su frase no necesitaba completarse.
Se hizo un silencio embarazoso, violento. Después la dama miró al señor d'Ormesson. Su actitud cambió, y dijo lo que al parecer era la explicación de su inquietud por André-Louis Moreau:
– La señorita de Kercadiou viene conmigo. La pobre niña se ha desmayado.
Hubiera podido decir más, mucho más, de no ser por la presencia del señor d'Ormesson.
Al enterarse de que allí estaba la señorita de Kercadiou, y a pesar de su herida, el marqués se levantó de un salto.
– No estoy en condiciones de poder prestaros asistencia, señora; pero… -se disculpó y una sonrisa se dibujó en sus pálidos labios. Con la ayuda del señor d'Ormesson, y a pesar de sus protestas, el marqués se bajó de la calesa, que ahora se hacía a un lado para dejar pasar a otro carruaje que venía del bosque.
Poco después, al pasar por allí aquel cabriolé, dejando atrás a los dos carruajes detenidos, André-Louis pudo ver una escena realmente conmovedora. Asomándose un poco a la ventanilla, vio a Aline sentada en el estribo del carruaje y sostenida por la señora de Plougastel. En ese momento volvía de su desvanecimiento. A pesar de su herida, allí estaba también el señor de La Tour d'Azyr, profundamente angustiado, inclinándose con solicitud hacia la joven, mientras el capitán y el lacayo de la gran dama permanecían respetuosamente apartados.
La condesa levantó los ojos y vio pasar de largo a André-Louis. El rostro de ella se iluminó, y él casi creyó que iba a llamarle, pero para evitarle la dificultad que entrañaba la presencia allí de su adversario, él se apresuró a saludarla fríamente recostándose de nuevo en su asiento y mirando deliberadamente a otra parte.
Después de lo que había visto, no necesitaba más pruebas para reafirmarse en su convicción de que Aline lo había visitado aquella mañana sólo para interceder por el señor de La Tour d'Azyr. Con sus propios ojos la había visto desmadejada, emocionada al ver la sangre de su querido amigo, quien la consolaba asegurándole que su herida no era mortal. Mucho después André-Louis se reprocharía aquella perversa estupidez. Incluso llegó a ser demasiado severo en su flagelación. Pues ¿cómo hubiera podido interpretar de otro modo aquella escena, después de las ideas preconcebidas que tenía?
Lo que antes había sospechado, ahora quedaba confirmado. Aline no le había dicho con franqueza lo que sentía por el señor de La Tour d'Azyr. Pero suponía que en estos asuntos las mujeres suelen ser reservadas, y él no debía culparla. Tampoco podía culparla por haber sucumbido ante el singular encanto de un hombre como el marqués, pues ni siquiera su hostilidad podía cegarlo hasta el punto de no reconocer los atractivos del señor de La Tour d'Azyr. Que estaba enamorada de él era evidente, y por eso desfallecía ante el espectáculo de su herida.
– ¡Dios mío! -exclamó en voz alta-. ¡Cuánto habría sufrido si hubiera llegado a matarle como era mi propósito!
De haber sido un poco más franca con él, le hubiera sido más fácil acceder a lo que le pedía. De haberle confesado lo que ahora él había visto, que amaba al señor de La Tour d'Azyr, en vez de dejarle suponer que su único interés por el marqués nacía de una ambición indigna, entonces él hubiera cedido a su ruego inmediatamente.
André-Louis lanzó un suspiro y rezó pidiéndole perdón a la sombra de Vilmorin.
– A lo mejor fue una suerte que desviara mi estocada -dijo.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Le Chapelier.
– Que en este asunto debo abandonar toda esperanza de volver a empezar.
CAPÍTULO XIII Hacia la culminación
Al señor de La Tour d'Azyr no se le volvió a ver en la sala del Manége, ni siquiera en París, durante los meses que siguieron mientras la Asamblea Nacional continuaba sus sesiones para dotar a Francia de una Constitución. Aunque su herida en el brazo había sido relativamente leve, la que había recibido su orgullo era realmente mortal.
Corrían rumores de que había emigrado. Pero era una verdad a medias. Lo cierto era que se había unido a aquel grupo de nobles que iban y venían entre las Tullerías y el Cuartel General de los emigrados, en Coblenza. En pocas palabras, se convirtió en miembro del servicio secreto realista que daría al traste con la monarquía.
Pero ese momento aún no había llegado. Por ahora, los monárquicos seguían viendo a los innovadores como unos tipos más o menos raros, y no dejaban de burlarse de ellos en Actes des Apotres, el periódico satírico que editaban en el Palais Royal.
El señor de La Tour d'Azyr había hecho una visita a Meudon. Y fue bien recibido por el señor de Kercadiou, quien después de todo no había reñido con él. Pero Aline no salió de su aposento, firme en su resolución de no volver a verle. De ninguna manera modificó su actitud la circunstancia de que André-Louis hubiera salido ileso del duelo. A un cierto precio, implícitamente, se había ofrecido al marqués y él la rechazó. Sólo la humillación que eso suponía descartaba la posibilidad de que Aline volviera a recibir al señor de La Tour d'Azyr.
El señor de Kercadiou le transmitió al marqués, lo más delicadamente que pudo, esa resolución inquebrantable. Comprendiendo, desde su punto de vista, la enormidad de la ofensa infligida a la joven, el marqués se despidió desesperanzado, y no volvió más.
En cuanto a André- Louis, sabedor de que el señor de Kercadiou no faltaría a su palabra, se resignó a acatar una decisión que suponía irrevocable. No volvió por casa de su padrino. Pero dos veces en el transcurso de aquel invierno vio al señor de Kercadiou y a Aline: una vez fue en la Galérie de Bois, en el Palais Royal, donde se saludaron de lejos, y en otra ocasión les vio en un palco del Théátre Francais, pero ellos no le vieron. A Aline volvió a verla en una tercera ocasión, también en el palco de un teatro, y esta vez con la señora de Plougastel. Ella tampoco le vio en esta ocasión.
Mientras tanto, André-Louis cumplía sus deberes en la Asamblea con todo el celo que le era posible, y se ocupaba también de la dirección de la academia de esgrima, que continuaba prosperando sobremanera, pues había recibido un enorme impulso a raíz del duelo de su director en el Bois durante aquella memorable semana de septiembre. Limitándose a vivir casi únicamente de los dieciocho francos diarios de su salario como diputado, sus ya considerables ahorros aumentaron. Pensó que sería prudente invertir aquel dinero en Alemania. Tenía ya bastantes acciones colocadas en la Compañía del Agua y en la deuda pública, y lo hizo a través de un banquero alemán en la rue Dauphine. Y compró una importante propiedad en las afueras de Dresde. Hubiera preferido comprarla en su tierra natal. Pero la propiedad de las tierras en Francia le parecía, y con razón, insegura. Tal como estaban las cosas, hoy un grupo de franceses podía desposeer a otro, mañana otro grupo podría desposeer a aquellos que habían comprado apresuradamente las propiedades de los antiguos desposeídos.