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Esta parte de las Confesiones de André-Louis es muy interesante, pues lo autobiográfico se mezcla con la historia dejándonos un panorama de la época. Allí describe la activa vida de París, tal como él la veía, y los principales acontecimientos de la Asamblea. Habla del completo restablecimiento del orden y de la paz, del resurgimiento impetuoso de la industria, de la abundancia de trabajo para todos, y de la prosperidad económica que parecía haberse instalado en Francia. «La obra de la Revolución está cumplida», dice citando una frase de Dupont en la Asamblea. Y así era, siempre que la Corona aceptara de buena fe el trabajo realizado, contentándose con gobernar constitucionalmente, circunscribiendo su poder y subordinándose a la voluntad de la nación y al bienestar general.

Pero ¿aceptaría todo esto la Corona? Ésa era la pregunta que todos se hacían, y que en cierta medida quedaba en el aire. Los que miraban al pasado, recordaban la primera reunión de los Estados Generales en la Salle des Menus Plaisirs, en Versalles, hacía dos años, y recordaban cuan a menudo las promesas reales se rompían. Por lo tanto, desconfiaban con razón, pues ahora podía ocurrir también. Debido a estas dudas y recelos, provocados especialmente por la reina y sus allegados, persistía la incertidumbre. Había una sensación, casi una intuición, de que quedaba mucho por hacer antes de que Francia pudiera disfrutar con entera seguridad de la igualdad legal que tan laboriosamente había creado para sus hijos. ¡Cuántos obstáculos había aún que vencer, cuántos horrores tendrían que vivir todavía! Tantos que nadie, en aquella primavera de 1791 -ni siquiera los extremistas de los Cordeliers y otros clubes parecidos-, podía sospechar ni remotamente.

Aquella época de aparente prosperidad y falsa paz duró hasta que tuvo lugar la fuga del rey a Varennes, al siguiente mes de junio. Fruto de todas aquellas idas y venidas secretas entre París y Coblenza, esa fuga destruyó la última ilusión, poniendo fin a la paz e iniciando el reinado de la turbulencia. El ignominioso retorno de Su Majestad, custodiado como un colegial que vuelve a su casa para ser castigado, y los ulteriores sucesos de aquel año hasta la disolución de la Asamblea Cons tituyente, están tan minuciosamente descritos en otros libros, que no es preciso repetirlos, como no sea desde el punto de vista de André-Louis.

La disolución de la Asamblea fue en septiembre. Su trabajo había terminado. El rey acudió al salón Manége para declarar que aceptaba la Constitución. La Revolución estaba consumada. Luego siguió la elección de una Asamblea Legislativa, en la que André-Louis representó una vez más a Ancenis. Como en la Asamblea Constituyente no había sido más que diputado suplente, no le afectaba la moción de Robespierre, según la cual ningún miembro de la Constituyente podría ser miembro de la Legislativa. De haber observado sus propios deseos tan bien como la letra de la ley, se hubiera abstenido de aquella reelección. Pero André-Louis era tan querido en Ancenis, y Le Chapelier insistió tanto, que no pudo por menos de someterse. Sus proezas como paladín del Tercer Estado le habían hecho popular en todos los partidos, aun entre los miembros de la antigua ala derecha, y entre los jacobinos, en cuyo club había hablado cordialmente una o dos veces. En aquel entonces se esperaba de él que hiciera grandes cosas. Él mismo lo esperaba, pues en aquel momento compartía la errónea y extendida opinión de que la Revolución había concluido. Francia ahora sólo tenía que gobernarse dentro de las leyes de la Cons titución que ya tenía.

Como todos los que pensaban así, André-Louis no tomaba en cuenta dos importantes factores: el hecho de que la corte no aceptaría que se alterara el estado de cosas y que la nueva Asamblea no tenía la experiencia necesaria para dominar las intrigas y las facciones dentro de la corte. La Legislativa era una Asamblea integrada por jóvenes, siendo muy pocos los que pasaban de los veinticinco años. Predominaban los abogados y, entre ellos, el grupo de abogados de La Gironde, inspirados por un sublime republicanismo. Pero ninguno tenía experiencia política; y, durante los críticos primeros días, estaban desorientados, y eso, sumado a la consiguiente debilidad, alentó al partido de la corte a presentarles batalla otra vez.

Al principio sólo fue una batalla de palabras, y una guerra periodística que tuvo lugar entre publicaciones como L 'Ami du Roy y L'Ami du Peuple, que acababa de aparecer furiosamente editado por el filántropo Marat.

El malestar público empezó a manifestarse de nuevo, y la perpetua tensión entre la revolución y la contrarrevolución volvió a proyectar la sombra de la crisis sobre el amenazado país. Ahora media Europa se armaba para arremeter contra Francia, y su guerra con Francia era la guerra del rey francés. Éste era el horror que estaba en el origen de todos los horrores que vendrían después. Esto era lo que servía de pretexto a gente como Marat, Danton, Hébert y otros extremistas para fomentar la ira del populacho.

Y mientras la corte proseguía sus intrigas, mientras los jacobinos, dirigidos por Robespierre, le declaraban la guerra a los girondinos, bajo la jefatura de Vergniaud y Brisset; mientras los feuillants 1 los combatían a ambos; y mientras la antorcha de la invasión extranjera se encendía en la frontera y la de la guerra civil ya se inflamaba dentro de la nación, André-Louis se alejó del centro del polvorín.

Los disturbios contrarrevolucionarios fomentados por el clero tenían lugar en todas partes, pero en ningún lugar la situación era tan difícil como en Bretaña, y en vista de sus antecedentes y de su influencia en su provincia nativa, la Comi sión de los Doce, en aquellos primeros días del ministerio girondino, adoptando la sugerencia de Roland, dispuso que André-Louis Moreau fuese a Bretaña a combatir, de ser posible por medios pacíficos, las diabólicas influencias que se habían desencadenado.

En algunos municipios estaba claro a quien pertenecía el poder. Pero otros muchos se estaban dejando ganar por los sentimientos reaccionarios. Por eso había que enviar un representante con plenos poderes para alertar a aquellas poblaciones del peligro que corrían. André-Louis debía actuar pacíficamente; pero al mismo tiempo estaba autorizado a recurrir a otros métodos, pues podía reclamar la ayuda de la nación si la situación ofrecía peligro.

André-Louis aceptó la tarea y fue uno de los cinco plenipotenciarios enviados con el mismo propósito a las provincias aquella primavera de 1792, cuando por primera vez se levantó en el Carrousel la máquina de matar del filantrópico doctor Guillotin.

Considerando lo que después sucedió en Bretaña, no se puede decir que su misión tuviera el éxito esperado. Pero ésa es otra historia. Lo que aquí importa es que gracias a esa misión André-Louis estuvo ausente de París durante unos cuatro meses, y aun hubiera podido ausentarse más tiempo si a principios de agosto no le hubiesen llamado urgentemente. Más inminente que cualquier disturbio que pudiera ocurrir en Bretaña era lo que se estaba gestando en París, donde el panorama político aparecía más sombrío que nunca desde 1789.

Mientras su coche le llevaba hacia la capital, André-Louis vio señales y oyó rumores siempre crecientes que anunciaban ese levantamiento. Indolentemente habían lanzado la tea ardiente en el polvorín que ya era París: esa tea era el manifiesto de Sus Majestades de Prusia y de Austria que culpaba de cuanto pudiera ocurrir a todos los miembros de la Asamblea, de los distritos, de las municipalidades, a los jueces de paz y a los soldados de la Guardia Nacional, quienes debían ser tratados según el fuero militar.

Era una declaración de guerra, no contra Francia, sino contra una parte de Francia. Y lo más sorprendente era que este manifiesto, publicado en Coblenza el 26 de julio, ya era conocido en París el 28, cosa que daba la razón a quienes decían que no procedía de Coblenza, sino de las Tullerías. El hecho queda confirmado también, en cierto modo, por las Memorias de la señora de Campan, quien dice que la reina, su señora, poseía el itinerario preparado por los prusianos, quienes estaban ya en armas a las puertas de Francia. Los metódicos prusianos lo habían planeado todo minuciosamente. Y Su Majestad le dio a la señora de Campan todos los detalles de aquel itinerario. Tal día los prusianos estarían en Verdún; tal otro en Chalons; y tal otro día ante los muros de París, de los que no quedaría piedra sobre piedra según juró Bouillé.